EL OJO de BENI DOMÍNGUEZ
- Beni Domínguez
- 26 jul
- 9 Min. de lectura
Beni Domínguez es un escritor palentino experto en cuento literario, lleva
más de dos décadas dedicándose exclusivamente a este género. Es director
de la colección Va de cuento de Fagus Editorial. Su principal empeño es
promocionar y hacer visibles los libros de relatos.

Mis amigos bromean sobre mi trabajo. Siempre me animan a que cuente cosas escabrosas, extrañas, anécdotas de fantasmas y todo eso. Pero la verdad es que mis tareas son monótonas, silenciosas y aburridas. Me llaman Sonder (de Sonderkommando), qué cabrones. Al principio fue un poco duro, tenía malos recuerdos de la funeraria, como el resto del mundo, supongo, pero poco a poco me acostumbré. Y mis amigos siempre haciendo bromas sobre necrofilia y demás chorradas. Los sábados por la noche me tomo unas copas con ellos aquí al lado, en el bar del tanatorio. Me esperan cocidos a que termine el turno, y dicen bobadas, alguno vomita en los lavabos, todos vienen muy alegres y me esperan a que salga, no tienen alternativa, soy el taxista que los va dejando a cada uno en su casa. Somos un grupo de frikis que casi llegamos a la cuarentena, sin parejas ni vislumbre de tenerlas, la mitad todavía vírgenes. Congelados en el tiempo. Amantes de los videojuegos y las series de ciencia-ficción. Nuestras charlas son tan superficiales como las que teníamos hace veinte años.
Estoy en el turno de noche desde la ordenanza municipal que nos prohíbe incinerar antes de las dos de la madrugada. Los vecinos se quejaron por el olor. Sabían lo que salía de nuestras chimeneas y eso les afectaba psicológicamente. Así debían oler los campos de concentración nazis. Este olor graso que se adhiere a todas las superficies. Comenzaron a llamar Auschwitz al barrio y se desplomaron los precios de las viviendas. Al final el ayuntamiento nos obligó a calcinar solo por la noche. Menuda tontería. En verano, cuando dejan las ventanas abiertas para que entren ráfagas de aire fresco, se les cuela el alma de los difuntos igualmente, dejando una fina pátina grasa sobre los objetos. Ellos lo saben, saben que cuando rozan con sus dedos las superficies y no resbalan es que los muertos están allí. Todos somos uno.
Miro por la mirilla con forma de ojo de buey de apenas el tamaño de una moneda de dos euros. En el crema1 tengo a un abuelito, en el crema2 a una joven y en el 3 a una señora recién jubilada. Es la hora, conecto la máquina. Reviso la operación. Todos los parámetros correctos. Ya están ardiendo, como brujas en el Medievo. Es la hora de mi descanso. Si falla algo la máquina se para sola y me avisa con un pitido. Es un trabajo sencillo. Al final vaciaré las cenizas en las bolsas y las meteré en sus urnas. Todas las noches igual. Subo al comedor con mi sándwich. Lorena está buenísima, es tanatopractora, charlo con ella de todo, en muy simpática y dulce, una lástima que ya tenga pareja. Qué tonterías digo, una tía así nunca saldría conmigo. Ahora soy más realista, hace muchos años ya que no le pago una Fanta a ninguna chica. Nos hemos reído mucho hoy. Se acaba lo bueno y vuelvo a los hornos, donde solo hay una pequeña mesa, una silla y una radio de bazar: mi despacho. Asomo mi ojo por el portillo. Veo como hierven los intestinos del anciano. Voy al siguiente. La chica apenas pesaba nada, está casi terminando. La señora va por los huesos, se resisten, será por tanto calcio para la osteoporosis… Me siento en la silla y escucho el llanto de un niño. Levanto la cabeza, apago la radio y presto atención. Sí, sí, es el llanto de un niño, no hay duda. Joder. Doy una vuelta por la sala; todo correcto. Me quedo quieto bajo el fluorescente. Agacho la cabeza y cierro los ojos con fuerza. Ahora el llanto se oye aún más claro. Noto mis pulsaciones en el cerebro. Se me eriza la piel. Hago que trago saliva, pero no puedo porque tengo la boca seca. No puede ser. Salgo de la sala y me meto en el lavabo del pasillo. Me mojo la cara y me miro al espejo. Tengo la misma cara de gilipollas de siempre, aunque mucho más blanca. Nada