Hoy en "Pesadillas de Felicidad" presentamos un cuento no apta para corazones moralistas ni políticamente correctos. El gran autor argentino de policial extremo, único en su rubro Matías Bragagnolo nos retuerce en el deseo y el ansía más abrumadora con esta historia sobre la redención de una adolescente Satanista Austriaca.
"¿Qué somos capaces de hacer por un poco de felicidad?"
La satanista austríaca adolescente —apodo casi tautológico con el que fueron bautizados tanto el caso como una de sus protagonistas— estaba a horas de convertirse en la primera mujer en ser ejecutada a raíz de una sentencia de pena de muerte en Polonia. La primera mujer en ser legalmente condenada a morir. Y también, debido a las particulares circunstancias, la primera persona en experimentar el método de la inyección letal desde que en el país se había impuesto la pena capital. Porque la satanista austríaca adolescente no se encontraba en condiciones de ser ejecutada en la silla eléctrica, el método que mandaba la ley.
No necesitaba el director del hospital penitenciario general de Varsovia explicarle demasiado al capellán que utilizaban para otorgar la extremaunción a los condenados a muerte. Los elementos del caso eran del dominio público. El padre Kurzaj ya sabía que la noticia de la satanista austríaca adolescente había terminado de hacer realidad el pánico psicótico que asaltaba a ciertas sociedades de tanto en tanto, el de las sospechas nunca confirmadas de casos conectados de abuso ritual satánico, con niños como principales víctimas de las ceremonias y sacrificios.
De una vez por todas en Europa, después de décadas de sospechas apenas fundadas, los satanistas abusadores de menores habían sido atrapados con las manos en la masa. Eran una inmigrante austríaca de diecisiete años y un tipo casado y con familia al que había seducido y arrastrado al vicio de la sangre joven. Juntos, en el sótano de una mansión destruida por una bomba de la Tercera Guerra Mundial (otra farsa de similar entidad a la del pánico por abuso sexual satánico). La casona nunca había sido reconstruida porque la familia entera había perecido en la explosión, y no había herederos interesados en el terreno.
El rumor de la mansión embrujada había sido iniciado por unos okupas. Habían soportado un par de semanas escuchando gritos de niños y cánticos. Golpes de cadena, gemidos de adultos. Por supuesto que nadie creía en eso, pero cada tanto algún grupo de rockeros volvía a ocupar uno de los tres pisos, y las noches se convertían en una verdadera pesadilla de cadencias infernales y lamentos.
Más bien por hastío, bajo el convencimiento que no todas esas camadas de okupas podían estar experimentado las mismas alucinaciones auditivas, a menos que todas tuvieran el mismo proveedor de ácido lisérgico, un oficial de policía se presentó en la casa, linterna en mano. Los ruidos tendrían que provenir del sótano. Los okupas no lo sabían, pero la finca tenía sótano. Lo había corroborado con los mapas de catastro.
Pero si la casa tenía sótano, este tenía que estar bloqueado, porque la entrada no estaba a la vista por ningún lado.
Se marchó la primera noche, insatisfecho. Pero a la noche siguiente volvió, no solo con la linterna, sino también con un cabo, al que le había pedido que trajera una pala y lo iluminara mientras cavaba.
Efectivamente, cavar le reveló la incógnita, aunque hubiera bastado con ir de día al lugar para ver, entre los matorrales del patio, muy cerca de la pared trasera, una arandela que sobresalía de la tierra, disimulada entre una maleza que llegaba hasta la cintura. Solo hacía falta tirar y, con tierra y pasto incluido, una puerta corrediza al ras del suelo se abría.
Después del tramo no demasiado largo de escalera de cemento macizo estaba la versión tangible de lo que los okupas escuchaban. Y había que reconocer que tenían buen oído. El paisaje ahí abajo era de manual de satanismo, y los dos policías tuvieron suerte de que esa noche no hubiera ceremonia. Estaban el caldero, la fogata apagada, la biblioteca llena de libros de esoterismo y toda la pared del lado de la acera de la casa con estanterías llenas de huesos de niños, a modo de catacumba.
