PERROS SARNOSOS de PEDRO INIGUEZ Trad. Cezary Novek
- Pedro Iniguez
- 19 jul
- 7 Min. de lectura
Pedro Iniguez es un escritor de terror y ciencia ficción de Los Ángeles, California. Es finalista del Premio Rhysling y nominado a los premios Best of the Net, Pushcart, reciente ganador del Bram Stoker 2025.
Su trabajo ha aparecido en Nightmare Magazine, Never Wake: An Anthology of Dream Horror, Shadows Over Main Street Volume 3 y Qualia Nous Vol. 2, entre otros. Ha publicado el poemario de ciencia ficción MEXICANS ON THE MOON: SPECULATIVE POETRY FROM A POSSIBLE FUTURE por Space Cowboy Books (Ganador del Bram Stoker). Ha publicado la colección de cuentos de terror FEVER DREAMS OF A PARASITE, por Raw Dog Screaming Press. Pueden encontrarlo online en www.pedroiniguezauthor.com. El cuento original fue publicado en Bloodless, 2022 y hoy lo traemos traducido por Cezary Novek.

Ella estaba en plena resaca cuando las entrañas del sedán tosieron y exhalaron un último hálito
de vapor.
“Maldición.” Melody se dirigió hacia la orilla de la calle y pisó los frenos. Se limpió el hilo de
mocos que le caía de la nariz con el dorso de la mano y buscó su teléfono. Muerto. Bajo la luz
ámbar de la farola, encontró el cable del cargador cortado y pelado, con los cables al
descubierto.
Melody recostó la cabeza mientras la lluvia caía sobre el parabrisas como un torrente de
canicas. Miró por el retrovisor. Mayra se removía en su asiento elevado, frotándose los ojos con
sus pequeñas manos morenas. “¿Mami?”
“Todo está bien, mija,” murmuró. “Solo tengo que contactar a Taylor.” El mundo fuera del
parabrisas parecía distorsionado, y no podía ubicarse dónde estaba. Había terminado en una
zona fea de la ciudad, a juzgar por la cantidad de licorerías y alojamientos destartalados. Su
aventura del mes, Taylor, le había dado indicaciones pésimas para lo que prometía ser un
simple intercambio de carne por un cálido y líquido éxtasis.
Melody se rascó el absceso en el brazo y miró los departamentos al otro lado de la calle,
esperando ubicar algún punto de referencia. Arriba, caras ocultas se asomaban a tras ventanas
con rejas y cortinas entreabiertas. Sentía sus miradas sobre ella. Hambrientas. Perversas. La
nuca le hormigueaba solo de pensarlo.
Tragando en seco, Melody salió del auto y desabrochó a Mayra de su asiento elevado.
“Tenemos que buscar ayuda, mija.” Envolvió a su hija en una manta de poliéster y la sostuvo
cerca.
La lluvia caía con fuerza mientras corría a través de un torrente de agua sucia y se refugiaba
bajo el toldo de una tienda de electrodomésticos clausurada. Entrecerrando los ojos, pudo
distinguir un letrero en la esquina al otro lado de la calle. Jefferson.
Al final de la cuadra, un par de hombres se acercaban tambaleándose, cabizbajos, con manos
inquietas que buscaban dentro de los bolsillos de sus chaquetas. Apretó a Mayra contra su
pecho y comenzó a caminar en dirección opuesta.
Mayra se retorció en sus brazos mientras la lluvia golpeaba su rostro redondo y suave. Melody
miró hacia atrás. Los hombres seguían avanzando tras ella. Su corazón se aceleró, golpeando
contra su pecho mientras buscaba a su alrededor un rostro amigable o un auto que pasara.
Alguien a quien pedir ayuda.
Nada.
La calle parecía extenderse eternamente, y sus delgados brazos comenzaron a doler bajo el
peso insoportable de su hija de tres años.
Volvió a mirar. Los hombres caminaban más rápido, acercándose; sus pasos casi ahogados por
el chaparrón.
Justo después del estacionamiento vacío de una tienda de autopartes, vio una vieja cabina
telefónica, su luz azul pálida como un faro en la oscuridad. Entró apresuradamente, cambió a
Mayra a un brazo y cerró la puerta con la mano libre. Los hombres pasaron tambaleándose,
desvaneciéndose en la noche brumosa.