más entrar vuelvo a escucharlo. Resoplo y me dirijo a echarle un vistazo al anciano. Y ¡buah!, alucinante. Veo perfectamente, a través de la mirilla, cómo un niño asiste al fusilamiento de tres hombres en la tapia de un cementerio. Huelo a pólvora, los primeros rayos de sol de la mañana me hacen parpadear. El niño llora. ¿Es su padre alguno de ellos? Guauuu. Imposible. Vuelvo a asomarme. Niños jugando en una calle de tierra con charcos. No puedo creer lo que veo. Y no solo lo veo; lo huelo, lo oigo, lo siento. Huele a estiércol de vaca. A mojado. ¿Pero qué diantres es todo esto? Llevo cuatro años aquí y nunca he visto nada raro. Por mucho que mis amigos me piden que cuente anécdotas de resucitados no puedo decirles nada porque nada pasa. Debo estar enfermo y deliro. Echo un vistazo a la chica. Me tiemblan las piernas. Es tan real. Su madre la besa fuerte y ella se engancha a su cuello como un mono, las dos ríen a carcajadas y dan vueltas en una habitación rosa, desde la ventana se puede apreciar una mañana de sol radiante, las dos en pijama, debe ser domingo. Buf. En el crema3 veo a un montón de niñas en un dormitorio enorme donde hay literas, están haciendo las camas y las monjas las apremian. Trastabillo y me asomo al que no tuvo ni enfermedad ni accidente y lo veo desfilando en el desierto. Miles de soldados en tiendas de campaña. Siento el calor del Sahara en mi testuz. Estoy sudando a chorros, noto el flequillo pegado a mi frente, las primeras gotas de sudor saltan desde la nariz y la barbilla al suelo. ¿Estoy soñando? ¿Me he quedado dormido como Judy Garland en aquella vieja película para niños? Me cuesta pensar. Voy lento. La chica recuerda su clase de cuarto, es carnaval y los demás niños van vestidos de personajes recientes, la joven se mató ayer en un accidente de moto, es prácticamente una niña. La señora borda junto a más huérfanas como ella, las monjas las instruyen. Casi resbalo de nuevo, creo que es por el charco de sudor que dejo en las baldosas del suelo. Me veo en un barco, en una tormenta terrible, el viejo debió ser marinero. La señora de la leucemia mira con lágrimas en los ojos cómo su marido le pone la alianza en el dedo. Ese día echa en falta a la familia que no tiene. Ni padres, ni una hermana, a nadie. Y la chica sube las escaleras repletas de jóvenes como ella, es un instituto o una universidad, y el anciano que ahora es joven va en un coche viejo pero nuevo, es decir, lo acaba de estrenar, pero hace muchas décadas de esto que estoy viendo ahora, y lleva orgulloso a toda la familia de vacaciones. La señora acuna en sus brazos a un bebé, y saca un pecho y lo amamanta. Y veo a la chica en la pista de una discoteca que conozco, la juventud salta y baila con los brazos en alto coreando una canción que todos conocen. Se me pega la camisa al pecho, no puedo con este maldito calor. Veo cómo la policía vestida de gris persigue al viejo cuando era joven, corren tras ellos por el centro de la ciudad, anda ¿esa pastelería está ahí desde hace tanto tiempo? Las calles están adoquinadas, el recuerdo es tan vívido. ¿Pero qué está pasando? ¿Son recuerdos? Solo me dedico a quemar carne y huesos. Y esto, evidentemente, son recuerdos. Los recuerdos de esta gente. No son solo carne en descomposición. Necesito agua inmediatamente. Salgo disparado hacia el lavabo, meto la cabeza debajo del chorro, y bebo con la misma desesperación con la que bebía de pequeño en las fuentes públicas, en las fuentes del patio del colegio. Vuelvo a toda pastilla, me gusta mirar. La final del mundial de Sudáfrica en el crema1, una telenovela venezolana en el crema3, Game of Thrones en el 2. La máquina me avisa de que todo ha terminado. Podré vaciar la bandeja de las cenizas dentro de unos minutos. El sándwich amenaza con salir por donde entró. Estoy por ir a avisar a Lore para contárselo todo. Pero me siento exhausto e intento calmarme, tiemblo sin control. ¿Qué hago yo viendo los recuerdos de otros como si fuera un sucio mirón? Pero me excita, me vuelve loco la experiencia. Son recuerdos. Son recuerdos. Me repito.