Bastó pedir refuerzos, esconderse hasta la noche siguiente, y detener a dos de las tres únicas personas que a la medianoche bajaron por la escalera. La tercera era la niña de cuyo cuerpo pensaban gozar antes de sacrificarla en honor al Maligno.
El padre de familia seducido por la muchacha austríaca no dudó en confesarlo todo. Por el contrario, su ángel oscuro no dijo una sola palabra. Desde su silla de ruedas, atada al armazón, se limitó a sonreír durante todo el juicio, acicateando a los iracundos padres de todos esos niños desaparecidos en las calles durante los últimos dos años, cuyos ADN habían terminado por tener su prolija correspondencia en los huesos de la catacumba, exceptuando, claro está, los restos que, se presumía, habían pertenecido a niños de la calle o prostitutos y prostitutas adolescentes cuyo paradero nadie había reclamado.
Quien durante el día era, además de padre de familia, maestro de música en una escuela primaria, también fue condenado a muerte. Los peritajes psiquiátricos, como si hubiera hecho falta, habían determinado con toda certeza que tanto él como la adolescente que le había enseñado todo lo que sabía sobre satanismo eran pedófilos. Y eso implicó que, según la última reforma del código penal polaco, ambos fueran condenados a muerte, porque, ya lo decían los considerandos de la ley respectiva, el gobierno no se encontraba en condiciones presupuestarias de sostener un pabellón para aquellos delincuentes que, con condena cumplida, no fueran a estar jamás en condiciones de volver a salir a la calle sin reincidir. Y eso incluía a psicópatas como los pedófilos.
En el caso del maestro de música, su abogado apeló la condena de muerte, toda vez que, y en esto le asistía razón, los 334 años de prisión efectiva que le habrían caído solo por la muerte de los 48 niños y adolescentes de toda Varsovia y sus alrededores eran más que suficientes para que muriera en la cárcel. No hacía falta matarlo. Ningún peligro había de que volviera a salir a la calle, jamás iba a verse en la necesidad de continuar habitando el presidio porque nunca iba a ver la sentencia cumplida. Pura lógica. El condenado prefería pasar su vida tras las rejas y morir de viejo en la celda de aislamiento donde lo confinarían para evitar un asesinato asegurado en manos de los otros presidiarios.
La situación de la satanista austríaca adolescente era diferente. Ella no estaba en condiciones de apelar su sentencia. Más allá de que un defensor oficial le había sido asignado —a diferencia de su amante que, veinte años mayor que ella, la había sostenido económicamente después de conocerla en un bar apenas llegada al país y todavía podía disponer de aquellos ahorros que su esposa no había logrado retirar del banco, no contaba con fondos para pagarse un abogado particular—, su posición había sido clara desde el principio y debía ser respetada. Quería morir lo antes posible. Nada de apelaciones dilatorias. Al intentar escapar de la policía la noche de la detención había recibido una bala en la base de la nuca, disparada desde una distancia suficiente como para que no hiciera otro daño más que reventarle algunas vértebras. Como resultado, había quedado cuadripléjica. Paralizada del cuello para abajo.
Ahora, de una vez por todas, había llegado el día de su ejecución. Sería en la mañana siguiente, a las siete, le explicó el director del hospital al cura mientras llegaban al final de uno de los varios pasillos que habían tenido que recorrer. Por razones obvias, iba a resultar complicado sostener el cuerpo de la rea en la silla eléctrica, por eso era que iban a ejecutarla mediante una inyección intravenosa de diazepam (sedante), fentanilo (analgésico), propofol (hipnótico comatoso) y acetato de potasio (paralizante del miocardio), en ese orden, por claras razones humanísticas. Dieciocho agujas con sus sondas, insertadas en lugares estratégicos, agregó, evidenciando un cierto placer sádico, ya delante ambos de la puerta de la habitación número 14.
“En lo posible, le recomiendo solo acercarse lo justo y necesario, padre Kurzaj. Todavía puede mover un poco el cuello, además de la boca”.
El sacerdote asintió con suficiencia, esperó el saludo del otro, devolvió el asentimiento con la cabeza, y giró el pomo de la puerta.
