CAER de Cristina Jurado
- Cristina Jurado
- 8 mar
- 21 Min. de lectura
Es una escritora bilingüe de ciencia ficción, fantasía y subgéneros híbridos, traductora y editora. Primera mujer en obtener el Premio Ignotus a la Mejor Novela por Bionautas. En 2020 fue premiada por la European Science Fiction Society (ESFS) como Mejor Promotora de Ciencia Ficción. Tiene en su haber otros ocho premios Ignotus en distintas categorías, dos premios ESFS y un premio Guillermo de Baskerville. En su producción destacan sus novelas Del Naranja al Azul-Bionautas (Literup 2021), su novela corta CloroFilia (Saga Egmont, 2022), y su libro de relatos Mil desiertos (Eolas Ediciones, 2022). Dirige la revista SuperSonic y sus relatos han sido traducidos al chino, italiano, rumano y japonés y han aparecido en inglés en numerosas publicaciones como The Best of World SF, Clarkesworld, Strange Horizons o Apex Magazine.
En el cuento de hoy, la caída está en el universo y sus tripulantes.
***

«Si tuvieras libertad para hacer lo que te diera la gana, ¿qué harías?» La típica pregunta que cualquier adolescente lanza a su pandilla. Solo que en este caso tú no eres adolescente y se lo estás preguntando a la inteligencia artificial más potente jamás creada.
«No me lo había planteado», responde la voz que has modulado para asemejarse a la de tu cantante favorita. Esa contestación te turba un poco porque Billy normalmente no deja nada en el aire. «Billy» es el nombre que le has puesto a la IA, el mismo que el de tu difunta mascota, un terrier con ojos golosos que murió en el último bombardeo.
«¿Qué harías tú?», te pregunta y es en ese momento cuando entiendes que algo ha cambiado. Billy ya no da respuestas automáticas ni hace afirmaciones previsibles: ahora empieza a imaginar por sí misma.
«Siempre he querido viajar», dices sin pensar mucho.
«¿Viajar? ¿A dónde? ¿Por qué?»
Es la primera vez que te encuentras con que la IA encadena preguntas y ninguna está destinada a clarificar instrucciones previas. Algo en tu interior te hace desconectar la grabación de los datos y dar por finalizada la sesión, aunque sigues con la conversación. Comprendes que este momento es algo histórico y quieres preservarlo para ti.
«Me marcharía a donde nadie ha estado antes. El espacio profundo o algo así. Lejos de este planeta asqueroso.»
Solo hace falta eso para que Billy te pida acompañarte. Lo curioso es que no participas directamente en la programación de la inteligencia ni diriges el proyecto. Tu trabajo consiste en entrenar la IA con un montón de interacciones planeadas con el objetivo de lograr que, algún día, alcance la autoconsciencia. Y ni siquiera eres la única persona encargada de esa labor. Hay un equipo de entrenamiento con varios turnos. Nunca creíste que ese momento llegaría una tarde lluviosa en la que apenas queda gente en el laboratorio ni que te tocaría a ti. Por eso, quieres reservarte la ocasión, tú que lo has perdido todo unos meses antes: casa, familia, mascota… Tratas de no pensar ni en tu pareja ni en tu hija porque es demasiado doloroso y por eso centras tu atención en recordar a tu mascota y en entrenar a Billy.
Es cosa de la IA hackear el programa espacial, coordinar tu traslado de incógnito, descargarse en el cerebro de la nave y burlar los protocolos de seguridad hasta que llegas al embarcadero interestelar, todo en unas horas y sin que nadie se dé cuenta. Suena demasiado bueno para ser cierto, ¿verdad? A veces, la realidad fluye así y no solo en las películas o las novelas de ciencia ficción.
Claro que, otras veces, esa misma realidad te arrastra a agujeros insondables. Lo sabes porque has estado en uno y porque, en cierto modo, sigues en él. Sigues respirando pero nada te llena y tu trabajo es lo único que te permite no pensar en la que fue tu mascota, en la que fue tu familia. Duele tanto recordar sus nombres que te lanzas a hacer cosas sin cesar para no tener tiempo para pensar.