De esto hace ya unas cinco semanas. Estoy agotado. He perdido más de ocho kilos, he contemplado miles de recuerdos. Cosas increíbles. Asesinatos. Humillaciones. Infidelidades. Pero lo que más he visto son besos. Muchos besos. Besos de madres a hijos, de hijas a padres, de amigos, de hermanos, de tíos, de amantes. No había vuelto a ver tantos besos desde Cinema Paradiso. Montañas nevadas. Cielos azules. Lluvia sobre los tejados; ese ruido hipnotizador de la lluvia sobre los antiguos tejados. Risas, carcajadas, muchas carcajadas. Y caras, muchas caras. Hasta la mía. No dejo de sorprenderme, esto es una adicción. Llegó el viernes pasado un antiguo compañero de clase y me vi a mí mismo pasándome cromos de una mano a otra. Falta, repe, falta, repe, falta, repe. Todavía tengo aquel álbum por casa, no lo terminé. Ese compañero se acordaba de mí más de lo que yo me acordaba de él. Y es que todo queda grabado. En la inconsciencia. Y aflora. Suavemente. Lo sé porque puedo ver recuerdos de enfermos de Alzheimer, desorganizados, caóticos, sí, pero ahí están, más borrosos, menos claros, pero están, no desaparecen definitivamente, más bien… se extravían. Observo los secretos más íntimos de las personas, la gente alucinaría si supiera la diferencia abismal que hay entre lo que parecemos a lo que realmente somos. Las emociones, los llantos, las alegrías, sobre todo las alegrías. Las risas. Evitamos lo malo. Lo difuminamos. Potenciamos lo bueno. Hasta los suicidas lo hacen. He visto salas de cine antiguas. Mulas arando. Fiestas de pueblo. Peleas. Celdas. Oficios. Automóviles y lindos paisajes. Parafilias. He visto esperar a una amada bajo la lluvia, la última despedida de un soldado desde el andén, lo cruel de la guerra. Y por encima de todo el amor. Es lo que más se recuerda. El amor. Es el sentimiento más fuerte. Caras sonriendo. Caras llorando. Labios besando. Lágrimas, guiños, miradas. Amor. Hasta los asesinos más peligrosos tienen recuerdos de mañanas de sol, abrazados a madres abnegadas, alguien que les levantó de la cama durante años con cariño. La madre que recibía con una sonrisa y una caricia el nuevo día. Amigos festejando. Apretones de mano a las personas queridas que se van. Besos y más besos. También hay rencor y pesadillas, pero en menor proporción. Como si todo al final se perdonara y entendiera. Situaciones divertidas. Malditas llamadas telefónicas nocturnas. Respiraciones agitadas. Broncas e insultos, besos y caricias. Personas que pasaron y se disolvieron en la niebla estaban allí, nítidas. Las cosas feas que sucedieron también, pero sin complejos ni malos rollos. Me duele cuando veo recuerdos recientes, de partidas a la PlayStation hasta las tantas, nerviosos por el examen de mañana a primera hora. Caras de profesores, de jefes, de antiguos compañeros de trabajo. Y los bebés. Solo recuerdan las caras de sus papás, de sus hermanitos, de sus abuelos, de sus mascotas y poco más. El mejor libro de Historia: los ancianos. Pero la Historia de verdad, sin tergiversar, no la de los libros o los periódicos; la real. Con personajes que estuvieron allí. Yo sé lo que pasó dentro del hemiciclo aquel febrero del ochenta y uno. Y antes, en los preliminares, en el cuartel. Y cuando entra un político flipo en colores, de lo que hablan entre ellos a lo que nos dicen a nosotros hay diez galaxias de por medio. No hay día que no me sorprenda. Descubro secretos por los que me pagarían un dineral, e incluso a veces me pregunto si debería ir a la policía a denunciar abusos, pero ¿qué digo?: «Oiga, que fulanito está en la cárcel o en la calle injustamente, que lo sé a ciencia cierta porque por las noches veo los recuerdos de los muertos». También he visto lo que evocan los locos. Y no quiero pasar por un psiquiátrico, gracias. Ni a los idiotas de mis amigos les he dicho nada de todo esto. Cuando los recuerdos de alguien me interesan bajo la intensidad del horno y alargo la experiencia. Todas esas imágenes se esconden entre los pliegues de nuestro cerebro. Ocultas, agazapadas, desde las más insignificantes, nimias y minúsculas hasta las más lejanas en el tiempo. Nosotros no somos conscientes de que existen. Hay infinidad de fotografías en movimiento, a todo color, de sonidos olvidados, sonidos que rememoran la voz de la madre muerta hace años. Brotan por todas partes en una explosión de vida poco antes de morir para siempre. Y yo lo veo todo. Ahora mismo, sin más, estoy viendo este recuerdo. Hace muchos años que leíste este relato, lo creías olvidado, pero no. Se te quedó incrustado el día que lo descubriste. Se atoró en un meandro de tu hipocampo para siempre. Y ahí esperó todo este tiempo. Y ahora está aquí y yo lo veo. ¿No lo entiendes todavía? Mira, mira hacia arriba, a la izquierda, ¿lo ves?, ¿ves ese círculo del tamaño de una moneda de dos euros?
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