Bajo la luz inmaculada del cuarto, en la única cama, con las mantas hasta el mentón, yacía la satanista austríaca adolescente. Era tan linda como la habían mostrado las fotos en los diarios. Una belleza imperfecta, de delincuente adolescente, de muchacha ratera y drogadicta. No de pedófila asesina de niños. Pagana. No, peor aun: satanista. Sacerdotisa de los infiernos. Parada exactamente en la vereda de enfrente a la suya.
Después de una leve hesitación, el padre Kurzaj se acercó hasta la cama, tratando de no seguir mostrando titubeos, dándoles firmeza a los pocos pasos que debía dar.
“La paz sea contigo”, dijo, con voz entrecortada. Furioso consigo mismo, carraspeó con sutileza, para no volver a incurrir en esa muestra de nerviosismo.
La muchacha giró la cara hacia él y le sonrió. La misma sonrisa maligna que había mostrado durante el juicio. Eso no se condecía con la necesidad de que sus pecados fueran perdonados antes de partir al otro mundo. Pero trató de no sugestionarse y puso manos a la obra. Cuanto antes terminara, mejor sería.
Depositó el maletín junto a la mesa de noche y acercó una silla. Ya sentado, sacó el frasco conteniendo el santo óleo, la botellita con el agua bendita y la cruz de madera. Dejó todo en la mesa menos la cruz. Sin pensárselo demasiado, la acercó a los labios agrietados de la joven. Recién ahí, mientras esta, para su sorpresa, besaba la madera en el punto en que las varas se cruzaban, pudo ver con claridad esa cabeza. Los cabellos estaban mugrientos, pegoteados. Era evidente que las enfermeras no habían estado higienizándola como correspondía. En algún punto era justificable. No le correspondía a un buen cristiano castigar a un pecador, máxime si se trataba de la tarea laboral de ese buen cristiano, pero cierta repulsión es difícil de superar, se dijo. Algunos creerán que administrando al reo castigos pequeños como la suciedad en el lecho de invalidez están ejerciendo un poco de justicia en nombre de Dios.
Sin saber que lo estaba haciendo, remató el pensamiento encogiéndose de hombros y se quedó, algo atontado, mirando los ojos verdes de la condenada. Eso no había sido tan visible en las fotos de los diarios. Se sintió atraído por esa jovencita inmoral, y los mecanismos mentales del celibato vinieron en su ayuda, adormeciendo su entrepierna. Cuando ella volvió a sonreírle, y vio que sus dientes estaban manchados, amarronados, utilizó esa visión para alejar todo pensamiento pecaminoso de su mente, cual monje budista concentrado en un cadáver pudriéndose.
De pie otra vez, tomó la botella y, obturando parcialmente con el pulgar el pico abierto, salpicó con el agua bendita la cama, las paredes y las baldosas adyacentes. “Asperges me, Domine, hyssopo et mundabor...”, empezó a recitar. Se dio cuenta de que había estado esperando algún tipo de reacción de película de exorcismo, con la muchacha retorciéndose ante el contacto del agua con las mantas o la piel de su cara, pero no tardó en recordar que no estaba atada, sino paralizada de manera irremediable. De no afrontar una muerte cercana, su destino habría sido pasar el resto de sus días en una silla como la de Christopher Reeve, de seguro garantizada por Amnistía Internacional.
Volvió a sentarse.
“¿Te arrepientes de todos los pecados cometidos, hija mía?”
Había decidido utilizar esta fórmula. No lo asustaba tener que escuchar las atrocidades que tenía para decir. Como exmiembro del Tribunal Eclesiástico de la diócesis local había tenido ya la oportunidad de juzgar abusos sexuales a niños, y sus colegas pecadores nada tenían que envidiarle a los satanistas. Pero quería acortar el tiempo que toma dar la extremaunción. El caso no lo merecía. Que fuera un mero trámite, respetando el protocolo, pero sin dar lugar al dramatismo usual.
“Sí, padre, me arrepiento”, para fortuna del sacerdote respondió la austríaca, en polaco. Su acento le recordó al de una mujer a la que le había dado también la extremaunción, una veinteañera de su parroquia que había sobrevivido a un accidente cerebrovascular y había tenido que volver a aprender a hablar. Se preguntó si la satanista habría aprendido el polaco después de llegar.
