MUERTE EN LA INDUSTRIA de MATÍAS BRAGAGNOLO
- Matías Bragagnolo
- hace 2 horas
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Matías Bragagnolo publicó las novelas PETITE MORT, EL BRUJO, LA BALADA DE CONSTANZA Y VALENTINO, EL DESTINO DE LAS COSAS ÚLTIMAS, DORMIRÉ CUANDO ESTÉ MUERTO y CLOACINA. En 2015 dictó en Espacio Enjambre un seminario sobre el cut-up. Colaboró en 2018 con la columna “Literatura sin límites” para el programa “El sonido y la furia”. Escribe ensayos sobre música, literatura y cine para el diario Perfil y la revista Metacultura.
Su cuento traducido al inglés titulado Your Body as an Assembly Line for Public Humiliations ha sido publicado en la antología Tormented Flesh de Anxiety Press. Y Chastised by an imperfect God ha sido publicado en la revista digital The Pixelated Shround.

Estacioné sobre la avenida Los Robles, casi delante de la casa vecina, intentando sacar ventaja de la ilusoria invisibilidad que me daría la sombra del primer árbol de la cuadra. Había salido de Anaheim con la intención de llegar ya entrado el atardecer, pero las autopistas habían estado bastante despejadas para ser un domingo a esa hora, y todavía llegaba un fulgor rojo desde el cielo de las montañas de Santa Mónica. Por toda dirección, el doctor me había dado la esquina de Ashtabula con Los Robles. Tenía que ser esa casa de una planta, adosada la vecina. Me había parecido ver, al hacer un rodeo verificatorio previo, que las ventanas del ala noroeste estaban por completo bloqueadas por placas de hierro, pero podía estar equivocándome.
Tenía que estar demasiado demente para haber acudido a este lugar. O desesperado, que muchas veces es lo mismo. En mi pena infinita ya había cometido dos errores. Uno menor y el otro imperdonable. Y todavía no imaginaba la calificación que le correspondería al que podía estar a punto de cometer.
Había emitido un comunicado en mi cuenta de Twitter, arrobando a Haley —usaré su nombre artístico para referirme a ella, a efectos de evitar confusión en el lector—, y sumando varios hashtags alusivos, para que sus fanáticos pudieran verlo. No tenía la contraseña de su cuenta, hasta en eso había sido respetuoso de su vida privada y pública.
RIP Haley Grace. Te fuiste demasiado rápido. Solo 27 años. Maldito asma. Estoy devastado. Estabas llena de vida, lista para tu regreso. Apenas una semana casados... Amabas a tus fans, con quienes te habías reencontrado unos días atrás en la FetishCom. Nunca serás olvidada.
Al comunicado le sumaba otro estúpido posteo, el segundo error, brindando mi dirección de correo electrónico para que hicieran llegar sus condolencias. Les dije que serían leídas durante el funeral.
Debí haber imaginado que iba a ser como disparar un mortero. Haley llevaba tres años retirada, pero el porno en Internet te vuelve ubicua, perenne e inmortal. Una actriz porno, estrella o no, jamás es olvidada con facilidad. En menos de una hora tenía una lluvia de correos en la casilla. Desde periodistas y blogueros hasta trabajadores de la industria. Y, por supuesto, sus fans, las legiones onanistas, de quienes prefiero no hablar. Todos querían saber “la verdad”. Nadie creía que Haley hubiera muerto a causa de una crisis asmática. Nadie conocía a alguien que hubiera muerto por eso.
Tampoco nadie sabía lo que había pasado en Florida, camino a la FetishCom, en la interestatal 275, a punto de llegar a Saint Petersburg. Cuando en el asiento del acompañante del mismo auto que me había llevado a la casa de la esquina de Ashtabula con Los Robles empezó a decir que iba a morirse y yo, creyendo que estaba teniendo un ataque de pánico por la situación de exposición que se acercaba después de esos años de retiro, tomé la primera salida que encontré y corrí hasta el St. Anthony's Hospital. Los médicos dijeron que su pulso se había incrementado hasta triplicar lo normal. Estaba teniendo una sobredosis de cocaína, que se había estado metiendo en cada parada que habíamos hecho desde Alabama, después de habernos casado dos días antes en Las Vegas, en la capilla Garden of Love. Pero Haley parecía invencible, y rechazando las recomendaciones de los médicos, menos de cuatro horas después estaba en el stand de Evil Demon firmando fotos semidesnuda. Así era ella. Todo le importaba un carajo, incluso su propia salud. Y no lo menciono como un defecto.
