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INERTES de Malena Salazar Maciá

Malena Salazar Maciá (Cuba, La Habana, 1988). Técnica en Informática. Estudiante de Derecho en la Universidad de La Habana. Graduada del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso» en el 2008. Ganadora del Premio David 2015 de Ciencia Ficción convocado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y ganadora del premio Calendario 2017 categoría Ciencia-Ficción, convocado por la Asociación Hermanos Saiz (Ed. Abril 2017). Ganadora del concurso de Ciencia Ficción convocado por la revista «Juventud Técnica», (Ed. Abril, 2015). Ha ganado en diferentes categorías el concurso «Los Juegos Florales» 2013, 2014 y 2015, además de mención en los concursos de novela corta «HYDRA» 2015, 2017 y «La Edad de Oro» 2016, ambas en categoría Ciencia Ficción y Fantasía. Ha publicado cuentos en las antologías Quimera Vespertina (Ed. Camino, 2015), Órbita Juracán (Ed. Voces de Hoy, 2016) y Los Mil y un Zombies, cuentos cubanos sobre monstruos (Ed.Ácana, 2016). Ha publicado textos en revistas como Cosmocápsula (Colombia), MiNatura (España), Papeles de la Mancuspia (México), El Caimán Barbudo (Cuba), Cubaliteraria (Cuba) y La Jiribilla (Cuba). Ha publicado textos en revistas de Cuba, Colombia, España, México, Argentina, USA y Japón. Varios de sus textos han sido traducidos al alemán, inglés, al croata y al japonés. En el último cuento de este especial de "DÉJATE CAER", hay un un extraño destino donde avanzar es una iluminación.


***







Recuerdo la sensación de pertenecer a algo más grande.

Vivo.

En perpetuo movimiento.

Recuerdo la flotabilidad dentro del criotubo. Lo infame de las agujas que habitaban mis venas. El conocimiento pujante, almacenado en mi mente como si se tratase de un vulgar microchip de IA. Me preparaban para la realidad rugiente que esperaba afuera, porque nunca atesoraron cosas a medias. La antigua sensación de la mascarilla aún me atormenta. El frescor del oxígeno. Los labios en un ciclo perpetuo de despelleje y renacimiento. Recuerdo el cómo el criotubo expulsó mi cuerpo crecido, ladrón de quince años vividos sin consciencia.

Y recuerdo a los Inertes.

Se alzaban ante mí con la inmovilidad de monolitos centenarios. De largos picos metálicos y cubiertos de harapos, me observaban con luces incandescentes incrustadas en lo profundo de sus capuchas. Chirriaban con voces femeninas. Pero no eran mujeres. Tampoco hombres. Eran mis amos, gobernantes del barco de paredes tibias que surcaba las galaxias con cargamento prohibido. Graznaron a la vez en una cacofonía de sonidos agobiantes:

—¡Cópula! ¡Baterías! ¡Cópula!

No me tocaron. Pude percibir la repulsión en cada uno de sus chasquidos, el disgusto ante mi piel rosada cubierta de hidrogel, las posiciones distantes de sus estructuras férreas. Un androide fue el encargado de apresarme los brazos y arrastrarme tras el andar entrecortado de los Inertes, como si cada uno de ellos fuese un meticuloso mecanismo de relojería capaz de moverse con el ínfimo impulso de una brizna de vida. El miedo a lo desconocido, a la desinformación, me clavó las garras en el pecho. Pero resistirme fue inútil. El artefacto era más fuerte de lo que cualquiera podría pensar. Me inmovilizó contra el suelo como quien sostiene algo insignificante, me espetó con voz metálica:

—No se toleran retrasos en el programa. Los piratas de Catorai han abordado con éxito. Traen los especímenes. Quince minutos para el inicio de la Cópula.

—¿Qué es la Cópula? —el término se deslizaba con parsimonia en mi cabeza, pero era incapaz de darle el sentido que pudiera otorgarle el androide o los propios Inertes que continuaban en su juego de ignorarme—. ¿Por qué la prisa?

—No se toleran retrasos en el programa. Los piratas de Catorai han abordado con éxito. Traen los especímenes. Quince minutos para el inicio de la Cópula.

