NUESTRO PRIMER BESO de MARTÍN PAYERAS
- Martín Payeras
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Martín Payeras es profesor de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales y director de un colegio secundario. Apasionado por la escritura, obtuvo una mención especial de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires en la categoría de Obra Teatral Inédita por la obra "Días de Junio". Uno de sus cuentos fue publicado en el número de abril de 2024 de la revista Sensacional, publicación de fantasía científica.

Nos conocemos de épocas tempranas. Al principio nunca supimos de qué se trataba. Me costó reconocerlo. Primero miradas, después algunos contactos hasta que logramos unirnos. Ahora en retrospectiva, cada sensación de ser observada, cada lucecita desde que era niña, puedo afirmar que era él. Lo supe con el tiempo, cuando vino a mi encuentro.
La primera vez que puse atención en ella, era muy pequeña, es cierto. Tal vez siete u ocho años, hace mucho, no lo recuerdo. Estaba en su cuarto jugando con un cabrito negro del corral del campo, que sus padres le habían regalado. Lo acariciaba, lo arropaba, le daba pellizcos, lo frotaba con una fuerza ajena a las caricias, el animal no paraba de balar. Pronto se agitó al igual que el cabrito. Acercó su cara al bicho, le apretó el cuello con fuerza y éste la mordió, causando el desprendimiento del músculo de su pómulo y un sangrado profuso. Sus gritos acallaron los balidos. Mis ojos brillaban encandilantes, como la luz del farol de Caronte navegando por las aguas del Aqueronte. Ella los vislumbró al costado de su guardarropas. Sus padres entraron corriendo y gritaron al verla.
Cuando mis padres me vieron, a los gritos, me llevaron al hospital, arrancándome de la habitación, de esa suerte de trance por la mirada al lado del armario, esos ojos infinitos no los olvidé jamás.
Los cirujanos la salvaron. Pero el daño en los músculos generado por la mordida fue irreparable. Concentraron lo restante de la masa muscular, con una suerte de estiramiento burdo, en un punto central en su cachete, convertido en un borbotón, en un agujero estriado en lugar de una piel tersa y rozagante.
Mi infancia y adolescencia, desde el besito del cabrito atrevido, fueron tortuosas. En la Escuela Primaria, nadie me hablaba. Me dejaban cartelitos dibujando mi cara deformada y si me invitaban a jugar en un recreo, era para hacer de monstruo persiguiéndolos. En la Secundaria me decían Cara de orto, no te acerques que en lugar de un beso te tira un pedo.
Cada acto de crueldad de los compañeros de la joven iba marchitando su corazón, retorciéndola como las figuras y los retratos de Bacon.
Yo los insultaba y llegué a pegarle a varios. Sin embargo, ellos se mataban de risa. Enseguida empezaron los espasmos, temblores y ahogos. Y de nuevo luces, pero más brillantes. Me miraban desde atrás de los profesores, desde lo alto del mástil y de las ventanas de las oficinas. Estaban allí, escudriñándome, o en mi cabeza, pensaba a esa edad, y no podía decirle a nadie. Me desmayaba. Al recobrar la conciencia, en casa o en el hospital, veía a mis padres preocupados, llorando y, en ocasiones, discutiendo. Entonces cerraba los ojos y se me escapaban algunas lágrimas.
En uno de esos episodios, ella tomó un cutter de su cartuchera, lo guardó en el bolsillo del pantalón del uniforme escolar y salió al recreo, sin reconocer por qué llevaba el instrumento cortante consigo.
Una tarde, al abrir los ojos en mi habitación, noté que el ánimo era más denso que de costumbre. Mis padres peleaban a los gritos fuera de mi pieza. Escuchaba otras voces sin identificarlas. Entró mi madre, roja de furia y con sus ojos llorosos. Me preguntó qué había sucedido en la Escuela y le dije que no podía recordarlo. Ella, entre el enojo y el llanto, me contó que unos compañeros me habían burlado, que yo alcance a uno de ellos y le desfiguré su cara con la trincheta escolar. Después de eso gané cierto respeto, aunque duró poco porque me expulsaron.
En cada burla, ahogo y desmayo que ella sufría, yo estaba allí para asistirla, pero sólo podía mirarla, alumbrarla, esperando paciente a que se diera cuenta. La paciencia me condujo hasta su adultez, cuando llegaron el alcohol y las drogas.