Se suponía que llevaba más un año limpia. Y que lo de ese día solo había sido una recaída. Por eso, cuando la encontré sobre el sillón de dos cuerpos apneica y sin pulso, solo pude pensar en el famoso asma que decía tener. Que decía tener, pero que el hábito de fumar desde la escuela secundaria no parecía haber agravado.
De todos esos correos, más de dos mil, apenas leí algunas decenas. Por fortuna, supuse, el Dr. Riggs había tenido la astucia de llamar mi atención en pleno parseo con un asunto particularmente atractivo. CUASI-ENTIDADES FANTASMALES ANENCÉFALAS.
Debo confesar que abrí el correo esperando encontrarme con algún chiflado que me hiciera reír un poco con su locura, en medio de tanta angustia y tensión. Todavía no había llegado lo peor, si de las consecuencias de la muerte de mi esposa se trataba.
Por todo contenido, el doctor había escrito:
Mi matrícula es XXXX. Puede verificar que soy yo mediante cualquier buscador de la Internet. Verá que mi correo electrónico es el mismo desde el que le escribo. Es importante que se comunique conmigo. Puede que usted pueda ayudarme a que le de respuestas sobre la muerte de su esposa. Mi teléfono es XXXXX. Llámeme cuando pueda.
Estaba, debo reconocerlo, algo alcoholizado cuando leí eso, pero no tanto como para sentirme intrigado y creerle. Lo busqué en Google, y no mentía. Era un psiquiatra. Ni de renombre ni nada, pero al menos su historial laboral estaba a la vista. Incluso había sido docente en un par de universidades. Esa noche yo no estaba en condiciones de hablar, así que busqué en la Internet un video porno de Haley, me masturbé sin lograr eyacular y me fui a dormir.
Al día siguiente encontré en la computadora prendida su correo abierto, e inmediatamente lo recordé y busqué el teléfono.
La conversación con él fue prácticamente un monólogo de su parte. Lo cual no me molestó, tenía una resaca horrenda. Primero me preguntó si estaba al tanto de la cantidad de actrices porno y actores porno gay que morían por año desde de la irrupción de la Internet en las vidas diarias de todos los habitantes del mundo. No, no lo estaba. A veces me enteraba por Haley de la muerte de alguna colega suya, y el porno gay siempre me tuvo sin cuidado.
“Pues debo decirle que caen como moscas, estimado”, empezó, y supe que no iba a parar por un buen rato. “Y no me tome a mal, por favor, no me estaba refiriendo a que su esposa fuera un insecto, nada de eso. Pero solo vea las muchachas que han fallecido en el último año. Natasha Stylez, 25 años, suicidio por herida intraoral de escopeta. En pocas palabras: se hizo explotar la cabeza. Tuvieron que despegar uno de sus ojos del televisor que tenía delante. Lo mismo hizo Colleen Applegate, con un rifle calibre 22, como la edad de la muchacha. Shannon Rayne, 30 años: la encontraron colgada de un árbol en una plaza cercana a su casa. ¿La causa? Todos quieren saber la causa, ¿verdad? Se supone que la llevaron a la locura mediante el cyber-bulling, acosándola en las redes sociales porque había hecho pública su negativa a trabajar con actores gays. Roxy Beltrán, 21 años: se tragó 115 pastillas de Xanax, metió la cabeza en una bolsa, se ajustó un cinturón al cuello y pasó de un sueño a otro. La semana anterior había comprado un ataúd color rosa y en su nota suicida pidió que la enterraran ataviada con el vestido que había usado para el baile del final de la escuela secundaria y acompañada de un osito de peluche. Y después están las que supuestamente murieron de sobredosis sin querer suicidarse. Temazepam, paracetamol, hidrato de cloral, ketamina, hidrocodona, codeína, metadona, por supuesto heroína, y más que nada cocaína y todo bien regado de alcohol, para no dejar nada al azar y potenciar efectos. Suelo dudar de esas sobredosis en estado puro, excepto que tengan lugar en medio de una fiesta o una orgía. De lo contrario las considero suicidios.
”Y solo estoy hablando de mujeres, y estoy dejando fuera a las que han muerto de cáncer, SIDA, asesinadas o en accidentes de tránsito. Dieciocho en este último año, 329 en los últimos veinte. Solo muertes de mujeres y todas por suicidio o sobredosis. Y si agrego a los hombres el número lo sorprendería todavía más”. No le había dado indicios verbales de estar sorprendido, pero asumía bien: lo estaba. “Todas muertes prematuras, porque el rango etario oscila entre los 18 y los 35 años, lo cual da una expectativa de vida de 27.4 años, mientras que la expectativa de vida de una mujer en nuestro país es de 78.1 años”.