Con voz trémula exigí una explicación en las espaldas encorvadas de los Inertes que renqueaban frente a nosotros. Callaron, oídos sordos a los chillidos de un animal sin raciocinio. Nos separamos a las puertas de una bodega de carga. El robot me lanzó adentro donde pululaban otras niñas-mujeres, mis hermanas, asistidas por androides. Terminaban su tarea de orientar y se retiraban en silencio. Mi robot crepitó indicaciones. Cuál era mi papel. Qué habilidades demostrar. La manera en que debía comportarme si deseaba conservar la vida, porque para los Inertes, solo era un producto desechable. 

Después, como los otros, el robot se marchó. Con paso firme, sin letargos. Nunca miró atrás. Estaba programado para olvidar, para no establecer lazos. Estaba sola y, a la vez, acompañada de otras que, como yo, estaban condenadas a un ritual en el que nunca creímos para adorar a los Inertes. Lo único que me confortaba era el contacto de los pies desnudos sobre el suelo de metal. Estaba tibio.

Las puertas de la bodega se abrieron de par en par y escupieron la carga de los piratas de Catorai. Pensé ver entes de Jumbo, con sus tres órganos reproductores erectos y colmillos adaptados a la carroña. O un puñado de hoelianos, insectos humanoides que practicaban el canibalismo entre su propio icor cuando la descendencia no les satisfacía. Incluso, esperé IA´s de fertilización, recolectoras de óvulos y médula, listas para protagonizar un espectáculo grotesco de cacería y desollamiento que alimentase el morbo de los espectadores porque, sí, éramos observadas.

No obstante, lo que invadió la bodega fue más simple. Hombres jóvenes, con la genética precisa para acoplarse a nosotras. Caminaban de manera tan torpe como mis hermanas que aun resbalaban a causa de los restos del hidrogel. Asustados, se agruparon en el centro de la bodega igual a criaturas de zoológico que son trasladados a un nuevo hábitat (y eso éramos).

Algunas de las mujeres vencieron sus propias barreras y se acercaron a la manada de machos. Eligieron casi al azar, a pura vista, los llevaron a rincones oscuros para salvaguardar la intimidad. Era consciente de mi papel. Me lo explicó el robot. Sin embargo, el miedo a lo que pudiera suceder cuando cumpliese el objetivo que otros me designaron, continuaba sobre mi pecho con garras de hielo.

Levanté la vista hacia las paredes de cristal sobre la bodega. Era imposible verlos, pero sabía que estaban allí. Los Inertes contemplaban los tímidos movimientos de cortejo, chapurreaban su idioma de mecanismo de reloj. A la espera de que sus mascotas brindasen la verdadera diversión.

No necesité tomar la iniciativa. Un hombre había reunido el valor para tambalearse hacia mi ubicación. Cuando capturé su mirada, percibí que él estaba perdido.

—Tengo miedo —susurró con labios agrietados.

El miembro viril le colgaba encogido de frío, eco del temor que se respiraba.

—También tengo miedo —respondí.

—No me gustas. No me gusta ninguna.

—Tenemos que hacerlo.

Despacio, para no asustarnos, sostuve su mano. Las indicaciones del robot avivaron mi sentido de supervivencia.

«Eres desechable.»

Tenía frío. Él también. Nos exploramos con las manos, con la boca. Con susurros incomprensibles y lágrimas que bebimos para mantenerlas ocultas. Sin embargo, ni siquiera el que nos ciñéramos el uno al otro con la respiración entrecortada me aportó calor. Despacio, nos sentamos en el suelo metálico donde otros ya se entregaban de manera desenfrenada al acto de reproducción, plagado de gritos y trasgresiones.

Él sollozaba. Temblaba. Le recordé al oído cuánto necesitábamos hacerlo. Porque, aunque el androide no me lo había dicho, era consciente de que fuera del barco acechaba algo peor que estar encerrado en una bodega de carga. Quizás otros tuvieran oportunidad de liberarse, sin embargo, nosotros éramos animales de corral con propósito desconocido.

«Eres desechable.»