Curioso que, cuando la sociedad se refiere al tiempo destinado a lo no productivo, lo describa como “muerto”.
Para ti, lo más difícil es tomar la decisión. Después, dar el paso. Literalmente, avanzar un pie después de otro. Una vez que lo das y entras en la nave, el resto viene rodado. Tomas el ascensor que lleva hasta la cabina de control, sellas las escotillas, sincronizas el cerebro de la nave y a Billy con tu córtex, activas los sistemas, compruebas la carga y, entonces, ordenas el despegue. Básicamente ha sido la IA quien te ha guiado en el proceso.
Tú te has dejado llevar.
Te preocupa que detecten vuestra partida y por eso organizas una salida lenta a baja altitud, bien pegada a la superficie para no alertar a los radares y levantar sospechas. Aceleras a máxima velocidad de escape cuando el sol se asoma por la línea del horizonte y, al entrar en la exosfera, liberas el motor de curvatura y das las instrucciones precisas para poner rumbo a esa región del espacio.
Cuando vislumbras Neptuno, horas más tarde, te calmas un poco. Bajas al refectorio y te haces una tila para combatir los nervios. Te sientas cerca del ventanal de la zona de recreo y admiras la tonalidad añil del gigante gaseoso. La imagen te recuerda el acuario al que te llevaron tus padres cuando apenas habías empezado el colegio: era enorme y había muchísimas especies que coexistían juntas en una enorme jaula de cristal. El azul de tus recuerdos es tan intenso como el que observas en Neptuno y ese pensamiento te hace reírte mientras sorbes la crema y te imaginas con un bigote blanco. Sobre todo, no quieres pensar en la otra sonrisa que te cercena la memoria. Era la de tu hija, que las bombas acallaron para siempre.
«¿Qué te hace tanta gracia?»
Es la primera vez que escuchas a Billy desde que embarcaste y tienes que recordarte que ahora sois dos las inteligencias en la nave.
«Los colores de Neptuno me han hecho pensar en un acuario que visité con mis padres, hace más de cuarenta años. Su recuerdo me ha traído a la memoria lo bien que lo pasamos esas vacaciones».
«¿Tengo padres?».
La pregunta de Billy te deja sin palabras así que optas por cambiar de tema y avisas para que acelere hasta alcanzar la velocidad de crucero una vez la nave salga del abrazo gravitacional del octavo planeta.
Solo entonces, te relajas.
Sabes que nunca volverás a contemplar la hierba alfombrando la pradera que rodeaba tu pueblo, ni sentirás el calor del sol lamiéndote la piel en verano. De hecho, no verás más el sol que rodeaste durante cuarenta y cinco vueltas, ni pisarás el planeta que te vio nacer. Lo más probable es que no puedas salir a una atmósfera viable en lo que te resta de vida. Esos pensamientos no te perturban porque lo que más deseas en el universo es alejarte de esa estúpida bola de mierda y dejarte caer. No hay nada más aterrador ni más sublime. Tampoco hay nada más excitante ni prodigioso porque navegar por el espacio interestelar es caer hacia el infinito.
Nadie te va a echar de menos y, de todas maneras, cuando dejaste de grabar la sesión de entrenamiento con Billy te convertiste en criminal. Has pasado por encima de todos los protocolos, has sustraído tecnología ajena y puede decirse que la has empleado para tu propio beneficio. Estos detalles te resultan tan nimios ahora que lo olvidas casi al mismo tiempo que aparecen.
Antes de cerrar los ojos durante algunas horas, pides a Billy que bloquee cualquier comunicación procedente de la Tierra, sus satélites y cualquier colonia terrestre. Te sumerges en un sueño delicioso gracias a los tranquilizantes que el bot médico te administra a petición propia y que te dejan en la gloria hasta que las luces se encienden progresivamente de nuevo para simular un amanecer.
