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PERIFEÉRICAS de Santiago Eximeno

Santiago Eximeno ha publicado novelas, libros de relatos, libros de ficción mínima y relatos y microrrelatos en diferentes antologías y revistas. Ha recibido numerosos premios por su obra, entre ellos varios premios Ignotus, el premio del Festival 42 por su novela Lancolía (Dilatando Mentes, 2022) o el premio Nocte por su libro de relatos Umbría (Dilatando Mentes, 2021), traducido y publicado en inglés por Independent Legions Publishing. En el cuento de hoy, un cuento de hadas muy especial.


***





Las hadas reclaman los intersticios que hienden las paredes de carne. Ajenas a descripciones clásicas, carecen de alas y muestran en las mandíbulas abiertas varias filas de piezas dentales. Se sienten tiburones en hogares de piel vuelta y vísceras, y así lo hacen saber mordisqueando paredes, techos, suelos. Ya no queremos vivir en el interior de estas edificaciones, ¿pero acaso tenemos opción? Los hogares, los verdaderos, desarrollaron extremidades inferiores y corrieron hacia los mares de sangre. Ellas, las de las piernas largas, caminaron detrás, con unos pocos recuerdos guardados en mochilas fabricadas con estómagos de antílopes. Nosotros, los malformados, nos quedamos atrás, entre los troncos retorcidos, bajo las ramas quebradas. Nadie nos pidió que las acompañáramos. Nadie se preocupó por nuestro destino. Y ahora las hadas, hambrientas, se han apoderado de la decadencia de nuestros aposentos.

Dicen que estos territorios no le pertenecen a nadie. Que pueden, deben, ser reclamados y ocupados por ellos, los de las botas negras, las barbas largas, los dedos como sarmientos. Excusas aceptadas por los otros, los que no nos ven como iguales, los que nos consideran prescindibles. Ellos llegaron a lomos de carros blancos exhibiendo los dientes inmaculados, los cuerpos esbeltos. Nosotros nos arrebujamos bajo los sauces llorones y suplicamos, maldijimos, aullamos. Cayeron del cielo llamaradas de negrura que devoraron casas y cuerpos y esperanzas. Ellos nos dijeron que debíamos seguir los pasos de ellas, las de las piernas largas. Que nos abrirían un camino en la arboleda, que nos permitirían marchar. ¿A dónde podríamos ir?, preguntamos. Porque no conocíamos nada más allá del bosque, del pantano, de los mares de sangre. Y allí, en los mares, sabíamos que no seríamos bienvenidos. No lo seríamos en ninguna parte. Nuestras malformaciones, incomprendidas, consideradas malditas, nos precederían. Sufriríamos el mismo rechazo que condujo en el pasado a nuestros padres a abandonar lo suyo, a buscar cobijo bajo los árboles. Pero ellos no escucharon. ¿Por qué iban a hacerlo si nadie nos escuchaba? El sonido de sus carros desmembrando el bosque los obnubilaba. Allí, nos dijeron. Ese es el camino. Y nos marchamos. Las hadas, ajenas a nuestro conflicto, se quedaron. Ya les llegaría su turno.

Confundimos el tiempo. Lo que pasó con lo que ocurriría. Aceptamos nuestro desconcierto y seguimos el sendero. A ambos lados, la negrura devoraba la vida, los recuerdos, lo que fuimos. Nos arrastramos, caminamos. Las malformaciones determinan para bien o para mal cómo avanzamos. Cayó la muerte sobre el camino a pesar de las promesas de no hacerlo. Lo aceptamos, como se acepta todo cuando no eres nada. Nadie vino en nuestra ayuda, nadie lo lamentó. Las piernas largas habían dejado miguitas de lástima en los rododendros que nos sirvieron de guía. Ni los más despiertos de los nuestros pudieron interpretar las señales equívocas que nos condujeron al acantilado, a los mares de sangre. Al otro lado, en la orilla lejana y apenas visible entre las olas devastadoras, brillaban las luces de sus ciudades. De sus hogares. No de los nuestros, desmembrados, yacientes, perdidos en la arboleda, dejados atrás.

Levantamos refugios improvisados con ramas caídas, con hojas putrefactas, junto a las orillas escarpadas. Llovió, recogimos agua. Empezamos a morir. Poco a poco, entre dolores provocados por la pena, la melancolía, la nostalgia. En ocasiones atisbábamos a lo lejos, sobre grandes barcazas blancas, las botas negras, las barbas largas, los dedos como sarmientos. Algunos lloraban, otros maldecían. No nos sorprendió cuando volvió a llover muerte del cielo. Los refugios se desmoronaron mientras tratábamos de sofocar los fuegos. Varios de nosotros se arrastraron hasta el precipicio, se lanzaron al vacío. Supimos que era lo que se esperaba de nosotros. Que las hadas habían encontrado su nuevo hogar. Que los de los dientes inmaculados se habían apropiado del resto. Que nosotros, los tullidos, no hallaríamos lugar para vivir allí.

Nos arrojamos a los mares de sangre. Nos ahogamos. Desaparecimos, como desaparece lo que para otros nunca ha existido. Unos pocos de los nuestros sobrevivieron, abandonados; una agonía de existencia solo marcada por la espera del final. Vagaron por ciudades que los despreciaban. Contaron su historia. La gritaron cuando fue necesario.

Nadie, nunca, escuchó.


 

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