Melody exhaló, apartó una vieja guía telefónica y sentó a Mayra en el pequeño mostrador bajo
el teléfono. Se frotó los brazos mientras los vellos se le erizaban por el frío. El olor a orina y
cobre flotaba en el aire, pero decidió aguantar hasta que fuera seguro salir de nuevo.
No pasó mucho antes de que el vidrio comenzara a empañarse por el calor de su aliento. Su
mano temblorosa buscó en su bolsillo trasero unos cigarrillos, pero se dio cuenta de que los
había dejado en el auto. Tal vez era mejor así, con Mayra adentro.
Su codo golpeó el costado de la cabina. Estaba apretada, como una sucia doncella de hierro.
Cuatro paneles de vidrio, un mostrador y un teléfono lleno de huellas grasosas. No había visto
una cabina telefónica así en años, pero estaba agradecida de haberla encontrado.
Sin querer arriesgarse, miró afuera a través del vidrio, asegurándose de que los hombres no
hubieran regresado. Nada. Sacudiendo la cabeza, comenzó a preguntarse si había exagerado
de nuevo. Estaba tan atada a una vida de trauma que no podía distinguir a un extraño
inofensivo de un monstruo. Acarició las mejillas de Mayra y sonrió. Por el bien de ambas.
Su hija levantó sus dedos regordetes hacia la nariz y se rascó. “Mami, tengo frío.”
Melody ajustó la manta alrededor de su hija. “Todo está bien, bebita. Pronto estaremos en casa
de Taylor. Mami solo necesita conseguir su medicina con él.”
“Quiero a Papi.”
“Mami y Armando —quiero decir, Papi—, ya no hablamos, mija. Él no está muy contento
conmigo.”
Justo más allá del vidrio empañado y lleno de grafiti, creyó ver un movimiento al otro lado de la
calle. Limpió una capa de humedad y miró a través del vidrio. Directamente bajo la luz
parpadeante de una farola, unos dedos alargados surgían de la oscura boca de un callejón, sus
uñas largas y curvadas arañando una pared de ladrillos.
“¿Qué mierd...?”
Un pequeño destello de luz brilló a no más de seis metros a su izquierda. Allí, lo que parecían
dientes afilados sobresalían de una larga cabeza canina que merodeaba bajo la lluvia. Los ojos
amarillos y brillantes sobresalían de ese rostro hundido, observándola allí, sola en la cabina
junto a su pequeña humana.
Algo golpeó el vidrio detrás de ella. Se giró dentro del estrecho espacio de la cabina. Las
formas vagas y aborrecibles de dos seres bípedos se apoyaban contra la puerta, sus costillas
sobresaliendo de los vientres sarnosos. Sus manos torcidas y con garras arañaban el vidrio.
Screeee. Melody rápidamente apoyó la puerta con su hombro.
“Mami,” dijo Mayra, señalando afuera. Dos formas veladas cruzaron rápidamente los vidrios
empañados. “Perros malos.”
“Sí, bebé,” murmuró, con los labios temblorosos. “Todo va a estar bien.”
¿Qué carajo estaba pasando? ¿Qué estaba viendo? Cerró los ojos hasta que le dolieron,
esperando que las visiones desaparecieran.
Algo empujó el vidrio. Ella empujó hacia atrás y se apoyó contra la puerta. En cuestión de
momentos, los vidrios se habían escarchado por completo, ocultando el mundo exterior.
Mayra comenzó a llorar.
Se escuchó una cacofonía de gruñidos ahogados que casi sonaban como un habla gutural y
rota. Luego vinieron los chillidos y jadeos salvajes.
“Mami,” dijo Mayra, ahora sollozando. “Perros feos.”
La presión se acumuló detrás de los ojos de Melody, y una ola de náuseas comenzó en su
cabeza y se extendió por su cuerpo. Apretó los labios y contuvo la oleada de bilis caliente que
subía por su garganta. Un hilo de lágrimas corrió por sus mejillas y su cuello, mezclándose con
el agua de lluvia.
Otro empujón en la puerta. Más fuerte esta vez. Plantó los pies y empujó con los brazos
extendidos, el peso de todo su cuerpo sosteniendo la puerta. Sus músculos se tensaron,
ardiendo mientras empujaba.