Le prometí al muchacho que, al terminar, las cosas irían a mejor. Que no nos volveríamos a ver, que nunca más tendría que soportar la visión de algo que no le gustaba, ni hacer cosas que no deseaba. Me engañé incluso a mí misma solo para convencerlo a él. Lo atraje con la falsa promesa de paz y me tumbé de espaldas.

El barco me abrazó.

Entró a través de mi espalda con mil dedos invisibles, recalibró cada una de las articulaciones, inyectó calor en las carnes congeladas, insufló vida en mis restos marchitos. Un amasijo de conciencias tomó posesión de mi cabeza. Me desterraron a un rincón, mera espectadora. Susurraron: «quieta. Aprende.» Dijeron verdades, mentiras, me palparon hasta estremecerme, doblaron mis extremidades en movimientos que nunca pensé ejecutar. La bodega estalló de pura luz y quedé conectada al resto de mis hermanas que también luchaban por un lugar en el Universo.

Todas éramos el barco, los androides que esperaban afuera de la bodega para recoger los despojos del frenesí, los piratas de Catorai, humanos salvajes embriagados con la idea de aumentar sus tesoros. Y yo fui, por un instante, un Inerte tras los observatorios de cristal. El brillo incandescente de sus ojos me mostró la orgía desde las alturas. Admiré la sinfonía silenciosa de la concepción humana. Desprecié a las criaturas que no se unieron al coito. Rememoré los días aciagos en un planeta ya olvidado, quieta, cubierta de musgo, a la espera de que se acercara a mí la próxima presa.

Pensé en la suerte de encontrarme con otros Inertes, la conspiración para abandonar la prisión de la tierra en una nao solar, el imperio fundado, las baterías que iba a tener gracias al negocio con los piratas. Percibí los engranajes necesitados de aceite en mis piernas maltrechas, las manos de agujas de reloj, inmóviles a pocos centímetros del vidrio, con ganas de tocar los cuerpos sudorosos y, a la vez, deseosa de retraerme en espasmos repulsivos. Sentí cómo el aliento se escapaba, el lugar que poco a poco se vaciaba en el pecho, el rubí que se opacaba con cada latido tardío. La necesidad de que un soplo me diera cuerda para continuar.

Hui, porque no quería ser Inerte, soñador de vidas ajenas. Ni pirata sediento de batallas. Ni androide olvidadizo. Quería ser el barco que surcaba la negrura estrellada de la galaxia. Deseaba ser igual al recuerdo ajeno de la mujer de caderas cimbreantes que danzaba encima de un hombre de cabello negro y ojos salvajes, pero ambos me arrastraron en direcciones opuestas y los rechacé. Recorrí el palo mayor, abrigada con las velas solares cargadas de luz. Disfruté de la visión de la nave de los piratas de Catorai, recortada contra una nebulosa distante. Enarbolaban como emblema una anfisbena de oro sobre sinople. Me asomé al Universo y aspiré su infinidad.

Fue la primera vez que tuve la sensación de pertenecer a algo más grande.

Vivo.

En perpetuo movimiento.

Mientras nosotras lo éramos todo, nos olvidamos de los hombres atrapados bajo la cadencia de nuestros cuerpos físicos de los que apenas éramos dueñas. Ellos no recibieron la bendición de la nao, no fueron nada, solo objeto de diversión para los Inertes. Aún perdidas en el remolino de visiones del barco, los llevamos al éxtasis, los obligamos a derramar su semilla en nuestros vientres. Después, se acurrucaron, secos, a nuestros pies.

El barco nos abandonó. Una a una.

Me negué a dejarlo ir. Tiré con fuerza de los últimos hilos de conciencia colectiva, hice hasta lo imposible por refugiarme en la fibra del velamen, caer a cubierta, perderme en el laberinto intrincado de las venas de metal. Ni siquiera tuve miedo al poseer los dedos de aguja de reloj del Inerte que, desde el observatorio, quemaba mi cuerpo desnudo con su mirada. Deseaba asirme al borde del desfiladero que suponía para mi mente regresar a mi prisión de carne. Pero la nave se sacudió de mi esencia y se alejó, aterrorizada. Lo que antes fuera un enlace gozoso, se convirtió en pavor.

Tardé mucho tiempo en comprender que no se buscaba al barco. El barco te encontraba a ti.

