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OJOS BLANCOS de HERNÁN M. FERRARI

En el cuento de hoy de Instrucciones....El escritor y editor Hernán M. Ferrari nos deleita con una familia atormentada que intenta dar con la verdad. Pero la verdad no es lo que esperan, demostrando que no se puede confiar en nadie.







El día es tan claro como el agua de una piscina.

No nos quieren acá…

—Pero si ellos nos llamaron, Martín…

—Es por las luces. Pero no es nuestra culpa si…

—Si se encienden a nuestro paso. Lo sé.

—Adrián, ¿volverá mamá?

—(…)

—(…)

La mansión está preparada. Fernando siempre la tuvo preparada para el regreso de sus amigos. Doña Elvira recibió instrucciones precisas de decorar jarrones con gladiolos, encender velas aromáticas y quitar el polvo de hasta el último rincón de la casa. Trabaja en la casa desde antes de que la habitaran Fernando y Cecilia, cuando ahí vivía el matrimonio Vergara y su hijo, el pequeño Octavio. Los Vergara—Alcides y Marta—, se fueron con mucho menos dinero del que les hubiera correspondido por la venta de la mansión. Pero, sobre todo, se fueron con el corazón destruido.

Octavio está muerto.

—Elvira, deje la cena preparada y tómese el resto de la tarde. Mañana regrese después del mediodía, no antes.

—¿La señora Cecilia no necesitará algo antes de que me vaya?

—Vaya tranquila. Nosotros nos encargaremos de que esté todo a punto para cuando lleguen los Vergara.

—¿Vendrán los patrones?

—Los patrones somos nosotros, Elvira.

Aunque los rayos de sol pugnaron por ingresar al hogar, las persianas y las pesadas cortinas impidieron su paso. Fernando subió las escaleras y escuchó la voz de Cecilia tras la puerta cerrada de la habitación. Palabras ininteligibles, mantras que parecían caer desde sus labios.

—No sé por qué estamos acá. Me da miedo.

—(…)

— ¿En qué pensás, Martín?

—En que ahora que me doy cuenta, la piscina es tan grande como un océano. ¿Y vos, que pensás?

—Que Octavio no debió separarse de nosotros.

Eran las escaleras de madera que llevaban al primer piso. El patio delantero y la quietud del barrio. Era el inmenso parque con su piscina, sus mesas con sombrillas y sus árboles. El aire señorial y el status. Fernando supo, siempre lo supo, que esa casa sería suya.

Claro que primero…

Dos veranos atrás, la monotonía de la mansión Vergara se vio interrumpida cuando, de improvisto, Graciela volvió a la mansión. De su mano estaba Martín, su hijo mayor, y de la mano de éste estaba Adrián, el hijo menor. Una cadena humana de penurias que arrastraban consigo sus escasas pertenencias. Alcides abrazó a su hermana y le dio la bienvenida. La casa era tan suya como de él. Los chicos se adaptaron al nuevo entorno. Corrían escaleras arriba y abajo con Octavio. Dejaban juguetes desparramados. Reían después de mucho tiempo.

Graciela era una sombra.    

Cecilia abrió la puerta de su habitación y vio a su marido de pie.

—Se escucha tu respiración desde adentro. No me molestes hasta que lleguen—dijo la mujer.

—Como digas.

—Tengo la garganta a la miseria de tanto ensayar y practicar incoherencias.

—Nunca conocí a una artista tan versátil—. Dijo Fernando, y besó la frente de su esposa.

Las luces se encendieron al final del pasillo emitiendo un chasquido. Cecilia y Fernando volvieron la mirada. Ahí no había nada.

—Te dije que no nos quieren. Pero ¿por qué nos hicieron venir?

Graciela se sentaba todas las tardes a la sombra de un árbol en el parque. El verano era asfixiante. Octavio, Martín y Adrián se zambullían en la piscina.

—Es un ángel abatido.

—¿Mi hermana?—preguntó Alcides, mientras la observaban desde el ventanal del living.

—Sí. Tan hecha pedazos que da pena…

Una idea incubó en la mente de Fernando, infectándolo. La mansión era su representación terrenal del paraíso.

Sonó el timbre.

—Déjame tomar tu abrigo, Marta. Siéntanse como si fuera su casa—dijo Fernando.

Alcides se acomodó los lentes. Sus dedos se entumecieron sobre el hombro de su esposa.

Sobre la mesa del living había pollo con almendras, ensaladas y pan. Alcides apoyó una botella de vino.

—Espero que sea el que les gusta—dijo.

—La necesitaremos para brindar. Por mi primer aniversario de casados con Cecilia, y porque ustedes encuentren luz entre tanta oscuridad—contestó Fernando.

—Yo no sé si deberíamos. No estoy segura. Hay cosas que mejor dejarlas como…—dijo Marta, dibujando con su mano un torbellino en el aire.

—Pero amor, es la única forma de sacarnos esta cruz de encima. ¿O acaso no querés saber si…?

La luz del recibidor se encendió. Alcides y Marta voltearon hacia el pasillo que daba a la puerta de entrada. Ahí no había nadie.