“Ahora le voy a pedir que repita conmigo las palabras de esta oración”, dijo, cerrando los ojos. “Yo confieso ante Dios Todopoderoso, ...”
Esperó la repetición. En vano. Decidió proseguir. Esto era un trámite. Nada más que un trámite, un compromiso que cumplir, casi una pantomima.
“... y ante ustedes hermanos, que he pecado mucho ...”
De nuevo esperó algunos segundos. En vano.
“... de pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Vamos, se dijo, cerrando los ojos. Faltan solo cuatro líneas. Cuatro líneas de incomodidad. Y ya estaré más cerca del final de este trámite que acabo de decidir que será todavía un poco más abreviado.
“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.
Y entonces, antes de que pudiera volver a decir la siguiente línea, porque no pensaba darle el tiempo necesario para repetirla, la depravada adolescente habló.
“Padre, necesito gozar una vez más. Por favor”.
Decidió hacer de cuenta que no había escuchado nada. Pero aun así, no pudo evitar abrir los ojos. Ahí estaba ese rostro, en la periferia de su arco visual, a la izquierda. Volvió a juntar los párpados, esta vez con fuerza.
“Por eso ruego a Santa María siempre virgen, ...”
“Padre, por favor...”
“... a los ángeles, a los santos y a ustedes hermanos, ...”, se apuró a decir.
“Tóqueme. Deme placer una vez más en mi vida. Me queda poco tiempo”.
No pudo terminar. Resuelto, abrió los ojos y la observó de frente.
“¿Qué estás diciendo, hija? ¿Acaso estás buscando que te abandone a tu suerte, que interrumpa el rito y quedes a merced de las llamas del infierno que te has ganado?”
Con un par de ojos dotados de unas pestañas que, cual Venus atrapamoscas, amenazaban comérselo, la muchacha logró dejarlo paralizado. Y aprovechó el poder de ese encanto, uno de los pocos que esa bala policial le había dejado.
“Voy a morir, quiero un último orgasmo, padre. Serán solo algunos segundos. Por favor. Solo meta el brazo bajo las mantas. Tóqueme, por favor. Todavía siento ahí. Todavía hay deseo en este cuerpo inutilizado. Deme esta pequeña muerte, siquiera como anticipo de la que me espera mañana”.
Con un resoplido, el padre Kurzaj sacudió la cabeza, como si necesitara despejar un montón de pensamientos sucios, levantó su mano derecha y, haciendo la señal de la cruz en el aire con el canto, entonó:
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, quede extinguido en ti todo poder del diablo por la invocación de todos los santos ángeles, arcángeles, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, vírgenes y de todos los...”.
No logró terminar. La adolescente lloraba. Lloraba e intentaba volver a hablar, pero la congoja se lo impedía.
El padre Kurzaj trató de no perder tiempo. Destapó el frasco de óleo y se mojó algunos dedos.
Estaba acercando la mano a la cara de la muchacha cuando ella pudo volver a articular palabra.
“Una vez más, padre. Por favor. No puede negárselo a una hija de Dios”.
De haber tenido oportunidad de reflexionar al respecto, se habría visto obligado a admitir que esas últimas ocho palabras habían funcionado a modo de conjuro para hermanar su libido con su deber como representante de Dios en la Tierra, causándole la confusión necesaria para cometer un acto profano en nombre del Padre Celestial.
De manera por completo mecánica, enunciando “Por esta santa Unción”, se desprendió de la molesta estola morada, levantó con su mano izquierda las mantas, sin retirarlas, e introdujo su otro brazo hasta dar con la entrepierna de la condenada a muerte.
Tal como lo había imaginado, el cuerpo estaba por completo desnudo. Las piernas estaban separadas por el azar, por la posición en que la habían dejado las enfermeras por última vez, y no le fue difícil encontrar con sus dedos aceitados la vulva reseca. Hacía demasiado que no tocaba una, pero eso es como andar en bicicleta, el tipo de cosa que jamás se olvida.
