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TODO LO QUE ESTÉ AL ALCANCE de Facundo Gauna

Facundo Gauna (Lomas de Zamora, Buenos Aires, 1984) Publicó la novela La posibilidad (Ed. Caburé, 2024) además de narraciones, cuentos y artículos de periodismo cultural en revistas y antologías. Guion y Dirección del mediometraje La térmica (2019) y del cortometraje Criadores (2016). En este cuento una discusión familiar tiene consecuencias inminentes.


***




Cuando llegó a la casa, al mediodía, desde la vereda la recibió un intenso olor a sopa que asumió como una afrenta. Fernando, en los primeros tiempos de la relación, la trataba de Mafalda porque ella odiaba la sopa, decía que era el sahumerio de las pensiones de mala muerte y la comida de quienes se rinden antes de fracasar. Alina era así, algo caprichosa y determinante en sus definiciones. A Fernando esto le resultaba atractivo.

Duró poco, tanto el apodo cariñoso como el erotismo y la lozanía.

Adentro, el ambiente de la casa directamente la sofocaba. Una mezcla de caldo, leche tibia y calefacción: de encierro. Las voces de la tele en el comedor competían con la música en el cuarto de Cinthia que hacía vibrar la puerta cerrada. El bebé dormía en un moisés, contra la pared que daba al comedor. Alina, de todos modos, apenas se fijó en él.

–¿Podés apagar la tele? –le pidió a Fernando. Luego se sentó cruzando las piernas en uno de los sillones del living de espaldas a la ventana que daba a la calle. Fernando fue al comedor, bajó el volumen y se ubicó frente a ella, del otro lado de la mesa ratona y de espaldas al moisés. Arqueando las cejas hacia los lados le preguntó a Alina en un tono neutro, eligiendo con cuidado las palabras y su orden:

–¿Vos cómo estás? ¿Estuviste en la costa todo este tiempo?

–Mar del Plata en vacaciones es un escándalo, a menos que seas un turista mersa o vivas del turismo –respondió ella, y casi agrega que no salía del departamento más que para hacer las compras, que desde que llegó ni por asomo se acercó a la playa, y que pese a todo nunca extrañó. Pero se contuvo –¿Y acá?

–Acá –respondió Fernando.

Por primera vez lo vio con la barba crecida, de dos o tres semanas, ella no sabría precisar. Lo favorecía al disimularle los rasgos aniñados, pensó. Aunque también le daba la impresión de dejadez en el cuidado personal, de cierto abandono; impresión que no manifestó excepto por una serie de parpadeos fugaces que no logró controlar.

–¿Sabés…? –dijo Fernando, cargando en los pómulos un gesto luminoso que a la vez se opacaba en la comisura amarga de sus labios, en la curvatura de la boca–, anoche Cinthia me preguntó por su cumpleaños, por la fiesta de quince.

–Ah, te salió con eso.

–Me preguntó si iban a estar sus primos, los nenes del colegio... Si se podía vestir de princesa.

–¿Y vos qué le dijiste?

Fernando se quedó pensativo. Tenía los ojos vidriosos y parecía no terminar de entender la pregunta. Luego sacudió ligeramente la cabeza.

–Cualquier cosa le dije. Que vamos a ver, que tuviera paciencia.

–Hablar de fiesta de quince en estas condiciones... –dijo Alina echándole una mirada al moisés y largando una risa seca, un estertor.

–No, Alina. Pero ella pregunta.

–Tarde o temprano vas a tener que hacerle entender.

–Sí, supongo.

–¿Lo intentaste?

–¿Qué cosa?

–Hacerle entender.

Fernando estiró unos dedos en dirección al cuarto de Cinthia a la manera de una navaja automática.

–¿Cómo querés que le haga?

Alina bajó la vista a su pollera, se la alisó esquivando aquella expresión en la cara de Fernando: la mirada vacía que no terminaba de encontrar llegada en la mirada del otro; una pausa que daba la idea de clausura. Luego creyó percibir detrás de él un ligero movimiento adentro del moisés, y un quejido. Esperó alguna respuesta suya, levantarse para ir a chequear. Le repelía la imagen de que alzara al bebé, tener que discutir con un Fernando arrullando de pie, acompasándose de un lado al otro haciendo ese aaaahá-aaahá que ella nunca hizo con Cinthia. Fernando sin embargo se limitó a cerrar la mano en el apoyabrazos, los hombros ahora algo encorvados hacia adelante.

–A ver –dijo Alina con más intención de ir al hueso que de seguir gravitando en lo que consideraba divagues, postergación. Habló con suavidad, como si tuviera atravesado en la garganta un nudo de seda–, ¿quién se va a hacer cargo ahora?

–Seguís siendo la madre –dijo Fernando.

–Durante quince años me hice cargo...

–Hace un año que no sabemos nada de vos –la interrumpió.

–Más a mi favor. Acá tenés el resultado del año en el que estuviste a cargo.

Alina sacó el paquete de cigarrillos de la cartera que le colgaba del brazo; la tenía siempre con ella por miedo a que se la arrebataran, incluso en lugares cerrados. Con el cigarrillo entre los dedos, sin encenderlo aún, siguió:

–¿Y puedo saber cómo es que dejaste que las cosas llegaran a esta instancia? La verdad que me intriga. Me intriga porque no puedo creer tu falta de consideración. ¿O se te fue todo de las manos y ahora no sabés qué hacer?

–Atado de manos –murmuró Fernando como para sí mismo.

–No te victimices que te queda mal con esa barba...

–Intenté, busqué por todos los medio posibles.

Parecía que Fernando iba a seguir hablando, en cambio se quedó mirando en silencio a través de la ventana, hacia la calle.

–¿Con la criatura, entonces?