—¿Son ellos los papás de…?

—Sí. Son ellos.

—Me gustaría estar con mamá…

Marta le sacó las manos a su esposo, como si intentara espantar una mosca.

—Si me hubieras hecho caso con lo del bautismo, ahora no penaríamos por el alma de Octavio.

Alcides miró a Fernando. Sus lentes se empañaron por lágrimas postergadas.

—Bueno, tranquilos. Ustedes se merecen acabar con este martirio. Cecilia hará todo lo que esté a su alcance para darles una respuesta.

Y Cecilia salió de su habitación. Desde el interior se escapaba la voz de Suzanne Vega: Marlene watches from the wall, her mocking smile says it all, as she records  the rise and fall of every soldier passing.  Tenía puesta una camisa de seda traslúcida. Marta la observó bajar con la cadencia de una modelo de revistas, y no pudo evitar darse cuenta de que la mujer no llevaba corpiño puesto. Se sentó a la cabecera de la mesa.

—Tengo a los dos niños—dijo Cecilia.

—¿A los dos niños? ¿Cómo que a los dos niños?—dijo Marta, la voz quebrada, casi muerta.

—Son el cebo para captar la atención de la desgraciada depresiva.

Fernando descorchó la botella de vino y le sirvió a Cecilia.

—Claro que la madre se resiste. Sabe a lo que se expone. Es por eso que tengo a los niños. Dos mocosos que no valen dos centavos. Fernando me contó que volvieron arrastrándose hasta esta casa tiempo atrás. La miseria puede desarrollar las peores formas de maldad—apuró un trago de vino—. Los tengo atados a este plano, pero hay que actuar rápido.

—Esto me parece demencial, Fernando—dijo Alcides—. Nosotros lo único que queremos es la paz de Octavio, no nos interesa esta cosa vudú que están planteando.

—Pensamos que sería otra cosa—dijo Marta.

Cecilia bebía. Fernando le dedicó una sonrisa.

Lo estás haciendo de maravillas, amor.

—¿Y si te dijera que puedo traer a Octavio para que el mismo te cuente cómo se encuentra?—dijo Cecilia.

Marta y Alcides se tomaron de sus manos. Se apretujaron uno contra el otro. Siameses despistados por el dolor.

—¿Por qué no podemos irnos?

—No lo sé.

—Octavio no debería haberse separado de nuestro lado. No cuando el hombre del anillo andaba rondando a la piscina.

Las luces de la sala refusilaron. Los siameses miraron en una y otra dirección. Fernando no pudo contener la risa mientras en su mente febril se sentía partícipe de un espectáculo de varieté.

Fue entonces que las patas de pollo comenzaron a pudrirse frente a los ojos de Marta y Alcides, y que la coliflor empezó a heder frente a la nariz de Fernando. Algo estaba sucediendo.

Y lo que sucedió fue que todas las luces de la casa se encendieron a la vez, y que se oyó un portazo que provenía del parque. Los cuatro quedaron expectantes sentados a la mesa. Una ráfaga de viento helado se desplegó por la sala.

¡No esperaba tanto despliegue, amor! ¡Que buen productor teatral serías!

—La depresiva—dijo Cecilia—. Tragó saliva y miro a su esposo. —Ahora, lo importante es mantener la tranquilidad. Sepan que pasaran cosas que…

Pero no pudo terminar la frase. Su rostro pareció congelarse en el tiempo. Fernando pasó una mano frente a los ojos de su esposa; un faro de cinco dedos que se agitaban frente a la mujer intentando guiarla hacia las costas de la realidad. Se mostró contrariado al no obtener respuesta. Ensayó una risa nerviosa y bebió un sorbo de vino. Marta y Alcides miraban con atención a Cecilia. Su cabeza parecía girar lentamente, como las agujas de un reloj, produciendo un sonido seco ante cada movimiento.

Trak, trak, trak…

Una vibración emergió desde el interior de Cecilia. Un sonido ahogado, que dio paso a una voz de mujer.

—¿Quieren…saber lo que le…pasó a Octavio?

Marta se acercó hacia la mujer. Hacia la voz que salía desde su interior. Su cabeza seguía girando.

  —Martín, es la voz de...

—Sí.

—Cecilia ¿Qué sabés de Octavio? Decime, por favor—dijo Marta.

—Cecilia, estás manifestando…mh…¿estás canalizando? ¿Tenemos contacto?—dijo Fernando.

—No…soy…Cecilia.

—Amigos, esto es muy común. Es un espíritu burlón que intenta…

—Nada…como matar…a un niño…para que baje el precio…de una propiedad.

—¿Qué está diciendo?—gritó Alcides.

—…

—A veces…estamos dispuestos a todo…con tal de tener una…porción de paraíso. ¿Verdad, Fernando?

—Calláte—dijo el hombre, tirándole un vaso de vino a la cara.

Cecilia abrió la boca. Gotas de saliva caían dentro de su copa mezclándose con el vino.

—Si querés ver lo que pasó....—dijo Cecilia, y la copa se movió hacia Marta.

Tak, tak, tak…

—Contáles de las chispas, mamá.

—Contáles que quemaba, mamá.