La evidencia era tan apabullante como intrigante. ¿Pero qué tenía que ver mi esposa con eso? Se lo pregunté. Si ella había muerto de asm...
“¿Cómo sabe que murió de asma?”
Claro que no supe qué contestarle. No era eso lo que los paramédicos dijeron cuando llegaron a nuestra casa. De hecho, si no estaba muerta cuando yo la encontré ese jueves, después de haber ido a retirar el auto del taller mecánico, tiene que haber muerto camino al hospital, donde la declararon muerta al llegar. Lo del asma había sido un invento mío. Que hubiera sufrido de asma desde su adolescencia podía haber sido un invento de ella, ya que sus padres lo negaron, pero que hubiera muerto de asma era una mentira de mi parte. Con sus padres y el resto de la familia no había surtido el efecto deseado, porque quizás fuera una mentira derivada de otra mentira, pero de momento todos los demás se lo creían.
Ante mi silencio, el doctor repreguntó.
“¿Cómo sabe que no fue una sobredosis, mi estimado?”
“¿Cómo sabe usted que se drogaba?”, contraataqué.
“Lo puede saber cualquiera. Lo dijo en más de una entrevista. Fue adicta a la cocaína y a los opiáceos”.
Me tenía en un puño. Si sabía el nombre real de Haley, y además sabía buscar, podía haberse enterado que había sido detenida y fichada por la policía en dos oportunidades. La primera por falsificar una receta de OxyContin. La segunda por forzar una ventana y meterse en una farmacia para robar OxyContin. Esa vez hubo incluso una persecución policial, porque escapó en un auto conducido por una de sus amigas drogadictas. De hecho, cuando nos conocimos, ella estaba cumpliendo una probation. ¿Acaso también este médico habría averiguado lo de la sobredosis de la semana anterior a la muerte? Decidí serle sincero. O casi.
“No había drogas en la casa, doctor. La policía vino un par de horas después con una orden de allanamiento. Y le juro que no había hecho yo ningún tipo de limpieza. Es más, incluso había revisado hasta la basura, buscándolas. Pero, que yo supiera, había dejado las drogas antes de conocerme, hace casi un año”.
“Mmmmmmjjjjjjjmmmmmm. ¿Tienen ya los resultados del laboratorio de toxicología?”
No, no los tenían. Tardarían entre seis y ocho semanas en ser emitidos por la oficina del Fiscal, porque sí, la causa había sido caratulada como “muerte sospechosa”. Por eso era que la familia de Haley me había prohibido acercarme al cementerio el día del entierro, cuando liberaron su cuerpo de la morgue judicial. Me prohibieron asistir al funeral de mi propia esposa, verla por última vez. Sus hermanos y primos amenazaron con matarme. No soy un marica, pero llegué a la conclusión de que Haley no merecía irse de este mundo en medio de un escándalo mayor. Me dije que el paso del tiempo pondría las cosas en su lugar.
Y al Dr. Riggs lo mandé a pasear, había colmado mi paciencia. Mientras empezaba a exponer sus conclusiones preliminares corté la comunicación y bloqueé su número. Bastante cantidad de imbéciles tenía pidiendo por mi cabeza o reclamando la venta de la ropa interior y los juguetes eróticos usados por mi difunta esposa como para tener que aguantar a un científico loco.
*
Y pese a que no retuve prácticamente nada de las últimas palabras del Dr. Riggs en nuestra conversación telefónica, en menos de un mes me vi en la situación de contactarlo. Repito, de lo que estaba diciendo cuando corté abruptamente la comunicación casi no recordaba nada. Pero la esencia de lo que había captado, lo que esa esencia insinuaba y el asunto del correo sumaban un tronco que aparentaba flotar en medio del maremoto en que había terminado por convertirse la tormenta de la muerte de mi esposa actriz porno Haley Grace.
Me importaba tres cuernos que hubiera miles de fanáticos en los foros de Internet acusándome de haberla matado y amenazándome de muerte por correo electrónico. Me importaba todavía menos el cotilleo en las publicaciones relacionadas con la industria del porno. Podía acostumbrarme a tener que salir armado de mi casa o tener que mirar por sobre el hombro cada vez que me bajara del auto, en caso de que alguno de los familiares de Hayle se hicieran presentes. Pero lo que quería evitar por todos los medios era dar con mis huesos en Corcoran o Pelican Bay, donde todos esos presidiarios que se la habían cascado con las películas de mi difunta esposa hasta quedar lelos estarían dispuestos desquitarse con el recto de su supuesto asesino.