Me tendí junto al hombre cuyo pecho todavía se agitaba de placer.

—Mentí —me susurró—. Sí me gustas.

—Tú también me gustas —respondí.

Nos acurrucamos juntos, con el arrullo de nuestras respiraciones. A nuestro alrededor caían mis hermanas, libres de la nave, de sus conciencias invasivas.

—Eres perfecta. ¿Dónde te recolectaron los piratas?

—Nací aquí. ¿Vienes del exterior del barco?

—Viajaba en un transbordador. Los piratas de Catorai se llevaron a muchos hombres. Ahora comprendo por qué. ¡Me siento con suerte! Esto es mejor a que me abran la cabeza y mi cerebro termine transformado en una IA ilegal. Dime tu nombre.

—No tengo. Y no quiero. Los nombres tienen poder, te atan. Quiero ser libre.

—Quiero atarme a ti. Serás Embla. Yo soy Ask.

Con el bautismo en seco llegó el caos. Irrumpieron en la bodega con brutalidad, vestidos con ropas dispares, sucias de cacería y armas de muerte en las manos. Se abalanzaron sobre mis hermanas, aquellas que no fueron tocadas por la nao, las que se habían resistido al ritual. Las agarraron de los pelos, por los pies, brazos. Fueron peces en una red. Unas salieron en defensa de otras y también las capturaron con mantos eléctricos. Los hombres que se habían abstenido de participar, fueron doblegados a golpes.   

Abracé a Ask, ambos bajamos la cabeza para no ver, no escuchar las súplicas, el sonido de la carne desgarrada, de los huesos rotos. Pasaron por nuestro lado sin tocarnos. Cuando retiraron a los que aún se resistían, los androides de orientación cerraron la marcha. Con trapos y cubos con agua, enjuagaron la sangre que teñía la bodega. Otros vaciaron sacos de comida seca en comederos colectivos. Unos pocos bombearon agua de sus tanques de reserva en fuentes herrumbrosas.

Vi a mi androide restregar una pared cercana donde quedara la impronta sangrienta de una de mis hermanas. No reaccionó a mi voz. No pareció reconocerme cuando toqué su brazo fabricado con intrincadas estructuras de metal. Continuó con su trabajo de limpieza como si nosotros no existiéramos. Ask, impaciente, tiró de mí.

—Es una tonta IA de bajo costo. No esperes libre albedrío de esa cosa —dijo—, ven. Comamos.

Fuimos los primeros en arrodillamos ante el cajón. Mis hermanas nos observaban con curiosidad. Ninguna se atrevía a moverse luego de la represión. Tampoco los hombres que las acompañaban. Ask parecía diferente de ellos. Libre de tanta cautela, más atrevido luego de reconocer el terreno, de yacer conmigo. Comenzaba a gustarme de verdad.

A simple vista, el alimento seco era similar al grano de trigo. Insípido, difícil de masticar y tragar. El agua tenía un sabor extraño, pero ayudó a deslizar la pasta hasta los estómagos. Poco a poco mis hermanas se nos unieron. Comimos y bebimos hasta saciarnos. Nada estaba envenenado. Éramos los elegidos, los que perpetuarían la raza humana creada in vitro durante un par de generaciones.

Los días siguientes se sumieron en una monotonía exhaustiva. Una vez cada doce horas los androides llevaban mangueras para ofrecernos baños colectivos, donde nos apretujábamos bajo el chorro a limpiar las impurezas de nuestras pieles desnudas. Cada seis horas, nos proveían de alimento y agua en los comederos. Siempre el producto granulado, el agua con sabor extraño. En los rincones más oscuros de la bodega se abrían las letrinas para engullir nuestras necesidades fisiológicas.

Se marcaron territorios. Lugares comunes donde interactuar, esquinas privadas para copular, ya fuese con la pareja elegida o en grupo, ya no por ritual, sino en busca de placer, una forma más de matar al tiempo que amenazaba con vomitarnos monotonía. Los hombres y mis hermanas convirtieron en entretenimiento el hecho de medir sus habilidades de fuerza bruta para obtener cabelleras ajenas y, así, crear nidos que amortiguasen el contacto de nuestros huesos con el suelo de metal. Pronto Ask y yo quedamos calvos a través de victorias y derrotas. Ambos nos turnábamos para vigilar nuestra posesión de pelambre, para que el resto de los habitantes de la bodega no nos robase ninguna hebra mientras dormitábamos.