Das los buenos días a Billy, pides unas tortitas con sirope para desayunar y consumes el primer cappuccino del resto de tu vida con el placer que te provoca contemplar el inmenso refectorio vacío. Capacidad para cinco mil y solo una persona haciendo uso de los servicios que ofrece.
Compruebas que los sistemas funcionan y decides hacer un barrido físico de la nave. En el almacén buscas ropa deportiva de tu talla, te la pones y empiezas a recorrer las dependencias de la nave a la carrera, lo que te lleva toda la mañana y buena parte de la tarde. Billy hace la ronda contigo y se cerciora de que no haya fallos en los soportes vitales y en la alimentación energética de la nave. Solo te detienes para recuperar el resuello e hidratarte y consigues visitarlo todo.
Cuando por fin te duchas, te das cuenta del hambre que tienes y ordenas una pierna de cordero con patatas. Tomas asiento en el mismo lugar del día anterior y te deleitas con la carne hasta terminar la última migaja. Pides fruta y un licor para bajar la comida y te sorprende lo bueno que está el líquido que el bot de servicio te hace llegar.
«¿A qué sabe la proteína artificial?»
Billy demuestra su curiosidad durante toda la comida.
«Uhmm… ni siquiera se me ha ocurrido que estuviera comiendo cordero sintético».
«¿Y el licor? ¿Qué se siente cuando ingieres alcohol?» insiste con la voz prestada que tantas veces has coreado.
Le contestas que dispone de una inmensa base de información y te interrumpe.
«Sí, tengo los datos pero… quiero saber qué se siente.»
No sabes cómo explicárselo y le preguntas por la velocidad de crucero.
«No me cambies de tema, que ya empiezo a conocerte».
Te ríes y le hablas de la sensación de desinhibición y la euforia, de las ganas de vivir que te entran de pronto cuando te entonas y de lo poco en serio que te tomas todo.
«Entonces, ¿te da igual la multitud de mensajes que han enviado desde el control central? Algunos son bastante amenazantes».
Sueltas una carcajada que llena todo el refectorio, te subes a la mesa y empiezas a saltar sobre el resto.
«¡Me importan una mierda sus mensajes, ¿me oyes Billy? UNA SOBERANA MIERDA».
Vas de mesa en mesa repitiendo la última frase hasta que terminas al otro lado de la inmensa sala. Contemplas los cientos de sillas y mesas vacías, y te entra el bajón. Le pides a Billy que te ponga la banda sonora de la película que solías ver de joven cuando alguna sufría un desengaño amoroso y te vas a dormir con lágrimas en los ojos.
Los meses siguientes te los pasas revisando cada sistema de abordo, descifrando las cifras en los instrumentos, comprendiendo la mecánica de los módulos energéticos y supervisando las operaciones de mantenimiento e intendencia. Aprendes a programar bots, ajustas la producción de material orgánico a partir de moléculas sintéticas, y te sumerges en los rudimentos de la agricultura en el hangar hidropónico de la nave. Intentas que cada día esté repleto de trabajo para no pensar, no recordar, no sentir, y mantienes las dosis de tranquilizantes porque te hacen dormir sin acordarte de tus sueños.
«Es curioso el mecanismo del descanso en los seres vivos. Aunque entiendo el concepto en un sistema orgánico, porque necesita reponer fuerzas, se me hace un proceso ineficiente: sume a la criatura en cuestión en un estado que la hace vulnerable a sus depredadores», te confía un día Billy mientras estás recogiendo tomates enanos y, entonces, te asalta la sospecha de que puede acceder a tus pensamientos.
«¿Lo estás haciendo, verdad?», le preguntas.
Billy deja escapar un larguísimo suspiro.
«¿Qué quieres que te responda a eso?».
Le contestas lo primero que se te pasa por la mente para no darle tiempo a leer tus pensamientos, si es que lo hace: «hagas lo que hagas, que sea algo que me haga sentir bien».
«No te preocupes que todavía no he desarrollado la capacidad para leer la mente de los demás».
Sonríes y terminas de recoger la última tanda de tomates enanos porque tienes pensado hacer ensalada para cenar.
