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"Terremoto" de Ailín McCabe

El primer objeto que entró en su cuerpo fue un blíster de ibuprofeno. El plástico había descendido apenas unos milímetros por la piel de su mano izquierda. Tuvo que desencajarla suavemente con la otra mano. Amasó su piel para recuperar la forma pero le quedó marcada. El blíster había entrado y salido igual a sí mismo. Nada le faltaba, nada le sobraba. Tampoco a su mano. Ahora tendría que amasar para construir, reconstruir, volver a armar.

Se puso de pie para ver el pequeño rectángulo de cielo que asomaba por encima de los edificios. Las torres, muy pegadas entre sí, contagiaban una luz gris de lluvia y polvo. Apagó todas las luces. Arriba las nubes taparon el cielo. Sintió una pequeña vibración. Levantó la tela del pijama para frotarse la panza, después se

descubrió los brazos y los acarició, también hombros y cuello. No podía decir qué le dolía, pero había un algo generalizado, algo que la presionaba suavemente desde adentro, que trepaba. Se le ablandaron los músculos y la piel. Se apretaba: estaba suave y acolchada. Frotó la parte posterior de su cuello.

En el baño se miró en el espejo. Se tocó la cara, las manos, los hombros. Vio de cerca los contornos de su cuerpo. Se estaba borrando. Los bordes de los dedos, el cuello; todo se difuminaban hasta fundirse con el aire. Era continuo poroso. Se miró de frente. Ella misma parecía permeable.

Volvió al cuarto y agarró el control remoto. Al principio no sintió ni vio nada, pero a los minutos parte del plástico negro entró en ella. Lo dejó caer sobre la colcha y se tapó con las sábanas. Las cosas se fundían con su piel. Miró para arriba. Las sábanas estaban manchadas. Olían a húmedo, a cuerpo transpirado, a humanidad

encerrada. Las había cambiado esa misma mañana, pero tras estar dos o tres horas metida ahí dentro, el olor a cuerpo se había impregnado a las nuevas. No tenía más limpias. La cama olería, sin que ella pudiera hacer nada al respecto, a cuerpo cansado, a cuerpo enfermo, a cuerpo que cambia, que se transforma y muta.

Habían sucedido dos grandes cataclismos en su vida en poco menos de una semana: la fusión y el terremoto. Ella había elegido al segundo. Prefería llamarlos así, y no embarazo, y no aborto, que le parecían dos palabras espantosas. También asquerosas y empalagosas. Demasiadas o´s y a´s. Fusión y terremoto se le hacían más simpáticas, casi singulares, como de película divertida.

Eran más brillantes y enigmáticas, palabras llenas de energía. No le preocupaba que los objetos entraran en su cuerpo. Lo tomaba con cierta tranquilidad. Al fin y al cabo, quién sabía realmente qué era normal en una mujer que gesta o aborta. Se relajó del todo al pensar en un efecto colateral de las pastillas. No tenía prospecto para revisar.

La chica que se las había vendido las entregaba por separado en un papel madera. “Para ser discretos”, había dicho, y le cobró un dineral por cada una.

Repasó un blog en internet. Tres días tenía que esperar para que terminara de crearse, para que la tierra terminara de abrirse. Sin embargo las horas se le hicieron largas e imposibles. Al principio durmió todo lo que pudo, y vio decenas de películas tontas que después no recordaba.Pero al segundo día se sintió hastiada: no quería dormir ni ver más películas. Además, tenía una vibración que le iba y venía y que cuando llegaba no podía sacársela con nada. Metía su cuerpo entero en la ducha helada para aliviarse: frotaba, enjuagaba, volvía a frotar. No se le iba del todo; la vibración permanecía.


Intentó repetir la experiencia que había tenido con el blíster y el control. Probó con otros objetos. No pasaba nada. Se miró las manos. Las veía nítidas y delimitadas. Había recuperado los límites de las formas de su cuerpo.

Solo tras mucho intentar se repitió el fenómeno. Derrumbada en el sillón, y sin nada que la pudiera distraer, miraba sin ver la pared blanca que tenía en frente cuando sintió cómo los pelos largos de las sandalias se le incrustaron y crecieron en la planta del pie. Fue una sensación placentera. Pasó las siguientes horas tocando muebles y objetos para fundirse levemente con ellos: cuadros de las paredes, aparadores, mesas y sábanas entraban apenas un milímetro dentro de ella. El terremoto, pensaba, descomponía y borraba límites. Al mismo tiempo le subía un pequeño malestar, un revoltijo de náuseas. Era un movimiento tenue, casi imperceptible. Y

al mismo tiempo que crecía, la materia a su alrededor se fundía y abría. No podía decir ya ésta soy yo, estos son ellos. Las cosas entraban y salían de ella, dejaban de distinguirse. Los contornos se abrían y comunicaban. Se le nublaba la vista. No podía ver como antes dónde empezaba una cosa y dónde terminaba. Todo era una ridícula cadena de estiramientos en la que los objetos rebalsaban su forma. Intentaba quedarse quieta y no moverse demasiado. Todo movimiento revolvía más esa visión y perdía el equilibrio. Al trastabillar no había una pared de la que agarrarse, no había piso que pusiera fin a la caída.