El tiempo era dictado por un reloj cuyas manecillas eran iguales a dedos de Inertes. No existía contacto con el exterior. Tampoco información. Nadie poseía el conocimiento de cuál sería nuestro destino, qué esperaban de nosotros, porque ningún androide nos instruyó de nuevo. Pensar en una forma de escapar quedaba descartado. No teníamos herramientas que pudieran usarse como arma, nos sedaban si amenazábamos con revueltas, los respiraderos quedaban a demasiada altura para alcanzarlos. Mucho menos nos regalaban una recreación holográfica de la negrura estrellada que me abrazó en mi éxtasis durante la Cópula. Nuestro mundo era gris, tibio, metálico.

Los Inertes continuaban protegidos por los cristales del observatorio. Era capaz de percibir sus ojos de luz sobre mí, sobre mis hermanas, desgranaban los segundos y minutos como espectadores morbosos.

Los androides programaron visitas con mayor frecuencia cuando algunas de mis hermanas comenzaron a vomitar.

Su estatus dentro de la comuna cambió. Se habían convertido en gestantes.

Los robots limpiaban los desechos, restos de comida a medio digerir. Las sometían a escáneres biométricos, les inyectaban medicamento en orden de estabilizarlas. Sin intercambiar palabras. Mi androide se encargaba de erradicar las pátinas de bilis. Seguía sin reconocerme y Ask, hastiado de mis intentos vanos de comunicación con lo que él denominaba un montón de chatarra sin raciocinio, me apartaba cada vez que el androide entraba a la bodega armado con el trapo y los tanques de reserva llenos de agua turbia.

Para entretenerme, Ask tomó por costumbre hablarme de su hogar, del Universo fuera del barco. Un muchacho de diecisiete que celebraba en los baños termales del planeta Yikoto, junto a su familia, la admisión en una Universidad distinguida de la que, por supuesto, nunca escuché. Sin embargo, el transbordador que debió llevarlo a casa se convirtió en un infierno en el instante en que fue asaltado por los piratas de Catorai, entusiasmado con la idea de fomentar el tráfico humano.

Mientras mis hermanas apenas eran capaces de apartarse de sus propios desechos, sufrían náuseas y debilidad, yo devoraba las historias de Ask. Ansiaba, más que conocer los conceptos fríos que me brindaron durante el crecimiento a marcha forzada en el criotubo, experimentar lo que los Inertes me robaron.

Fantaseaba con pisar la terraformación de Víkingr3, planeta natal de Ask, comer algo más que el grano seco que arañaba mi garganta, vestir ropas con fibra tan suave y ligera como las que conformaban las velas solares, de un color que no recordase las paredes metálicas de la bodega, ver un sol, uno de verdad, no las luces en lo alto que se apagaban cuando el reloj marcaba por segunda vez el nueve, sumergirme en recreaciones holográficas, conectarme a sistemas de sueño compartido donde nada quedaba oculto.

Igual a cuando el barco me había integrado a su conciencia colectiva durante la Cópula.

Con la esperanza de revivir la conexión, realicé el acto de reproducción con algunas de mis hermanas, con Ask, cada vez que él se quedaba sin historias. Tentaba al chispazo de contacto mientras nos movíamos lejos del nido, sobre las planchas de metal tibio. Cerraba los ojos y, en silencio, invocaba por mil nombres a la nave mientras Ask me llamaba «mi Embla, mi hermosa Embla» entre jadeos de placer.

El barco nunca respondió.

Solo mis hermanas. Solo Ask.

A pesar de que él me había regalado un nombre, de compartir nido, acariciarme con tacto sutil, él nunca comprendió que no le pertenecía. Ni siquiera cuando la rutina de la bodega quedó interrumpida por el comerciante del mercado negro.