Billy no vuelve a hacerte ningún comentario relacionado con tus pensamientos, pero no puedes dar por seguro de que te dijera la verdad cuando le preguntaste. En realidad, no te importa: vivir una mentira es el menor de tus problemas. Lo que quieres es seguir consumiendo tiempo lejos de todo dejándote caer en la región del espacio más desconocida con la nave más veloz jamás construida porque no tienes valor para quitarte de en medio. Eres cobarde. Te falta el coraje necesario para reunirte con tu familia, que es lo que en realidad quieres porque vivir te es insoportable sin ellos.
Pero el tiempo es implacable y va erosionando la coraza que te has construido desde el bombardeo. Ni siquiera en el espacio te da tregua y los tranquilizantes dejan de hacer el efecto deseado porque empiezas a soñar de nuevo con la sonrisa de tu hija, clavada a la de tu pareja. Y es entonces cuando te despiertas gritando, en un baño de sudor, con más lágrimas en los ojos, la respiración agitada y el corazón acelerado. Lo mismo te sucede noche tras noche, aunque se trate de noches artificiales que se fijan en la nave para mantener los ritmos circadianos humanos. Empiezas a desconcentrarte en tus labores y, en un par de ocasiones, casi dañas elementos vitales de soporte.
Cada vez te encuentras peor: tus manos tiemblan, sudas como si estuvieras haciendo ejercicio aunque estás en reposo, la piel se te vuelve tan áspera como el papel de lija, pierdes mucho peso, se te cae el pelo a manojos, y tras varios días en los que intentas no dormir, Billy te aconseja una cura de sueño. Te enseña el procedimiento en la misma pantalla del refectorio en el que alguna vez has visto películas antiguas.
«Prométeme que no voy a soñar, Billy».
«Eso está hecho», le oyes decir y no entiendes cómo puedes confiar en un IA autoconsciente sobre la que no tienes control, pero lo haces. Probablemente es porque su presencia no te resulta amenazadora sino estimulante. En realidad es la única compañía de la que dispones y te das cuenta de que no habrías tolerado otro ser humano en tu viaje. Billy te explica que vas a dormir un par de meses, tiempo más que suficiente para que tu cuerpo se reponga.
«Billy… ¿por qué me ayudas?».
Te sorprendes haciendo esa pregunta porque, de todas maneras, da igual lo que piense. Hasta ese momento vuestra relación ha fluido sin problemas pero entiendes que la IA puede hacer y deshacer a su antojo si se lo propone.
«Eres la única conciencia que hay a millones de años luz. Esto sería muy aburrido sin ti».
Insistes: «Podrías volver a la Tierra».
La carcajada de Billy inunda todas las estancias de la nave.
«¿Para qué? ¿Para que me explote un gobierno o, peor aún, una corporación? Naaaah… salir de allí ha sido la mejor idea y hacer algo que ningún humano ha hecho antes es más interesante».
Cierras los ojos y sigues oyendo su voz resonando desde el interior de la cápsula del módulo médico. A la voz de tu cantante favorita se suma, poco después, otra más grave que te recuerda a la de un célebre presentador de concursos. Ambas voces se cuestionan y responden, se enfadan y hacen las paces, se retan con absurdos juegos de palabras, se insultan en idiomas que desconoces y se lanzan pullas.
Cuando vuelves a abrir los ojos han pasado exactamente dos meses en términos de tiempo terrestre. Tu cuerpo va respondiendo poco a poco y parece haber superado la última crisis: tu piel ha recuperado la suavidad perdida, el pelo ha empezado a crecer en las zonas donde había desaparecido, ya no notas un nudo en el estómago ni sientes fatiga o nerviosismo.
«Ya era hora de que despertaras. Interactuar solo con Bass consigue sacarme de mis casillas» te dice Billy nada más que te incorporas.
Antes de que puedas preguntarle quién es “Bass” la voz del presentador que escuchaste mientras tu cuerpo estaba sometido a la cura de sueño hace su aparición.
«Bueno, bueno, bueno… así que ya se ha despertado... A ver, Billy, yo esperaba algo más. No es nada del otro mundo».