Durante las horas siguientes descubrió algo más que la cautivó. No solo lograba que las cosas ingresaran en ella, sino que ella también podía entrar en las cosas. Acostada en el sillón descocido del living, jugaba con la lámpara de pie que estaba a su lado. Distraída, apoyaba la mano y la sacaba de la pantalla de plástico. Entraba y salía, una y otra vez, y la pantalla entraba suavemente en su mano para luego volver a salir. Iba y volvía como quien tiene todo el tiempo del mundo. Como una máquina se abstraía en el juego de la repetición. Se pronto algo cambió.

Por un instante sintió que las cosas no se metían dentro de su piel, sino que ella se metía en ellas. Estiraba los dedos y podía recorrer los filamentos ocultos de la lámpara: sus fibras, las líneas y puntos de su fabricación, las pequeñas burbujas de aire en su interior. Estiró su mano y sus dedos largos pudieron recorrer toda la pantalla. Sintió cómo quemaba la luz del foco. Le ardió. Sacó la mano de un tirón y se la quedó mirando. Acercó sus dos manos. Su cuerpo estaba poroso como la espuma: lleno de aire y agua y listo para intercambiarse, para fundirse con otra cosa, para mutar hacia algo distinto.

Sintió un calor ascendente en la panza. Una chispa, un fuego ahí metido. Una sensación rara, difícil de describir. No dolía del todo. Algo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba. Algo aparecía y en su aparecer se desvanecía. Una presencia invisible, una cosa que decía acá estoy y que después respondía ya no estoy más. Un ser bestial y transmutado. Cuando lo pensaba se le hacía parecido a algo tan chiquitito que se volvía invisible, tan mínimo que se desdibujada. O a un círculo, una redondez con bordes, pero vacío. Una cápsula vaciada en su cuerpo, el suyo de todos los días. Una extrañeza en ese cuerpo con el que comía, trabajaba, estudiaba o se enojaba.

Nada de ese embarazo había sido suyo. Era más bien como si alguien hubiese querido tomar su cuerpo, apropiárselo. ¿Habían querido? ¿Alguien había querido crear algo nuevo en él? Había que deshacerlo. Era un error, esas palabras volvían a su cabeza una y otra vez, un obstáculo, una equivocación. Algo que tenía que arreglar y corregir.

Poco a poco, aquel estado de bruma, de permeabilidad que acompañaba sus dolores de panza, se fue intensificando. Al principio fue solo de a ratos. Los objetos a su alrededor se debilitaban tanto que se fundían entre sí. Después la visión se sostuvo y perduró. Los colores se mezclaron hasta desaparecer. El monoambiente se fue desarmando y limpiando. Se fueron las ventanas y los edificios que tenía frente suyo. El cielo se retiró de su vista; también las nubes. Su alrededor se convirtió en una extensión infinita de colores bruma, un lugar sin arriba ni abajo, sin fondo ni principio. Donde antes estaba la puerta de su departamento, ahora solo el aire. Los

muebles, borrados, se desarmaron sobre sí mismos y de ellos solo quedó un color amarronado hasta que terminó de evaporarse. El placard con su ropa se deshizo en colores. Las cosas perdían la forma hasta perder también su tinte.

Todo a su alrededor terminó de desaparecer. Estaba sola en una inmensidad. No sabía a dónde ir.

Se puso en movimiento sin saber por qué. No avanzaba ni retrocedía, pero le gustaba. Además se lo pedía el dolor que tenía en el cuerpo. Flotaba en el mismo lugar. No podía ir a ninguna parte.

Balanceaba sus brazos con ritmo y sus propios pensamientos temblaban. Desaparecieron de su mente bancos y pupitres en los que pasaba horas sentada, también los compañeros de trabajo con los que reía y el jefe que siempre estaba molestando con alguna tarea nueva o con algún desafío incoherente. También los proyectos, los esfuerzos, los libros leídos y releídos y vueltos a leer, las fichas de lectura, las fichas de debate, las fichas de argumentos que con tanto esfuerzo había armado. Todo caía. Lo veía estrellarse y amontonarse como arena. Luego se desarmaba hasta su propia atomización. Se parecían a los conos que dejaban las hormigas en el

campo: un montón de material molido de madera, filamentos de raíces y tierra. Se hundían todos los pensamientos. Vacío y más vacío. Un globo desinflado en el aire. No podía evitar que sucediera.