Era una criatura extraña. De su cuerpo amorfo nacían cinco tentáculos: tres que usaba para trasladarse con el movimiento paciente de un caracol, dos para palpar todo cuanto lo rodeaba. Llevaba implantes visuales, por boca poseía un pico. Fijaba un traductor simultáneo en la garganta encargado de transformar sucesiones de trinos profundos en palabras humanas, todo, teñido de un sonsonete monótono. Lo acompañaban los androides de orientación. Uno de ellos era el mío.

Los robots se daban a la tarea de sacar de la bodega a todo el que el vendedor señalase. Tardé poco tiempo en comprender que se realizaba una limpieza de especímenes. Los Inertes se habían aburrido de tener tantas mascotas hacinadas que jugaban a montarse entre ellas.

El mercader evitaba a mis hermanas enfermas. Pero ordenaba que arrancasen de sus brazos a los hombres que una vez yacieran con ellas. Los androides controlaban con sedantes a las que estallaban en brotes de histeria. A las mansas las dejaban reposar en paz junto a los comederos y las fuentes de agua. Ask se acurrucó sobre el nido de cabellos, escondido detrás de mí. Se encogió tanto como pudo para que los implantes oculares del mercader no lo detectasen, ni ser alcanzado por el escáner biométrico de los androides.

Por un instante lo creí a salvo.

Sin embargo, creerlo no bastaba.

—Iondal quiere a ese humano —señaló con la punta de un tentáculo repleto de ventosas púrpuras. No hizo contacto físico con nosotros. Igual que los Inertes, parecía sentir alguna especie de repulsión—. Buena forma tiene. Si a Iondal le gusta, gustará a otros. Sí, sí, Iondal sabe de estas cosas. Y a ella. A ella también la quiere Iondal.

Dos androides se adelantaron a apresarnos por los brazos y despojarnos de la seguridad del nido. Ask se resistió con fiereza, luchó por permanecer a mi lado, suplicó que no nos separasen, que le permitieran quedarse junto a su Embla.

Pero las máquinas estaban programadas para no establecer lazos.

Al inicio me negué a luchar, paralizada por el conocido pánico a los cambios, a enfrentar lo desconocido. Sin embargo, los sentimientos que creé con Ask a la par que trenzábamos las hebras del nido, explotaron en mi pecho e invocaron la fuerza del barco. Como un errante que busca dónde echar las raíces, la nao entró a través de las rodillas despellejadas, sostuvo mi cuerpo y lo movió con arrojo.

—¡No! —gritó el barco tan fuerte que creí que la garganta se me iba a desgarrar. Me abalanzó sobre el mercader, porque era él quien ordenaba. Un androide contuvo mis puños a centímetros de golpear los implantes oculares de la criatura—. ¡He sido reclamada! ¡No te pertenezco, no puedes comprarme! ¡Maldito mil años si pones una ventosa sobre mí!

Me pareció detectar en el fondo de mi voz, el tic tac de engranajes de relojería.   

—¡Fuerte la mujer! ¡De esas quiere Iondal! ¡Pocas le llegan tan frescas! ¡Iondal no desprecia una oferta buena cuando se la ponen al alcance de los tentáculos! —exclamó el mercader con un ciclo de trinos alborozados—. Sí, ¡sí! ¡Iondal la quiere!

—El espécimen cuatro ocho a be, no está en venta. Su estado actual es: gestante.

Mi conciencia se sobrepuso a la nao y acallé las voces con sus mentiras, verdades, susurros de vidas olvidadas, conectoras de todo lo que pisaba el barco que surcaba galaxias. Apenas escuchaba a Ask, quien aún daba alaridos mientras lo sacaban de la bodega. La rabia ajena contra el comerciante del mercado negro quedó relegada a un plano inalcanzable.

Todo a causa de un detalle que a cualquiera pudiera parecerle insignificante: el androide que controlaba el arranque de salvajismo era el mío. El primer instructor, quien me había llamado desechable, limpiador de sangre y vómito, inmutable a mis intentos de comunicación.

Quise, a través del barco, tantear al robot. No me lo permitió. La conexión era débil. El vendedor, por su parte, chasqueó el pico con escepticismo.  

—Muéstrale el escáner a Iondal —exigió.

—El espécimen cuatro ocho a be, no está en venta. Su estado actual es: gestanterepitió la mentira con convicción en su voz sintética. 