–¿Eh?

Alina, sin ocultar su fastidio, giró en el sillón para ver, cuando el teléfono de línea empezó a sonar, dirigiendo su atención de regreso hacia el interior del living.

–El nene, Fernando.

El teléfono sonó un momento más y luego se calló. Fernando se pasó la mano por la barba y unas partículas de lo que parecía piel seca cayeron sobre su pecho.

–Hay que darlo en adopción.

–Y quién te lo va a agarrar... ¿las monjas? Mirá de dónde salió, querés.

–El nene es sano, Alina.

–Fernando –empezó Alina encendiendo el cigarrillo–, no me llamaste para que esté al tanto de que soy abuela, qué alegría y felicitaciones…

–Hay cosas que resolver.

–Vine hasta acá, bueno, acá estoy. Asumo que te gastaste un dineral para mantener el asunto bajo la alfombra todo este tiempo. Algún contacto del amigo de un amigo que seguro es quien... –se interrumpió–. Ni quiero enterarme, la verdad.

–No es eso.

–Vine para cerrar este tema y con suerte estar mañana de nuevo en la costa. Sé concreto, decime qué necesitás.

–Bruno ya se hizo cargo.

El nombre de su padre en boca de Fernando se tradujo en un ligero cosquilleo que le trepó por las piernas y se alojó en el vientre, en las tripas, hasta disiparse a medida que ella lo anoticiaba sin tener en claro el por qué:

–Me llamó. Bruno. Varias veces. No le atendí –y tras cada frase un brevísimo silencio a modo de separador; el pulso de un oleaje prudente que no disimulaba su fragilidad.

Entonces Alina se tomó un momento, quizás el único genuinamente reflexivo desde que Cinthia entró en su vida. Y se empapó de celos, primero; se representó a su hija vestida de princesa en la improbable fiesta de quince entrando al improbable salón tomada del improbable brazo de Bruno; un beso en la mejilla, una mano en la cintura y un bals. Luego espantó la imagen corcoveando un poco el cuerpo, enfocándose de nuevo en Fernando, pisando el cigarrillo a medio fumar en la alfombra del living, cambiando el tono, ahora seco, tajante:

–¿Qué buscás con decir esto?

–Él insistió en dejarlo seguir. Le consiguió un médico, creo que a través de un tipo que es concejal... Se hizo cargo de todos los gastos. No te llamé por un tema de plata.

Presa del desconcierto, la bronca, el bruxismo, y en un intento último de recuperar el control, Alina se ajustó la tira de la cartera al hombro, se levantó del sillón y a paso firme, precipitado, fue hasta la habitación de Cinthia. Al abrir la puerta encontró la cama armada, el placard abierto, la música a todo volumen, y ya. Siguió hacia el comedor: la tele encendida sintonizada en un canal infantil y sobre la mesa crayones, dibujos en hojas Canson. En una olla sobre una hornalla apagada aún subía el vapor del caldo, y al lado una jarrita con leche que en la superficie tenía nata.

Atravesó el resto de la casa movilizada por un balbuceo corporal en donde la furia contenida y la negación se disputaban territorio. Al volver al living se frenó bajo el marco de la puerta.

–¿Dónde está Cinthia?

–Cinthia... –empezó Fernando en una voz que se alejaba de la murmuración, arrastrada más bien hacia una torpe letanía, y repitió–: Cinthia… Fijate la sopa, ¿querés?

–¡Fernando!

–¡Sí! –dijo levantando la voz, volviendo sobre sí y apoyando los codos en las rodillas–. Cuando tu papá se enteró que estaba embarazada la llevó a su estancia, en Balcarce. La llevó. Cinthia no podía seguir estando acá, por eso. ¿Cómo querías que hiciera? –dijo echando una mirada a la ventana que daba a la calle. Y agregó–: Ya no sé cómo hacer.

–¿No me dijiste que anoche te habló de su cumpleaños?

–Por teléfono, Alina. Hablo seguido con tu papá y él me la pasa. Al principio pude ir algunas veces. Yo quiero al menos que me deje ir a verla, ¿entendés?

Alina miró por primera vez adentro del moisés en donde el bebé seguía en su sueño apacible, ajeno a su entorno y a su suerte. Fernando interpretó eso como una pregunta que ella no conseguía formular.

–No lo quiso ahí, con él.

Alina dio un paso atrás apoyándose en el taco y levantando la punta de la bota, quebrando la cintura en una posición antinatural.

El teléfono volvió a sonar. Esta vez Alina, en el devenir del arrebato, decidió atender. Del otro lado una respiración suave, rumiante, y un ruido blanco de fondo como el de un extractor de aire, enmarcándola. Alina, con un hilo grueso de voz, grito:

–¡¿Por qué no se internan todos en un cotolengo y me dejan en paz?! –y estrelló el tubo contra el aparato.

Luego tomó impulso y cruzó el living hacia la puerta. La abrió y una ráfaga de viento frío de otoño disipó el caldo, oxigenó el ambiente. Fernando, pisándole los pasos, la demoró al apoyar con delicadeza una mano sobre su hombro. Dándole la espalda, sin avanzar ni crepitar, ahí, más vencida que retenida, Alina alcanzó a preguntar:

–A todo esto, ¿cómo se llama? –y en el timbre de su voz surgió una amargura como un reflujo.

Él se quedó callado. Ella entendió sus reservas.

–Igual no importa –siguió–, cuando lo adopten le van a cambiar el nombre, ¿sabías?

Las primeras hojas secas del otoño se arremolinaron en la vereda mientras Alina se alejaba cruzando la calle. Fernando entró a la casa, subió el volumen de la tele del comedor, prendió una hornalla, cerró la puerta de la habitación de Cinthia.


 

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