De todos modos la alegraba. El mundo se desarmaba a su alrededor y en su desarme se mostraba constante.

Caminó entre cortinas de humo mientras el fuego en su panza ardía. El calor la secaba por dentro. Su propia piel parecía querer desprenderse y alejarse. Se le resbalaba de a poco por el cuerpo como un líquido innecesario.

Cuando le pareció que estaba acostumbrándose a ese espacio sin forma y de colores imprecisos, el pequeño dolor empezó crecer y a pincharle. Algo ahí se movía. Iba de un lado para otro. Chocaba contra sus paredes internas como un lunático contra un tabique acolchonado. Se revolvía en el espacio de su cuerpo. Se agitaba y la obligaba a frenar. Cuál era la forma exacta de ese dolor, no lo sabía. Tampoco hacia dónde podía ir.

Siguió caminando hasta que sus pies empezaron a chapotear sobre agua. Continuó hasta que subió por sus empeines y tobillos. Lentamente trepó por sus pantorrillas. Sintió calambres.

Pronto el líquido aquel, el agua clara, subió sobre su cuerpo. Por sus muslos y piernas, por sus caderas y pelvis, por su torso y sus pechos. Cubrió también su cuello y tapó su cabeza. No respiraba ahí abajo, pero no le hacía falta. La inundación cubría todo el campo y la dejaba flotar.

Su cuerpo, vaciado por el dolor y la impotencia, giraba en la enormidad acuosa. Los huesos se le hicieron ligeros y finos. Nadó y jugó en esa pecera. Se ablandó aún más. Giró y giró sobre sí misma cuando no se deslizaba para un lado y para otro. Era un círculo que giraba, una molécula que buscaba desprenderse de sí misma en su fuerza centrífuga. Pequeños puntos dorados se suspendieron a su alrededor como alimentos de peces. La luz de un sol imposible entró en diagonales y pintó el agua. Ella giraba como un anillo, como una rosca que se deja glasear.


Su pubis apuntó al aire y desde ahí se abrió. Marcó el ritmo y lideró el compás del giro. Se vaciaba de todo. El pubis era una bandera flameante que se abría al agua y el agua entraba en ella. Se tragaban mutuamente. Sintió que la tierra entera se abría y que su cuerpo gritaba. Una luz cegadora la aturdió. Al abrir los ojos se encontró a sí misma en el sillón de su living. La lámpara de pie había caído sobre ella y la luz le daba en la cabeza. Antes que pudiera enderezarla, sintió que un hilo de agua bajaba por sus piernas: un calor denso, una precipitación dulce, un dolor amargo y picante.

En el baño descubrió qué era. Cuando tiró la cadena, el agua se llevó la sangre espesa, roja y coagulada. Algo había quedado en el fondo, algo que no había podido sacar la corriente. Metió la mano en el agua del inodoro. Lo agarró con la punta de los dedos y lo levantó. Era un huevo de pez, una cápsula blanda y semitransparente. Estaba rota y cortada en uno de sus lados. No había nada en su interior. Era un huevo vacío, un huevo de nada que había salido de su cuerpo.

Lo envolvió en papel y la sepultó en el tacho.

Se miró en el espejo después de mirar sus manos. Estaba mojada y transpirada, pero sus formas, los límites de su cuerpo, habían vuelto a su lugar. Se tocó la cara, los hombros, los pechos, el vientre, los muslos. Todo había recuperado su lugar y forma. La ley de la materia reclamaba su territorio. Le dio mucho sueño y se acostó sobre el piso del baño. El dolor picante descendía con suavidad. Disfrutaba del frío de la cerámica. Su firmeza le daba calma. Pensó que era posible renacer después del terremoto. Sintió alivio. Se rió como se ríen los locos. Después se desvaneció.




Ailín McCabe San Martín de los Andes. Docente, Tallerista y Escritora Patagónica. https://www.facebook.com/ailin.mccabe/

https://www.instagram.com/ailin_mc_cabe/

3 comentarios


Invitado
29 jul 2023

Un cuento increíble. Te lleva donde nadie se anima a ir.

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Invitado
18 jul 2023

Excelente. Mantiene la tensión hasta el desenlace.

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Invitado
18 jul 2023

Me encantó… Muy desesperante y angustiante el relato… Quería saber qué pasaba… muy atrapante !!!

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