Hoy en "Pesadillas de Felicidad" tenemos el cuento de la autora y guionista uruguaya Jimena Antoniello. Un cuento que nos permite repensar la felicidad en el amor desde el punto de vista de una joven que rememora una relación sentimental. Es el recuerdo lo que nos encausa a preguntarnos retóricamente sobre el amor en la felicidad, y como más lento o más rápido, lo que fuimos, somos y seremos vive o muere allí en nosotros y con nosotros.
El semáforo se puso en verde para cruzar la calle. Caminé despacio, cuando algo se desacomodó a la altura de mi vientre. Muy adentro, entre las tripas, dándome un retortijón. Mi cara se torció en una mueca.
Se me figuró la avenida más larga del mundo, donde era necesario disponer de años para llegar al otro lado. Calculé mentalmente para sacar las cuentas mientras avanzaba. Hacía exactamente cuatro años y tres meses que comprendí que lo mejor de mi vida había desaparecido. Esa clase de certezas que iluminan una habitación entera, o ponen un semáforo en verde, o te dan un retortijón. Así de rápido, así de tremendo, se pasó mi felicidad plena. Esa felicidad que sueñan las niñas desde los siete años, con rayos de sol y vestidos blancos de encaje, hippies. Con niñitos correteando en un prado verde y el océano de fondo mientras escuchas alguna canción de Lana del Rey, y aquellos ojos hermosos y pupilas dilatadas te hacen el amor en una playa a la que nunca fuiste. Y de pronto, con un calambre, el universo exponía claramente lo que debe morir. Los ciclos omnipotentes de la vida y el desarrollo. Las fases tremebundas de las relaciones. Las mías.
Se me ocurrió pensar que esas fases tenían su origen en Adán y Eva, cuando el Universo fue creado. Y comparé a Eva con la vida de las mujeres, todas, y entendí con aquél calambre lo que ella misma debió sentir, cuando la expulsaron del Paraíso por culpa de Adán al ir con la queja de la manzana a Dios. Aunque el tema de la manzana mordida fue un invento posterior para estigmatizar a las mujeres y al sexo; es cuestión de googlearlo. La iglesia nunca quiso a las mujeres, y Adán siempre ha sido un resentido. Con lo cual las mujeres y Eva han quedado mal peinadas en las fotos para toda la eternidad.
En mi caso, aún quedaban fotos en color y blanco y negro, junto a un recuerdo borroso de esas ganas y de aquella realidad que a veces creo que soñé durante un día de lluvia, en el décimo piso del apartamento de mis padres, allá en Montevideo cuando niña. Dulce recuerdo, eso sí. Donde la dicha consistía en cosas que recorrí con los dedos, y ahora rebuscaba a través de la memoria con el afán de revivirlas por última vez, mientras cruzaba la calle.
Mi felicidad quedaba lejos de Montevideo, sin embargo. Como aquellas noches de vodka-lima y tequila barato con coca, en casa de mi amiga Carmina, mientras Francis sacaba fotos a troche y moche en una época de felicidad y turbulencia. Y donde bailábamos extasiados los tres, al ritmo de la música de Haim. Fue la primera vez que sentí el éxtasis con el tacto de otra piel, tras el roce imprevisto del brazo de Francis con el mío. Fue la primera vez que pensé darle mis hijos a un hombre sobre la faz de la tierra. Y eso que nunca fui muy maternal.
Carmina lo llamó magia. Yo entendí que era una combinación equilibrada de deseo y felicidad. El ciclo inequívoco del despertar a la madurez y la muerte. El entender, de una vez y para siempre, que la vida se trata de elección en los momentos adecuados, y que no existen los fracasos, sino las circunstancias desfavorables. Nada conlleva al error y, sin embargo, siempre nos sentimos fracasados en alguna instancia. Como mi historia con Francis.