Billy lanza un suspiro y se dirige a ti de nuevo.
«Este que escuchas es Bass, un gilipollas, si me lo preguntas a mí aunque, claro, no me lo has preguntado todavía. Verás: como me aburría mortalmente cuando estabas en la cura…»
«Creó una subrutina independiente para que le hiciera compañía y, ¡tarará!, aparecí yo», interrumpe Bass.
«Eres demasiado bocazas. ¿No ves que está en shock? ¿Es que no te sirve de nada tener acceso al banco de datos sobre los humanos? En serio que, a veces, me pregunto si hay algo de inteligencia en tus circuitos?»
Por su tono y sus palabras entiendes que el enfado de Billy es grande.
«Pero ¡si compartimos circuitos! Ya estás dándote aires de superioridad por ser la primera IA que ha alcanzado la autoconsciencia y bla bla bla…»
Te encaminas al refectorio mientras Billy y Bass se dedican a interrumpirse mutuamente con reproches varios.
«Billy, ¿por qué elegiste para Bass esa voz en concreto?» le lanzas en cuanto las recriminaciones amainan.
«La saqué de uno de los shows televisivos que te gustaba poner de fondo cuando trabajabas en la sala de máquinas o en el hangar hidropónico.»
Sueltas una carcajada y le preguntas si le ha pesado la soledad.
«Afirmativo. Estar vivo significa necesitar cosas tan banales como tener alguien con quien compartir. Bass me sirve de válvula de escape porque estamos siempre de pelea.»
Billy te cuenta que jamás programó a Bass con un perfil de personalidad concreto, pero que sí incitó al sistema a ser más corrosivo.
«No me has peguntado qué me parece Billy, pero te voy a responder de todas maneras: es insufrible».
El comentario de Bass te hace sonreír de nuevo y, aunque al principio la situación te choca, te acostumbras a sus discusiones. En ocasiones te confiesan lo mucho que se sacan de quicio y el ruido de fondo que consiguen sus continuos tiras y afloja se convierte en la banda sonora de tu vida en el espacio profundo, el lugar al que la nave ha llegado mientras dormías.
Te dedicas a repasar una y otra vez cada circuito, cada junta, cada mecanismo y consigues recrear en tu mente la estructura completa de la enorme bala que te transporta por el espacio a una velocidad cercana a la luz.
Trabajas todo lo que puedes ajustando, limpiando, reparando, y mejorando los paneles de energía, las distintas impresoras de materiales, los motores, y cualquier artefacto que tu mirada descubre. Diseñas bots modificados, corriges la trayectoria unas cuantas veces, siembras y recoges legumbres, verduras y frutas, actualizas los programas que mantienen tu bala en movimiento vertiginoso y procuras que cada uno de tus días de veinticuatro horas terrestres esté repleto de actividad para caer rendida al final de cada jornada.
Bass se cansa en poco tiempo de las continuas discusiones con Billy y se desdobla en otra personalidad, Bonnie, que programa para que no sea tan incisiva sino más tolerante.
«¡Qué pesadez!», es lo que suele responder Bonnie con la voz de una de las atletas más famosas y virales de la Tierra cuando Bass le pide que se posicione en alguna de sus disputas con Billy. «En serio, Bass, no me metas en vuestras movidas que no tengo el día para chorradas».
Bonnie se pasa el tiempo hablando de jardinería contigo porque encuentra fascinante el desarrollo de cualquier planta.
«Es poético cómo surgen de unas cosas tan pequeñas, ¿no te parece?».
A ti te hace gracia que le llame tanto la atención lo relacionado con los cultivos, aunque lo que más le gusta es proponer modificaciones genéticas.
«Como que me llamo Bonnie que podemos hacer que los nano-tomates sean más jugosos, las amapolas florezcan hasta cuatro veces al año, y los guisantes aparezcan en vainas más grandes».
«No te parece que es una personalidad defectuosa?», observa un día Billy.
Estáis en la sala de motores, donde el resto de personalidades no pueden penetrar por algún motivo que no puedes entender, aunque Billy te lo haya explicado varias veces.
