Dicen que incluso el Diablo se quedó helado (vaya paradoja) cuando aquel hombre le aceptó las condiciones sin chistar e incluso sacó feliz su propia navaja para cortarse la muñeca y dejar brotar la sangre mientras se terminaba de redactar el contrato.
Y es que a pesar de sus milenios de experiencia y su capacidad infinita de imaginación maligna, la naturaleza humana lo sorprendía cada tanto, como de hecho ocurrió aquella vez. El deseo de este hombre era enorme, desmedido, por eso el demonio había reunido a las peores mentes que alojaba en su morada infernal para pensar un pacto que, ilusos, creyeron ningún humano aceptaría.
Pero Dios, en su benignidad, había dotado a sus criaturas de libre albedrío, gran ambición e insuperable capacidad para la estupidez. De tanto en tanto, uno de estos cócteles vivientes se materializaba en persona y aquí estaba uno, chorreando sangre, ansioso por sumir a su descendencia en la más oscura de las maldiciones, todo por ver realizado un efímero deseo que no duraría más allá de su muerte.
En lugar de reír, el Maligno sufrió. Sí, dicen los testigos que sufrió, al no poder ya echarse tras y tener que aceptar ese nombre escrito con rojo al pie de las condiciones más espantosas que pudo ningún ser, de este o de otro Universo, haber ideado. Y es que lo que le pedía a cambio de cumplirle era no sólo el alma de sus futuros hijos (todos los que pudiera concebir) sino también sus cuerpos. ¿Por qué esperar a que mueran para divertirnos?, había preguntado uno de los condenados que sugirió el requisito, si podemos disfrutar desde ahora.
Y se dio que ese hombre, ese alfeñique humano, ese conjunto de ambiciosos tejidos, no sólo logró ser exitoso al obedecer el Diablo su parte del pacto: se volvió además un ser extremadamente atractivo para las mujeres, que se entregaban a él aturdidas, ciegas, locas. Que se olvidaban de protegerse, de cuidarse, que no eran capaces luego de remover de sus cuerpos la semilla de éste a quien adoraban, porque el atractivo corría también en sus genes y se aferraba a sus úteros, convirtiéndolas en esclavas de una reproducción masiva.
Los médicos les advertían de los males que padecían esas criaturas que crecían dentro de sus vientres. Los profesionales se horrorizaban ante los estudios y las imágenes repulsivas que devolvían las ecografías. Las mutaciones y mutilaciones, los engendros que combinaban partes de otros seres, conocidos y no, como ornitorrincos bípedos que succionaban la sangre y el alimento del cuerpo de sus madres, ciegas en la felicidad de saberse portadoras del semen vivo de ese hombre que amaron, ilusas en su idea de exclusividad (no tenían manera de saber que eran tantas).
El hombre copulaba (¿cabe acaso otra palabra?) con varias en un mismo día, sobre todo en los festivos, preñándolas a todas y cada una, al punto que en el Infierno se reunieron los ideólogos para pensar en una manera de detener la locura sin quebrar el contrato firmado.
Mientras ellos debatían, las mujeres morían en los partos más cruentos que jamás se hubieran visto, dejando a estas criaturas de alma y cuerpo abominables, carentes de inteligencia o sentimientos, huérfanos en un mundo que sentía la obligación de mantenerlos con vida aunque no pocos pensaron el ejercer la eugenesia. Si las mujeres no habían podido, por alguna misteriosa razón, detener la aberración a tiempo, la medicina se sentía en el deber ético y moral de hacerlo. Y sin embargo era allí cuando aparecía la ignorancia de los representantes de Dios que defendían las vidas, si ese fuera el nombre que valía para estas criaturas.
Se crearon orfanatos especiales (en los comunes no podían alojarlos ya que apenas desarrollaban algún tipo de dentición devoraban a los otros niños) en las afueras de los pueblos, y fueron los soldados, armados y protegidos, los encargados de criarlos. Es decir, de alimentarlos y mantenerlos vivos, a salvo de los ataques de los pueblerinos que temían que escaparan, algo que comenzó a suceder en cuanto fueron un poco más grandes. Famélicos, atacaban el ganado y llegada la adolescencia, reproducían la genética monstruosa embarazando a las hembras de los animales, o dejándose preñar por los machos en el caso de las mujeres.
Dicen que el Diablo lloró lágrimas de lava al ver el desastre que había causado y que incluso solicitó una reunión con Dios para pedirle el perdón que por supuesto recibió, porque así es el amor infinito, que perdona cualquier delirio, aunque no esté feliz al hacerlo. Entre los dos acordaron poner fin al descalabro, que amenazaba arrasar con toda forma de vida conocida en la Tierra. Y como Dios no había firmado contrato alguno, y todavía le quedaba algo del gusto morboso de aquel diluvio que supo enviar en forma de castigo, o de la destrucción de Sodoma, sonrió pícaro, elevó su mano a las nubes, emitió un rayo por la sola diversión de mostrar y mostrarse que era capaz de hacerlo, y decretó la muerte del rebelde, que quedó seco en medio de un orgasmo, porque la sentencia lo encontró en plena concepción de otro de sus descendientes.
Los restantes fueron eliminados por granjeros desesperados, paladines de la justicia por mano propia, e incluso por ellos mismos, que aborrecían encontrarse con reflejos de su espanto y terminaban con el dolor ajeno como no podían hacer con el propio.
Cuentan los que saben que a partir de ese momento, Dios decidió revisar todos los pactos malignos, en pleno ejercicio de la tolerancia, como un padre que con paciencia y resignación supervisa las acciones equivocadas de sus hijos. Al fin y al cabo, no tenía derecho a protestar. Tanto el Demonio como los humanos eran sus propios engendros, sus propios errores como progenitor.
Sus propias creaciones, que no supo controlar a tiempo.
María Victoria Vázquez tiene publicados dos libros con la editorial Textos Intrusos, “Frío” (2016) y “Salamandra” (2019). En 2020 fue seleccionada para participar de la antología de cuentos, “Trenes” de Ediciones El Narratorio (2020) y del “Diccionario de poesía” de Textos Intrusos. También colabora con publicaciones digitales como las revistas “MiNatura”, “Ragnarök” y “El Narratorio”. Tiene un blog llamado “Comocontintachina”.
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