Mi amiga Carmina, en cambio, siempre sueña con un futuro de final feliz. Ella piensa que a nuestra edad el amor es todavía factible. Pero no se refiere a cualquier tipo de querencia, sino a una semejante a las películas de Hollywood, donde se vive feliz para siempre. Yo le repito, con cierto cansancio, que la felicidad no existe, al menos ya no para mí, y que a veces lo que llamamos felicidad se confunde rápidamente con complacencia. Sentirse cómodo implica una suerte de placidez incipiente. Pero los momentos felices son más extremos, son el absoluto concentrado en un suspiro moribundo. Son el Aleph para Jorge Luis Borges, o el colapso de una estrella enana blanca antes de convertirse en agujero negro. Pero Carmina insiste.
—Mija, tú porque eres terca. Todavía te quedan un par de años para decidirte —sentencia con su acento del DF. Y nos echamos a reír a carcajadas, después de contar años con los dedos de una mano.
Carmina es mi mejor amiga. La conozco desde hace también cuatro años; desde que conocí a Francis.
—Ya no, Carmi, ya no tiene sentido. ¿Con quién? —y antes de que me lo nombre, continúo la frase para evitar la puntada— Ya me conocés. Hay cosas que una tiene que asumir a estas alturas. No me importa, la verdad.
Y ella no vuelve a hacer comentarios. Carmina aprendió a ver a través de mis ojos, y no necesita preguntar para saber cuándo dejar de insistir. Como solía hacer Francis, cuando me sentaba en sus piernas y nos mirábamos a los ojos sin mediar palabra. Nos quedábamos así más de veinte minutos y la sensación era tan sedante como angustiosa. Era cuando no aguantaba más la extrema felicidad de compartir las moléculas de su universo con el mío, que yo rompía a llorar como una niña desconsolada a punto de ser desatendida. Pero Francis lo entendía todo, claro que lo entendía. Aunque a veces el idioma nos rompiera un poco la comunión. Uno quiere más fácil en su idioma materno. Hasta se llora más fácil. Insultar y despotricar vendría a ser la mejor parte, pese a que el otro sólo entiende los ademanes y alguna palabrota globalizada.
Los dos sabíamos por qué lloraba yo. Él se quedaba en silencio y sorbía sus propias ganas de acompañar el llanto, sus padres le habían entrenado para no quejarse. Considero a ese tipo de represión un entrenamiento casi militar. Pero Francis ya no sabía ser de otra manera. Así que se mantenía quieto, viéndome llorar por los dos. La conexión era única, confiada y feliz. Por sobre todas las cosas, feliz.
El llanto tenía que ver con la clarividencia. Tanto él como yo éramos plenamente conscientes de que la relación tenía fecha de caducidad. Y que no había absolutamente nada que se pudiese hacer para interferir en el destino. Una expulsión asegurada de aquél paraíso, una mañana en el estacionamiento, cuando nos despedimos a pleno sol y él se alejaba en su coche azul dejando tan sólo un agujero negro detrás, que comenzaría a succionar recuerdos, sonrisas y las fotos a color.
El tiempo y la felicidad se miran de reojo, pero nunca se dan la mano. El tiempo es eterno, la felicidad caduca. Aunque el primero termina dándote estabilidad y reseteando la memoria de lo que más duele. O distorsionándola para que uno pueda seguir caminando. Es un acuerdo justo. Yo me quedé satisfecha con el paso del tiempo, tras la pérdida de cierto dolor y la saudade. Empecé a mirar la vida de otro modo, a moverme con más entereza, más estable. Con la seguridad que únicamente te brinda el haber sufrido por amor. Una se vuelve más sabia, más quisquillosa y risueña. Pocas cosas te asustan o te hacen palpitar. Es más sano, valga la contradicción, y una se siente más madura. Al menos recuperé algunas certezas, como que ya no tendría hijos, porque no serían los de Francis. O que tampoco fumaría porros mientras bailaba música de rock ‘n’ roll en la habitación deteriorada de mi amiga Carmina, al son de los disparos de la cámara de Francis, quien reía a carcajadas en mi memoria. O que ya no volvería a jugar a que la lava nos impedía bajarnos de las inmediaciones de la cama, y había que resistir el ataque de cosquillas.
