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SEMBRANDO COLIBRÍES de Andrea Sandoval


Hace rato que había perdido la orientación. Si hubiera escuchado a mi madre quizá habría

evitado esta situación, pero me temo que es demasiado tarde para ello. Cerré los ojos. Tenía

que ahorrar fuerzas para más tarde. A mis costados tenía a dos hombres corpulentos que junto

con el chofer y su copiloto sumaban cuatro. Cuando me recogieron unas horas atrás sólo vi a

dos, pero no pude ver sus rostros. Digo, cuando te apuntan con dos cuernos de chivo, lo que

uno menos quiere es andar pidiendo que te muestren sus angelicales rostros debajo de

aquellos pañuelos rojos. Tan pronto me subieron a la camioneta, me ataron las manos y

cubrieron mi cara con un saco. No sin antes darme unos buenos moquetazos.

Recuerdo cómo comenzó todo. Hace unos años, mi hermana Fabiola se encontraba en

mi casa como cada domingo desde que salimos de nuestro pueblo. Mientras nos contamos

cómo nos fue aquella semana y preparamos la comida, el televisor estaba encendido. Una

conferencia de prensa del presidente hacía ruido de fondo. Anunciaba que ante la demanda

energética se invertiría en lo más provechoso a futuro: el litio.

—¡Claro! Provechoso —dijo Fabiola de mala gana.

—Nah, nah, nah, provechoso —dije haciendo muecas.

Ella soltó la carcajada y me lanzó un trozo de lechuga a mi cara combativamente.

—Ya madura. Por eso no tengo cuñada.

Entré carcajadas y balas de comida dejamos el tema. Pero a partir de entonces, por

todos lados apareció información: al parecer, este elemento tenía propiedades que podían ser

muy provechosas para la fabricación de baterías y que su costo era muy alto. Las grandes

empresas pagarían bien por él. Ante la crisis económica, la respuesta por parte de los

ciudadanos fue positiva. Yo no le presté mayor importancia hasta meses después.

Mi padre me habló un jueves. Me comentó que habría una asamblea el fin de semana en la

comunidad. Una empresa había pedido la concesión de unas tierras por 50 años. Habían

encontrado el precioso metal en nuestro territorio y estaban dispuestos a pagar una renta

proporcional a sus ganancias. El pueblo se haría rico. Pero mi jefe no les creía y quería saber la

opinión de sus dos hijos.

Fabiola no perdió tiempo, se juntó con un grupo de paisanos radicados fuera, algunos

agrónomos, otros biólogos, todos ellos estaban en contra. Yo en cambio, decidí no

posicionarme. Quizá este proyecto sí cambiaría la situación del país. El grupo preparó una

investigación con datos sobre lo que ocurre en las comunidades debido a las minas. El

domingo en la madrugada, ya estaban allá. Según me contaron después, la asamblea había

determinado que no aceptarían el proyecto.

Sin embargo, el mes posterior volvieron a convocar asamblea. Las autoridades

municipales habían firmado los papeles sin el permiso de la población. Fabiola estaba colérica.

Vino apresurada a casa para convencerme de acompañarla. Yo me negué. Alguna buena razón

habrían de tener para hacerlo, afirmé.


—Es cómodo, ¿no? Sentarse a observar sin hacer nada —su entrecejo me hizo saber

que en ése momento también estaba molesta conmigo—. Ni te preocupes, que no te

necesitamos.

No me dejó contestarle, salió de mi casa volando.

En esta ocasión no solucionaron todo en una sesión. Fueron y vinieron un sin fin de

veces más. Que si estaba en el RAN, que si la empresa existía, que un careo frente a

autoridades más arriba, que sí la autonomía, que a juntar firmas, que una marcha, que un

bloqueo… Con el tiempo dejaron de avisarme, así que les perdí el rastro. Sin importar todos

sus intentos, la mina se instaló. Mientras los que estaban metidos en el problema se olvidaron

de sus vidas, yo comencé a extrañar la vivacidad de su visita los domingos.

Fui a ver a mi jefe unos meses después de que iniciaran actividades los mineros. Detrás

de mi pueblo sobresalía un cerro mordisqueado. Pude observar que había nuevas casas en el

pueblo, con fachadas de ciudad y locales que ni por asomo habría imaginado antes. Mamá

estaba triste. Dentro del convenio venía la cesión de uno de los ríos que daba abasto de agua

potable a la comunidad. Así que el suministro ahora les llegaba en menor cantidad y de un

color amarillento. Traté de convencerla de que era temporal, que con la renta que les dieran

por las tierras se iban a poder reponer. Sólo obtuve una mirada llena de desprecio y decepción.

—Si hablaras con tu hermana, no estarías diciendo semejantes sandeces.

—Mi hermana siempre quiere tener la razón.

Mamá se rió de manera sarcástica. Salí de la cocina antes de que siguiera

regañandome. Mi papá estaba afuera, desyerbando el solar. En cuanto notó mi presencia, sin

voltear a mirarme comenzó a hablar.

—Ayer asaltaron la tienda de Cristina e intentaron violar a su hija. Por suerte don

Roberto escuchó el alboroto y las fue a socorrer —se enderezó para sentarse sobre sus rodillas

y miró el árbol frente a él—. Los cabrones andan en la cárcel, ya. Pero me temo que aún no

estamos preparados para afrontar todo lo que esa mina trajo.