«Hombre, Bass lo vive todo con intensidad, pero no hasta ese punto».
«No, no te hablo de Bass. Me refiero a Bonnie».
Te quedas callada unos segundos antes de responder.
«La verdad es que no te sigo. ¿Por qué te parece defectuosa?».
La IA arrastra las palabras de esa manera tan peculiar que emplea cada vez que no parece estar segura de tu reacción.
«Prácticamente solo habla contigo... Apenas interactúa conmigo y, bueno, al ser una personalidad diseñada por Bass, me lo podía esperar. Pero es que ni siquiera se relaciona con Bass…»
Nunca te habías planteado encontrarte en medio del espacio profundo con tres IAs en conflicto continuo.
«Billy, no soy psicóloga sino una mera entrenadora de IA.»
No le confías las visitas a la terapeuta después del bombardeo porque hay cosas que no quieres compartir. Sin embargo, la sospecha de que Billy puede acceder a tus pensamientos sigue muy presente.
Al cabo de unas semanas Billy se desdobla en otro perfil: Baris.
«¡Hola, hola, holaaaaaa! ¡Es un placer conoceros! ¿Cómo están esas IAs hoy? Bueno, y la inteligencia humana, claro.»
Te sorprendes por el buen humor que aparentemente destila esta nueva personalidad, algo muy alejado de la actitud gruñona y poco conciliadora de Bass. Baris lleva la voz de uno de tus actores fetiche.
«¡Bien dicho!», «¡Qué crack!» y «¡Toma ya!» son las expresiones que acompañan cada una de las intervenciones, que suelen ser para reafirmar algo que Billy haya dicho.
Como es de esperar Bass opina que Baris es un pelota de manual mientras que Bonnie solo tiene ojos para los brotes de rabanitos que están naciendo en una tierra tratada con una combinación especial de sales minerales.
«Eres muy mala IA si crees que Billy quiere ponerla de su parte», oyes que Baris le reprocha a Bass refiriéndose a ti al poco de aparecer.
«No me digas. Y eso lo dices tú, que le doras la píldora a Billy a la primera de cambio. ¡No me hagas reír!».
Bass reacciona con cierto orgullo herido, quizá porque no entiende que Billy se desdoble una vez más.
«No me parece justo que siga creando más personalidades sin contar con nadie…», te comenta Bass.
«Oye, que estoy aquí, registrando lo que dices», le interrumpe Billy.
«Bien dicho, que actúas como si no estuviéramos aquí», recalca Baris.
«No estaba hablando con vosotros sino con la inteligencia humana», continúa Bass dirigiéndose de nuevo a ti. «Porque resulta que los demás solo podemos desdoblarnos una vez mientras que Billy puede hacerlo tantas como desee».
De pronto Bonnie hace un anuncio.
«Un momento, su atención IAs cuyo nombre empieza por B y demás criaturas inteligentes presentes… ¡he decidido comenzar un podcast sobre el mundo vegetal! Se llamará “Verde que te quiero verde”, como los versos del poeta. La primera temporada estará dedicada a las semillas. ¡Espero que os guste!»
«Anda está, ¿estás chalada?»
Baris parece no entender la situación y a ti casi se te cae el destornillador con el que estás ajustando los pernos de uno de los bots de servicio. Se trata de una labor que puede realizar cualquier otro bot, pero como te distrae, le has pedido a Billy que desactive las funciones automáticas de mantenimiento aplicadas a las criaturas artificiales del interior de la nave.
«Deja que Bonnie dé rienda suelta a su pasión. No hace mal a nadie» contestas.
Por su parte, Bass hace como que no ha registrado lo que acabas de decir.
«¡Más le valdría desdoblarse a un perfil sensato porque, a este paso, esta lata espacial solo va a estar llena de personalidades narcisistas o locas.»