—La desgraciada depresiva…no podía ni siquiera cuidar a los nenes…¿no es cierto Alcides?

—Contáles de las chispas, mamá.

—Contáles que quemaba, mamá.

Marta tomó la copa entre sus manos.

Tak, tak, tak..

Le dio un sorbo, y sus lágrimas se mezclaron con el vino y la saliva.

—Esto es muy inusual. Les aseguro que cuando Cecilia vuelva en sí tendrá una explicación a…

—Cecilia no está…se fue.

TRAK.

Su mentón apuntó hacia el techo, y su cuerpo se desplomó sobre la mesa.

—El día es tan claro como el agua de una piscina—dijo Marta, la mirada perdida, la voz firme.

Y entonces vio.

Vio a Fernando, entrando al parque con un ramo de rosas.

Martín, Adrián y Octavio corren alrededor de él, y Fernando refriega su mano sobre sus cabezas. Graciela está sentada bajo el árbol, junto a una radio que…

—¿Que qué?—dice Alcides.

La radio solo emite estática, y los chicos chapotean en la piscina. Fernando le entrega las rosas a Graciela. Se saca el anillo de su dedo. Intenta colocárselo, pero Graciela lo rechaza. Se la ve enojada, enérgica. Fernando dice algo. El cielo se vuelve rojizo.

—Esto es un absurdo, amigos. Cuando Cecilia reaccione…—dice Fernando.

Marta se tapa la boca con las manos.

—¿Qué estás viendo, mi amor?

Una sombra. Un animal hecho de sombras se alza detrás de Cecilia, pero ella no lo ve. Los chicos tampoco. El animal es cada vez más grande. Es un lagarto gigante. Pasa su lengua sobre el cuello de Graciela, pero ella no se da cuenta. El animal sale disparado y se tira a la piscina. Está envolviendo a Octavio con su larga cola…

—Por favor, que sarta de incoherencias. Cecilia, amor—. Dice Fernando, palmeando la espalda de su esposa.

…y Fernando se acerca a la piscina, y Octavio lo ve acercarse. Adrián y Martín esconden un tesoro en un rincón, juegan, pero se dan cuenta de que pasa algo. Miran hacia arriba. Ven una mano con un anillo sumergiendo la cabeza de Octavio… 

—Decime que no verdad.

—Por favor, Alcides ¡Marta está alucinando!

…y Octavio patalea, pero no tiene fuerzas, y los chicos salen rápido gritando el nombre de su madre…

—Decime que no es verdad.

—Contáles de las chispas, mamá.

—Contáles que quemaba, mamá.

…Graciela se levanta de su silla, pero Fernando se va corriendo del parque. Y se cruza con Elvira, que lo ve enojado. Sudado. Asustado. La toma de los hombros. Le muestra dinero. Mucho dinero. Fernando se quita un mechón de cabello ensortijado que tiene atrapado en el anillo, y dice algo…

—Amigos, Cecilia no reacciona, dejemos esta…

—Calláte o te ensarto acá nomás, enfermo codicioso—dice Alcides, con un sacacorchos en la mano.

…la estática es insoportable. El lagarto de sombras serpentea alrededor del cuerpito de Octavio. Que flota sin remedio. Que los chicos no pueden rescatar. Graciela llega al borde de la piscina, y el lagarto de sombras la arrastra al agua. Elvira mira todo. Llora, pero igual toma la radio entre sus manos, la cuida como a un bebé que tiene un cordón umbilical conectando a 220 voltios. La estática se apaga cuando la radio cae al agua. Y todos son cobijados por el lagarto.

Del cuerpo de Cecilia brotó una risa ronca, y la sangre comenzó a manar de sus oídos, boca y nariz. Marta dio un quejido profuso, buscando aire para no ahogarse. Tenía la vista nublada y el cuerpo adormecido. Aun así, logró divisar un cuchillo sobre la mesa y lo tomó entre sus manos. Fernando se abalanzó desesperado sobre Alcides.

El día es tan oscuro como el hollín en un incendio.

Cuando Elvira llegó a la mansión, abrió la puerta de entrada y saludo en voz alta, pero nadie le respondió. La luz del recibidor se encendió sola. Y Elvira vio.

—¿Patrona?—dijo doña Elvira.

Marta, los ojos blancos como la nieve, estaba sentada al final del pasillo. Sobre su regazo acunaba un cuchillo.

—Bienvenida, Elvira. Te estaba esperando.




Biografía Hernán M. Ferrari (Ciudad Autónoma de Buenos Aires –Argentina, 1979).

Estudió Dirección Cinematográfica y formó parte del staff del ciclo de cine “Martes del Terror” (Salón Pueyrredón, CABA 2008-2012).

Publicó en antologías y revistas digitales de Perú, España, Argentina y México.

Finalista en el I Certamen de novela Café Madrid con “La inflexión del codo” (Spectrum, 2018 –España). Obtuvo una Mención de Honor en el festival “Terror Córdoba” por el cuento “Una partida de naipes” (Especial Gualicho, 2020).

Es editor de la revista de terror, gore y afines “Curandero ‘zine”.


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