Después de un momento, los empujones cesaron y hubo una pausa en los gruñidos.
Rápidamente metió una mano en su bolsillo, buscando algo que pudiera usar como arma. Sus
dedos rozaron un par de monedas. Miró hacia el teléfono. Por supuesto. “Idiota,” dijo en voz
baja. Sacó las monedas de su bolsillo y deslizó cincuenta centavos en la ranura.
Descolgó el teléfono de su base. Su dedo índice se cernió sobre el 9 antes de retroceder.
Llamar a la policía estaba fuera de discusión. ¿Cómo explicaría que una drogadicta y su hija de
tres años habían sido rodeadas por una manada de hombres lobo dentro de una cabina
telefónica? Nadie le creería.
“Quiero a Papi,” dijo Mayra, sollozando ahora de forma incontrolable.
“No, mija. Necesitamos a Taylor. No está lejos de aquí. Él puede ayudarnos.” Melody marcó el
código de área de Taylor. Vio su reflejo distorsionado y manchado en la caja de metal del
teléfono. Ojos oscuros y cansados la miraron de vuelta, mocos cayendo de su nariz. Y las
marcas de agujas. Pasó dos dedos por las cicatrices que se cruzaban y las venas colapsadas
que afeaban sus brazos. Luego trazó las quemaduras en su pecho donde incontables cigarrillos
habían sido apagados a la fuerza a lo largo de los años. No había sido más que un alfiletero.
Un objeto para una puerta giratoria de pretendientes maliciosos. Todos ellos depredadores.
“¿Mami?” Los ojos de Mayra se habían enrojecido y llenado de lágrimas. Su hija era una
imagen de Melody a la misma edad. Un reflejo puro de piel suave y limpia, un alma aún no
corrompida por el abuso y decisiones dudosas.
Melody colgó y marcó el número de Armando. El teléfono sonó mientras los chillidos
continuaban. La llamada fue al buzón de voz.
“¿Armando?” dijo. “Soy Melody. Estoy con Mayra. Mirá, mi auto se descompuso y necesito que
nos vengas a buscar. Estamos en algún lugar de Jefferson, cerca de una tienda de autopartes.
¿Armando? Por favor, apurate.” Colgó.
Melody levantó a Mayra y la acercó a su pecho, meciéndola suavemente mientras tarareaba Tu
Tu Teshcote, una vieja canción de cuna mexicana que su madre le había cantado. El calor del
cuerpo de Mayra se extendió al suyo, irradiando desde su pecho hacia sus extremidades.
Afuera, los chillidos de los monstruos alcanzaron un crescendo, sus gemidos perforantes
destrozando sus tímpanos. Mayra lloraba incontrolablemente, su rostro enrojecido y caliente.
Melody apretó la cabeza de Mayra contra su corazón y continuó tarareando la canción, ahora
más fuerte para ahogar a los monstruos afuera. Una y otra vez, tarareó la melodía hasta que el
sonido de neumáticos rodando sobre el asfalto ahogó sus gritos. Cuando abrió los ojos, dos
haces de luz cortaron la oscuridad mientras el auto de Armando paraba junto a la vereda.
Las criaturas se habían ido. Con cautela, Melody salió y escudriñó la calle mientras levantaba a
Mayra sobre sus hombros. Al otro lado, un árbol muerto se mecía con la brisa, sus ramas largas
y delgadas arañando la pared de un callejón. Un par de perros desnutridos caminaban calle
arriba, olfateando envoltorios de sándwiches descartados atrapados en las alcantarillas.
Dentro del auto de Armando, una ola de aire caliente recibió a madre e hija. Armando asintió,
sonrió y extendió una mano hacia Mayra, quien enredó sus pequeños dedos con los de él.
Partieron en silencio.
Melody echó un vistazo al espejo lateral. Justo fuera del resplandor de la luz de la cabina
telefónica, una silueta erguida observaba el auto alejarse calle abajo. Melody apartó la mirada.
Ya no estaba segura de qué era real. Las cicatrices en su cuerpo tendrían que ser prueba
suficiente. Monstruos, hombres, no había diferencia; en este mundo, los hambrientos siempre
se comerían a los débiles. Secó las lágrimas de Mayra mientras la sentaba en su regazo,
jurando hacer lo que sea para que su hija nunca fuera una de ellos.
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