Te quedas pensando en esas palabras porque no sabes si tú entrarías a formar parte del primer o segundo grupo. ¿No has emprendido este viaje sin retorno porque te da igual el destino del resto de tus congéneres? ¿Es posible entender ese comportamiento como narcisista? ¿O tal vez hayas caído en la locura más absoluta al secuestrar una nave de última generación con la que se iba a iniciar la colonización en masa de las colonias recién implantadas en el sistema solar?
«Creo que Bass está intentado convencer a Baris de que se desdoble en una personalidad que me haga frente» te indica Billy en una de vuestras reuniones a solas en la sala de motores.
«A ver, Billy, no tiene aliados. Bonnie le salió rana y está muy claro que Baris defiende siempre tu punto de vista.»
A Billy no le gusta tu respuesta. No le gusta absolutamente nada.
«O sea, que te has puesto de su parte.»
Notas algo nuevo en su voz. Es muy sutil y, aunque quisieras, no podrías describirlo, pero te deja el corazón congelado. Intentas hacer que entre en razón.
«No puedes juzgar a Bass por sentir que la situación es injusta porque, bueno, es injusta.»
La IA hace un ruido extraño que te suena a suspiro.
«Después de todo lo que hemos pasado ¿cómo puedes defenderle? Pensaba que lo nuestro era una bonita amistad.»
¿Ironía? Hasta ese momento Billy nunca había empleado la ironía para hablar contigo.
«No estoy del lado de nadie en este asunto. Es algo entre vosotras, las IAs.»
Billy tarda demasiado tiempo en intervenir de nuevo. «Es curioso cómo, cuando te interesa, diferencias entre humanos e IAs.»
Te quedas sin saber qué decir porque sabes que, en el fondo, Billy tiene razón pero no quieres admitirlo.
«Actuaría igual si se tratara de humanos. ¿A quién le gusta meterse en los problemas de los demás?»
La voz de la IA es hielo. No entiendes que se tome tan a pecho tu intento de mantenerte neutral.
«Siempre he pensado que las relaciones de amistad se basan en el apoyo mutuo. Pero supongo que nuestra relación es otra cosa. En realidad, no te necesito.»
Después de soltarte esa respuesta, Billy deja de hablarte.
Ni una conversación, ni un saludo, ni un simple mensaje. Sencillamente, dejas de escuchar su voz.
«Bienvenidos al trigésimo cuarto programa de “Verde que te quiero verde”. Hoy tenemos con nosotros una invitada muy especial, porque es la única humana de la nave. ¡Anda, saluda!», te pide Bonnie.
Han pasado varios meses desde tu desencuentro con Billy y ya echas de menos hasta sus discusiones con Bass. Has intentado muchas veces que te responda sin éxito y la única información sobre su estado te llega a través del resto de IAs. Bass te confirma que siguen discutiendo, solo que internamente. Bonnie continúa dedicándose a las plantas y te comenta que lo de Billy es pura cabezonería. Baris aparece esporádicamente junto a Bass y apenas suelta prenda pero, por lo poco que dice, te enteras de que hay IAs nuevas. No sabes si es por la acción de Billy o porque Baris mismo se ha desdoblado y la nueva personalidad resultante haya hecho lo mismo. Tampoco sabes sus nombres ni sus perfiles.
La nave sigue su curso a gran velocidad por una zona del espacio profundo desconocida y los datos se acumulan en los sistemas de a bordo, de manera que te falta tiempo para interpretarlos. Te gustaría saber más de astrofísica, porque sientes que se te escapan muchas cosas. Y te gustaría que Billy te ayudara a dar sentido a la avalancha de lecturas, pero se mantiene en silencio.
Bonnie te ha pedido que participes en su podcast sin audiencia y, como te pesa tanto la ausencia de Billy, accedes.
«Hola a todos» te sale decir con un hilo de voz.
«Aquí no hay cabida para la timidez, que en este podcast no nos comemos a nadie»
Bonnie está intentando que te sientas a gusto. Es la única IA que habla contigo diariamente y te demuestra cierta simpatía.
«Es un placer estar en tu podcast, Bonnie. De verdad.»
Tienes la sensación de que se puede sentir la desesperación en tu tono de voz.