Supongo que Francis también maduró, y con él los ángulos de sus fotografías. Se llevó todo consigo, a ese país que lo absorbió por completo, que lo apartó de la realidad y de mí. Donde no llega ni la señal de los teléfonos móviles. Me gustaba imaginarlo en una granja que habría comprado con el dinero de sus padres. Una granja perdida en algún poblado africano, que cuidaría con la ayuda de los locales hacendosos, mientras daba órdenes con su acento norteño. Barbudo y de sandalias gastadas, con sus bermudas caídos, entre lentes de cámaras fotográficas que obtendría esas pocas veces al año que volvía a la civilización. Siempre estuvo enamorado de África, su fotografía lo define claramente. En realidad no fue cosa del tiempo, que Francis no se acordase nunca más de mí, sino que era culpa de lo lejos que estaba, y de lo tupida que era la selva, que la tecnología lo había aislado para siempre de la ciudad y de mí. «No puede, no hay internet», repetía yo confiada y sonriente a todo el que alguna vez, hace años, me preguntaba por él y su paradero. Aunque ahora ya no fuese capaz de recordar ni su voz, salvo por el matiz de la masculinidad. Dicen que es lo primero que se olvida de los seres queridos. Tampoco siento lástima.
Alcancé la acera de enfrente justo cuando los motores comenzaron a rugir sobre la línea de detención y noté que la luz del semáforo se había puesto en verde para ellos. Iba tan sumida en mis certezas, que apenas me dio tiempo a percatarme de una niña que me contemplaba con cara de pocos amigos, casi enojada, mientras daba la mano a su madre, esperando para poder cruzar la calle. Me inspiró ternura, aunque evidentemente el sentimiento distaba mucho de ser mutuo. De algún modo me vi reflejada en ella, o en su madre, superficialmente feliz. Porque ya habíamos quedado en que la felicidad es limitada. A mí aquella certidumbre de su expiración me había hecho disfrutarla al máximo. Tanto, que las veces que diviso por la calle a este tipo de familias empalagosas estoy convencida de que carecen del conocimiento necesario, de las vivencias y sensaciones para llegar a la verdadera felicidad, para alcanzarla. Y me pongo a lagrimear entre carcajeos. Obviamente, me refiero a la felicidad con mayúscula, sin metáforas. Y no dejo de llorar como solía hacerlo sentada en las piernas de Francis antes de que decidiese retirarse a vivir al África; con la salvedad de que la gente que nunca ha alcanzado la felicidad no puede entendernos ni a mi llanto ni a mí.
Biografía
JIMENA ANTONIELLO LIGÜERA (Uruguay, 1978)
Guionista, narradora y poeta. Estudió Letras en la Universidad de la República y cursó un doctorado en Cristianismo Antiguo en la Universidad Complutense de Madrid. Cuenta también con una maestría en guion de cine (Escuela de Imagen y Sonido CES de Madrid) y una especialización en cinematografía (New York Film Academy). Es autora del libro de cuentos Todo lo que debe morir (Seven Sisters Press), del poemario Entropía del alma (Melón Editora, Argentina, 2012) y ha participado en la compilación 22 mujeres (Irrupciones Grupo Editor, Uruguay, 2012). Parte de su obra ha sido incluida en revistas de creación como Otro cielo, Letralia, Kundra, Specimens, Aaduna. A Literary Journal y Forth Magazine. Asimismo, ha publicado artículos y reseñas en diversos medios de España, México, Uruguay y Argentina. Actualmente radica en la ciudad de Los Ángeles, California, donde se desempeña como guionista de cine y televisión.
IG: @jimenaal
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