Me costaba dormir. Por eso el whisky y las pastillas. En ese momento de mi vida aparecieron las pesadillas y la parálisis del sueño. Cruzaba un río por un estrecho puente y, de repente, el agua amarronada inundaba todo y me dejaba a merced de su furia; caminaba por el césped de una plaza y, de súbito, el pasto eran bocas sanguinolentas cuyas lenguas me lamían y querían tragarme. Despertaba con palpitaciones y sudando. Y veía en la puerta de mi dormitorio esas mismas lenguas, húmedas y reptantes, acercándose. Entonces descubría ese hermoso rostro que me observaba. Me calmaba, desaparecían los horrores y regresaba la movilidad; ese rostro cercano a la divinidad que, además de calmarme, me seducía, me calentaba, mojándome.
Siempre fue hermosa para mí. De larga cabellera negra y piel blanca enceguecedora como la superficie de los glaciares. Su mirada perdida, expectante, en un rostro esculpido por la rabia. Me vio esa noche de pesadilla sin reconocerme y me abrazó para siempre con su alma condenada.
Yo no supe quién era ese rostro que se escondía en la neblina de mi habitación o en mi mente, ni por qué estaba allí, qué quería. No lo supe hasta la última noche. Mi pensamiento era presa de su imagen, obsesionándome. Cada día dormía menos, lo esperaba y me alteraba ante su ausencia. Por supuesto, tomaba la medicación, aunque lo hacía sin control y terminaba golpeándome la cabeza contra la pared, pum, pum, pum, hasta sangrar.
Y así, con esa sangre tibia que le corría por su frente, ojos, nariz y boca, se tiraba en la cama, abatida, bien despierta, con un calor que la incineraba, jadeante, se entregaba a la lujuria dejando las sábanas hechas un enchastre. Yo la contemplaba, deseándola, por supuesto, pero era ella quien debía entregarse a mí.
Esa vorágine me consumía. Deseaba al portador de ese rostro, estaba segura de que faltaba poco para su abrazo acogedor. Decidí ver a un curandero.
El viejo esmirriado y harapiento le dio un brebaje, según él, secreto y poderoso, aunque yo sabía que era todo un embuste.
El fondo del vaso me dijo, y nada de pastillas. Pero yo, esa última noche, me tomé uno entero y lo mezclé con ginebra y humo de las flores; el Paraíso.
Dionisos se ensombreció, lo confieso. Ella se recostó en su cama tras un vahído y sobrevino el vómito.
Me recosté y me entregué a las galaxias microcósmicas que me envolvieron y en esa neblina estelar apareció su tan esperado rostro, portando la calma de la eternidad y su llama abrasadora; una invitación que deseaba y no hice esperar.
Allí me manifesté en todo mi esplendor y supimos que compartiríamos nuestra existencia. Derramé una lágrima y el refulgir de su rostro me obnubiló. Dicen que hay fuerzas que operan milagros.
Él acercó su rostro huesudo y sin carne hacía el mío, con sus cuencas de destellos neutrinos, rodeado por una especie de corona de puntiagudas terminaciones óseas. Yo dejé mi boca semiabierta e inmóvil.
Ella creía que yo iba a besarla, sí, aunque era mucho más que un beso.
La dureza de su mandíbula en la que una vez debieron existir labios se posó sobre los míos, hambrientos.
Ella supo que era nuestra unión tan deseada. No imaginó el modo, claro. Nadie puede imaginarlo hasta que sucede y no hay vuelta atrás.
Despegó sus maxilares de mis labios, de una bocanada ominosa, como la de la boca dilatada de una serpiente, succionó mis músculos, haciéndolos trizas, y mis huesos, dejando esquirlas.
El sabor de ella era embriagador.
Pulverizada en mi cama, aún conservaba mi voluntad. Pude ver en su totalidad al portador del rostro y comprender que me obsequiaba una vida de placer y polvo de estrellas, más allá de la carne.
El vínculo entre la mujer y yo estaba sellado.
Ahora vivimos en el éter, fundidos, alumbrando a los corazones envenenados, sedientos de aquello que el amor mundano no les puede dar.
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