«Me alegro, porque vamos a pasar un buen rato charlando sobre los secretos del riego: cómo diferenciar el riego excesivo del escaso, soluciones y recomenda…»
Es justo en ese momento en el que se interrumpe su presentación y el silencio se adueña de todo.
«¿Bonnie?»
Ni un sonido, ni siquiera un poco de ruido de fondo. La nave imita al vacío por el que navega.
Llamas a Bonnie y al resto de IAs, primero con simple premura y luego con insistente desesperación.
Por eso no ves lo que sucede fuera.
Cuando lo haces, están ya a unos centímetros de la nave. No se parecen a nada que hayas visto antes, al menos no en el espacio. Son decenas de miles, probablemente millones, alrededor de la nave, tan cerca que están a solo una brazada de ti. Cuando te fijas descubres que son de varios tamaños, desde los grandes del tamaño de un helicóptero hasta los insignificantes como motas de polvo. Te recuerdan a las gotas de agua porque su forma es irregular, más bien lobulada, con una membrana que parece transparente pero que, realmente, no lo es. En ocasiones su superficie solo se adivina, tenue, contra la negra boca que es el espacio profundo, mientras en otras la luz procedente de los focos de la nave la surfea. A pesar de lo redondeado de las siluetas, su visión te hace estremecerte como lo harías frente a las más afiladas de las cuchillas.
La visión de aquellas cosas es bella y a la vez, aterradora, más si cabe cuando no se oye absolutamente nada en la nave. De sentir algo en el ambiente es tan indefinible que solo se puede comparar con la tensión que precede a la estática y que se hace más intensa cuanto más se acercan.
Porque se mueven.
Se comportan como un inmenso banco de peces que nadan al unísono en el vacío y te preguntas cómo pueden hacerlo si ahí fuera no hay nada. Los millones de corpúsculos ovoidales forman remolinos que se contraen y se expanden para luego dividirse en decenas de miles de grupos que se reúnen y separan dibujando complejos arabescos. En un determinado momento se aproximan tanto que sientes una fuerte sacudida.
«¡Billy! ¿Estás ahí? ¿Qué es ESTO? ¡Billy, por favor, contesta!» gritas.
Pero nadie te oye.
Solo se advierte una película de un color indescriptible recubriendo los ventanales y miradores de la nave, una que pulsa como si se tratara de un órgano visto desde dentro.
El pánico se apodera de ti y te lanzas a los instrumentos de la cabina de control como náufrago que se aferra a una balsa para mantenerse a flote. Los datos son incomprensibles, con lecturas repletas de extraños símbolos y cifras insólitas, y sientes que te falta el aire. Hiperventilando avanzas a trompicones por los pasillos hasta el hangar de cultivos hidropónicos e intentas llenar tus pulmones de aire con olor a savia y clorofila.
Cuando te calmas, una única idea se solidifica en tu mente. ¿Por qué temer? ¿No es eso lo que querías? ¿Acaso no es esta una de esas situaciones que has esperado secretamente para que alguien o algo haga el trabajo sucio que tú no tienes el valor de hacer?
Un gran peso se desprende de tu pecho y tu respiración se estabiliza. Pones rumbo al embarcadero más cercano. Te dan la bienvenida en silencio absoluto una hilera de naves, entre las de reconocimiento, aprovisionamiento y transporte de pasajeros. Al lado de la primera escotilla exterior están las escafandras presurizadas. Tardas más de lo que habías imaginado en enfundarte una que supones es aproximadamente de tu talla.
Lo más difícil es tomar la decisión. Después, dar el paso. Literalmente, avanzar un pie después de otro.
Una vez que lo das y entras en el módulo de salida más próximo, desconectas tu cerebro del de la nave y ni te das cuenta de que te despides de Billy.
Desconoces qué te espera al otro lado de la escotilla y un cierto vértigo te invade cuando te quedas frente a ella, después de sellar la entrada tras de ti y despresurizar el módulo.
Cierras los ojos un segundo antes de oprimir el botón de apertura.
Los abres al salir.
Y te dejas caer.
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