Dueña y, a la vez no, de mis ojos, miré al aparato que sostenía el androide con su mano libre. Estaba apagado. En su superficie ni siquiera parpadeaba la luz roja que indicaba stand by. Dudaba que, desde el inicio, el escáner estuviese operativo. El mercader barbotó insultos de los cuales desconocía su significado exacto y se arrastró, seguido por su séquito de androides, hacia el último reducto de humanos que se agazapaban en la esquina más oscura de la bodega.

El barco volvió a abandonarme con actitud huidiza. Caí en el suelo, temblorosa.

Consciente.

—Gracias —susurré a mi androide—. ¿Traerás también a Ask?

No recibí respuesta. Ya me había olvidado, igual que la nao. Se alejó de mí con su andar desgarbado, sosteniendo el escáner como si no recordase que debía usarlo. Me acurruqué en el nido que olía a Ask, a mí misma, a nosotros, a barco, a desinfectante hostil. Me quedé quieta como un Inerte hasta que el mercader Iondal quedó satisfecho con la selección y abandonó el recinto con trinos alegres. No me había percatado de que las manecillas del reloj que adornaba una de las paredes de la bodega estaban a punto de marcar, por segunda vez, las nueve. Se apagaron las luces y, con ellas, la esperanza.

Llegó a mí en sueños.

La nao serpenteó entre las hebras sucias de colores dispares del nido, igual a la electricidad que trepa por los cables.

Se hundió en mi cráneo cubierto de incipientes vellos oscuros.

Arrancó el velo onírico de mis pestañas con dedos sólidos. Fríos.

Tuve la sensación de no ser yo.

De pertenecer a algo más grande.

Vivo.

En perpetuo movimiento.

Cuando abrí los ojos, fui incapaz de distinguirlo en la oscuridad. No lograba encontrarle sentido a la repentina personificación de un intangible. A su falta de respiración. A la inmovilidad. El único sonido provenía del sueño de mis hermanas gestantes, del tic tac del reloj en la pared. La luz tenue que me hería las pupilas, esparcida desde las ranuras oculares de un androide.

Mi androide.  

No dijo nada. Me tomó de la mano y, en silencio, huimos por la única puerta que conectaba la bodega con el resto del barco quien, omnisciente, entibiaba las placas de metal de manera agradable ante cada uno de mis contactos. Afuera todo estaba tan iluminado que el pasillo sin guardias parecía irreal.

Me dejé conducir por las venas vacías que exploré durante mi primera conexión con el barco. Me alentaba con arrullos que se asentaban en un lugar profundo de mi mente. Iba por buen camino. Yo, sin nombre. Yo, que tendría que desprenderme de la gentileza del barco, atarme a otras galaxias. Yo, Embla, de manos con mi androide.

Topamos con los Inertes.

El miedo habitó bajo mi piel en el instante en que me creí perdida. ¿Cómo la nao, mi androide, me habían guiado hacia sus manos de agujas de reloj? ¿Por qué deseaban empalar mi libertad en sus picos, capturada en la negrura bajo sus capuchas mugrientas? Sin embargo, pronto descubrí que las criaturas de mecanismos de reloj habían perdido el impulso que les daba vida.

Atrapados en posiciones caprichosas, se desplegaban por el pasillo como estatuas de mal gusto. Algunos se apoyaban en las paredes, caían en caravanas, reposaban en el suelo sus engranajes de autómatas extraídos de alguna época arcaica. Ninguno se movió cuando seguí a mi androide. Lo único que fui capaz de escuchar, fue un débil tic tac que brotaba del interior de sus harapos.

La alegría insana me hizo su presa. El barco, a través de su poder omnisciente, fue capaz de detener el funcionamiento de los Inertes. Me facilitaba la salida. De acceder al timón de la nao, quizás podría conectarme a su sistema, rastrear al mercader Iondal, preparar una cápsula de escape e ir tras su estela. Si todo salía bien, iba a encontrar a Ask, huiríamos hacia Víkingr3 para sentir, por primera vez, la terraformación bajo los callos de mis pies.

Con suerte, seríamos libres.