Después de inspeccionar la zona, sin atreverse todavía a ceder a la tentación de pellizcar los carnosos labios mayores, y mientras proseguía con voz dolida la oración con la que pensaba terminar el rito (“Por tu cruz y tu pasión, líbrale, Señor”), empezó con algunos movimientos circulares sobre el clítoris. Hizo lo posible por volver la cabeza, por no mirarla. Solo lo estaba haciendo en carácter de buen samaritano, como lo habían hecho alguna vez, de manera análoga, las monjas del Cuerpo de Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios en Málaga. Cuando vio elevarse la sobrepelliz a causa de la tremenda erección que estaba teniendo, rezó con más ahínco: “Por tu muerte y sepultura, líbrale, Señor. Por tu gloriosa resurrección, líbrale Señor”.
La satanista austríaca adolescente parecía estar respondiendo a las caricias, sobre todo ahora que el clérigo estaba explorando con el dedo mayor el orificio de entrada a la vagina, alternando el sondeo con frotamientos en el clítoris cada vez más intensos.
“En el día del juicio, líbrale, Señor”, estaba diciendo, cuando la escuchó empezar a gemir, agitada. “Señor ten, misericordia”, empezó a repetir entonces. “Señor, ten misericordia. Señor... ten misericordia...”. Ahora era él mismo el que estaba agitado, a punto de eyacular en sus pantalones todo eso que se había acumulado desde la última polución nocturna.
Como atraído por un imán, no pudo evitar llevar su oído izquierdo hacia la boca de la muchacha. No dejaba de masturbarla, ahora a un ritmo ultra-acelerado. Había desistido de penetrarla con el dedo mayor, y hacía vibrar el clítoris a toda velocidad, usando dos dedos y una técnica que había creído perdida. Quería escucharla en el momento del orgasmo, quería sentir su aliento caliente golpeando en oleadas violentas contra su oreja.
Con los ojos cerrados, la satanista gemía ahora con la voz gutural de la adolescente rebosante de hormonas que todavía era, paralítica o no. Muy en contra de sus deseos como sacerdote, pero inundando de una dicha que no había esperado encontrar en esa habitación al entrar un cuarto de hora antes, el cura estaba eyaculando. Y su orgasmo, real, fue evidente y sonoro, al estallar esa garganta en una serie de estertores, con la oreja todavía a milímetros de los labios de esa boca de dientes podridos, entreabierta y jadeante.
Un orgasmo real era el del padre Kurzaj, a diferencia del de la pedófila cuadripléjica, que, con pericia, como llevando a cabo un déjà vu, retiró un poco la cabeza hacia atrás, contra la almohada, y se lanzó, acto seguido, con un movimiento de cuello digno de una cobra, abriendo sus mandíbulas por completo.
Mordió hasta que sus dientes penetraron lo suficiente como para que su boca quedara llena por completo de piel y carne. El padre Kurzaj se sacudió como un animal con el cuello atrapado en un cepo de caza. Golpeó con su brazo libre, rasguñó con desesperación el cuerpo desnudo con la otra mano. En vano: esa malvada pecadora lo tenía bien apresado con su boca de vampiresa.
Cuando logró sacar su cuello de esas fauces implacables, la situación era todavía peor. Miró preocupado su entrepierna, pero el manchón de semen ya estaba siendo camuflado por el rojo carmín que empapaba la sobrepelliz.
Se desangró antes de lograr abrir la puerta, mientras gritaba tratando de cortar con una mano el fluido de la carótida. Parecía haber olvidado por completo cómo hacer girar el pomo.
Biografía Matías Bragagnolo publicó las novelas PETITE MORT, EL BRUJO, LA BALADA DE CONSTANZA Y VALENTINO, EL DESTINO DE LAS COSAS ÚLTIMAS, DORMIRÉ CUANDO ESTÉ MUERTO y CLOACINA. En 2015 dictó en Espacio Enjambre un seminario sobre el cut-up. Colaboró en 2018 con la columna “Literatura sin límites” para el programa “El sonido y la furia”. Escribe ensayos sobre música, literatura y cine para el diario Perfil y la revista Metacultura.
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