Se limpió la mejilla y continuó en su labor como si yo nunca hubiera estado ahí.

Cuando salí del pueblo para regresar a la ciudad, ví a un montón de mocosos fumando

en una esquina. No tuvieron que decírmelo, no era tabaco.

Las muertes comenzaron de a poco. Primero fue mi sobrino Sebastián. Luego fue

Karen, la nieta de doña Ramona. Después de un tiempo, se perdió la cuenta y el orden. Los

rumores no dejaban de correr. Algunos lo achacaban a la mina, otros a un castigo divino. Las

protestas aumentaron y Fabiola seguía a la cabeza con más determinación que nunca.

Un sábado llegó a mi casa. Desde la discusión de aquella vez no había regresado. Me

dijo que le habían mandado mensajes amenazándola, declarando que si no paraba, la matarían

a ella y a mis padres. El pueblo estaba a nada de lograr un amparo que lograría sacar a la

minera del pueblo y ante aquel golpe, ellos respondieron con otro igual de fuerte. Lloró frente

a mí pidiéndome ayuda. Fue la primera vez que la vi en ésa situación. Ella nunca había

necesitado de alguien, mucho menos había tenido miedo de otra persona. Aunque pequeña,

siempre había sido una fiera.


—Te dije hace mucho tiempo que pararas esto —hablé firme—. Pero como siempre,

una vez que te plantas en un lugar eres incapaz de retroceder.

—¿Estás diciendo que es mi culpa? —respondió con voz entrecortada, mientras dirigía

su mano temblorosa a la cabeza— No sé ni porqué vine a ti, en primer lugar.

Ésa fue la última vez que ví a mi hermana. Una semana después la muerte de una

activista indígena era titular en todos los periódicos.

—¿En verdad la traté tan mal como para que decidieran no avisarme de su muerte?

¿Tenía que enterarme por los malditos periódicos y no por ustedes?

—¿Y qué querías? ¿Qué te dijera para que vinieras a culparla aún en su velorio? No,

mijo. Ella no merecía tal final —escuché a mamá tragar saliva del otro lado de la línea—. Mi

hija sólo estaba alzando la voz por todos los que no pueden hablar.

No tardó en colgarme. Las lágrimas no la dejaron continuar. Por la tarde salí rumbo a

mi rancho. El auto iba lleno del olor de los mirtos que tanto le gustaban. Apenas recuerdo el

trayecto, llegué directo al panteón. Su tumba aún era un montón de arcilla sin lápida. En su

cabeza tenía una cruz que pude identificar fue hecha por papá. Coloqué las flores a sus pies.

Noté como las piernas se quedaban sin fuerza, caí de rodillas mientras las lágrimas fluían por

mis ojos. Grité. Cuando sentí que no iba a poder sostenerme más, me recosté a un lado de mi

hermanita. Abracé aquel montículo que me separaba de ella. No sé cuánto tiempo pasó antes

de tranquilizarme. El silencio comenzó a tomar fuerza. Escuché las hojas de los árboles chocar

por el viento y la ausencia del cantar de las aves. Las hormigas subían sobre mis brazos

cortando camino. Entonces lo entendí. “Ella sólo estaba alzando la voz por todos los que no

podían hablar”. Mientras yo había pensado en la economía, Fabiola y el resto de mis paisanos

estaban actuando por los seres vivos afectados por nosotros. Las plantas, los niños, los

animales…

Luego que me repuse, fui a buscar a mis papás. Quizá el costo de la revolución

energética era demasiado. Hasta entonces vi el pueblo con otros ojos. Todo se veía más

desértico. Muchos árboles que se encontraban dentro de los terrenos de los nuevos residentes

habían sido talados. El río estaba prácticamente seco. Y las abejas, aquellas que nunca

descansaban, ya no estaban más. Un moño negro colgaba del portón de mi casa. Mis padres se

encontraban en la cocina, cenando. Sus rostros se veían agotados, como si hubieran vivido más

años de los que les contaba. Me disculpé por lo egoísta que fui, por hacer caso omiso a sus

llamadas antes y por no haber estado para mi hermana. Mi padre me disculpó en el momento,

mi madre tardó más. A partir de aquel día comencé a informarme de lo que habían hecho y

logrado los grupos de trabajo. Me uní a las filas, que ya no sólo demandaban que se detuviera

la mina, también exigían justicia por Fabiola.

El ruido de la camioneta me hizo volver al presente. No tenía que preguntarles a dónde

iba o quién los había mandado. Lo sabía. Era consciente de que no volvería a casa, que mi

madrecita iba a encontrar mi cadáver en algún lugar del pueblo con alguna manta de

advertencia. Y que en unas horas, yo estaría junto a mi hermana, donde siempre debí estar.



Biografía

Andrea Sandoval es una escritora chocholteca nacida el 15 de septiembre de 1996 en el

Distrito Federal. Estudiante de física en la UNAM, amante de la danza y todo aquello que

pueda ser creado con las manos. Actualmente es secretaria del Comité de Cultura de su

comunidad Kirju Nonde Ngiguani y es participante activa del Gran Colisionador de Textos

Eespeculativos. Participó en la antología "Mis raíces" de la Editorial Alquimia y en el primer

número de ConCiencia de la Universidad Simón Bolívar.



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