El androide abrió una puerta. La habitación que se insinuaba estaba incluso más radiante que los pasillos. Era la carlinga. Debía serlo. La ansiedad y el miedo quedaron desterrados para dar paso a la emoción desbordante por estar tan cerca de alcanzar lo que tanto soñé en las penumbras de la bodega de carga. Entré, deslumbrada.

La puerta se cerró detrás de mí y, con ella, el pinchazo me atenazó en la espalda.

Miré de reojo a la traición, pero fui incapaz de rebelarme. El paso del sedante no mitigó la euforia que me colmaba antes del golpe. La congeló. Eterna, hermosa. Me cargaron en brazos, como a una santa destronada. En el vaivén de conciencia, al filo de mi sonrisa flácida y placentera, vi los criotubos.

Decenas. Cientos. Hermanas en todos los grados de crecimiento. Los androides de orientación introducían un puñado de recién nacidos en criotubos estrechos. Con escáneres biométricos, supervisaban la correcta formación de los órganos reproductores de niñas-mujeres. Algunas, de cuerpo desarrollado y curvas firmes, eran expulsadas de la cámara de hidrogel. Los androides se encargaban de limpiar los frutos maduros y trasladarlos en cápsulas de preservación antes de que terminasen de despertar para ser conducidas a las bodegas de cópula.

Hubo un cambio de luces. Un pestañazo. Estaba sobre una camilla mientras el sedante continuaba su camino inexorable por las venas. Me rociaron con desinfectante. Coleccionaron en probetas esterilizadas pedazos ínfimos de mí. Succionaron fluidos corporales. Rasparon mi cabeza con una cuchilla. El escáner biométrico comprobó que continuaba en el limbo de felicidad donde comprendía todo, pero era incapaz de odiar. Limpia de toda bacteria me sumergieron en un receptáculo de cristal lleno de hidrogel.

Del criotubo nací y a él volví.   

Fue cuando el barco, adaptado a doblegar voluntades cansadas de luchar, se abalanzó sobre mí como una criatura hambrienta.

Me clavó los colmillos en la nuca para arrastrarme a través de tuberías, conductos tan angostos como una hebra de cabello. El chisporroteo de circuitos fue mío, el control sobre los especímenes confinados a los criotubos, ama de androides que limpiaban mi nueva estructura, acechante en las paredes, suelo, techo, remaches, expectante a las criaturas confinadas en las tres bodegas de cópula, supervisora del sistema biológico perfecto. Dadora de vida, muerte, seleccionadora de piezas en venta y reclamos de criaturas marcadas.

Sin embargo, mi fluido vital que ahora colmaba cada milímetro de la nao solar, quedó atrapado por un débil tic tac.

Me llamó por mi nombre. El verdadero. No Embla. No cuarenta y ocho AB. El mío, quemado en la genética. La marca que nunca vi ni sentí. Como un cachorro que acude ciego de lealtad a su amo, me arremoliné bajo los pies fabricados con engranajes mecánicos. Trepé por las ruedas, resbalé sobre las coronas, usé los piñones como apoyo antes de alcanzar las junturas metálicas del pecho y llegar al final de mi camino.

El rubí en el corazón del Inerte estaba opaco. Apenas era capaz de latir lo suficiente para mantenerlo con existencia, sumido en un estado similar a la hibernación. Mi fuerza lo llenó al completo, lo hizo brillar tanto como un pequeño sol. Con deliberación, giré las siete llaves siete veces hasta que el cuerpo autómata se puso en funcionamiento una vez más.

Y sucedió que me convertí en batería de recambio de un Inerte, de los tantos que también controlaban, a través de artes misteriosas y arcanas, un barco solar que surcaba las galaxias con un criadero de humanos en la barriga. Criaturas de carne perecedera, cotizadas por el mercado negro para la transformación en IA´s de alta complejidad, apreciadas por su carne, cuyo sabor y textura mejoraba si se concebían mediante reproducción asistida entre sujetos de laboratorio con genética impecable y especímenes defectuosos en estado salvaje.

Criaturas de las cuales se aprovechaba todo. Incluso, su fuerza vital, capturada en corazones de rubíes.  

Fue la última vez que recordé la sensación de pertenecer a algo más grande.

Vivo.

En perpetuo movimiento.

Ahora era parte de los engranajes de un reloj automático.

   


 

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