El informe de toxicología fue emitido antes de lo esperado, y era tan desconcertante como perjudicial para mi reputación dentro del expediente judicial. Por supuesto se filtró a la prensa en un abrir y cerrar de ojos. Y, si bien todavía no se habían presentado cargos contra mí, sabía que sería el principal sospechoso.
Además de que en el informe de autopsia se dejaba claro que Haley no tenía marcas de pinchazos, golpes o cortes, el toxicológico reveló que, si bien habían encontrado restos de OxyContin (solo de OxyContin, si de sustancias letales se trataba), la presencia del opiáceo era tan pequeña que debía descartarse la posibilidad de una sobredosis como causa de muerte. Es decir, que la causa de la muerte, de momento, era, como lo decían las letras en imprenta mayúscula del informe, DESCONOCIDA.
Lo cual había puesto todos los ojos en mí, ya no de reojo, sino de manera concluyente. Era el último que la había visto con vida, y en mi ausencia nadie, al parecer, había estado con ella en la casa. Ya me había convertido en un verdadero asesino de novela policial de intriga. Un honor que no le deseo a nadie.
*
Y ese era el nivel de desesperación que me había llevado a Pasadena, a la esquina de Ashtabula con Los Robles. El doctor Riggs no me había dado un horario para ese domingo, así que me tomé un rato para juntar coraje y bajarme del auto. Ni siquiera sabía bien qué tenía para decirme sobre toda esa estadística de muertes de actrices porno, pero si esa mujer, de la que yo había estado tan enamorado como para aceptar no solo su pasado sino también su futuro cercano,
la mató por celos, no iba a tolerar que ella volviera al negocio del porno
había pasado a formar parte de esa horrenda estadística, y él parecía estar estudiando la cuestión, pues no estaba dispuesto a perder la oportunidad de obtener algún tipo de apoyo pericial para argumentar mi inocencia.
Franqueé la puerta de la cerca baja y avancé con las piernas dormidas por el camino ligeramente ascendente del patio delantero hasta la puerta de entrada. Parecía el hogar de alguien con edad suficiente para haber empezado a descuidar la vegetación de la casa en que vivió toda su vida adulta. Alguien con dolores de cadera y artritis en las manos.
La fisonomía del anciano que abrió la puerta parecía confirmar esa suposición, pero esa confirmación solo había durado un instante. La vivacidad de sus ojos, la velocidad de su lengua y el entusiasmo que revelaban sus gestos lo desmintieron tan pronto como me invitó a pasar.
No hubo prolegómenos, ni charla de compromiso delante de un café en una sala de estar. El doctor Riggs me guió de inmediato hasta una de las dos habitaciones que había convertido en su laboratorio. Que estaban, precisamente, en el ala noroeste, con las ventanas completamente bloqueadas, solo iluminadas con energía eléctrica.
Él se sentó en una silla para computadora bastante desvencijada, pero en ningún momento me ofreció asiento. Miré a mi alrededor, y tampoco había algo en lo que sentarme a la vista. Solo una larga tabla de pared a pared, colocada a modo de escritorio-estantería bajo ventana obliterada. En el medio de la tabla había tres monitores. En uno se veía un gráfico de barras que no logré entender. En otro estaba pausada una escena de película porno. Dos tipos penetraban por el culo a una actriz con rasgos europeos, con toda probabilidad checa o húngara. Ella chupaba un tercer pene y sostenía en la mano izquierda un cuarto. Había un quinto actor, intentando colarse por su vagina milagrosamente libre. En el tercer monitor el doctor estaba poniendo en marcha una presentación de Powerpoint.
El resto de la tabla era un caos de papeles con anotaciones, aparatos tecnológicos que supuse servirían cada uno para medir algo diferente y libros, pilas de libros. El primero de una de esas pilas tenía por título “El sueño de la maldad produce monstruos”. Su autora era una tal Madame Kardec. Lo levanté, solo por hacer algo mientras el viejo se levantaba y se ponía a toquetear un proyector que tenía a mi espalda. El libro que dejé a la vista en la pila se llamaba “Poderes extra-sensoriales: Un siglo de investigación física”.
Me sobresalté cuando el cuarto quedó a oscuras, pero la luz que no tardó en brotar del reflector me tranquilizó. Sobre la pared de la derecha un rectángulo iluminado mostraba la foto en blanco y negro de un tipo de barba candado y raya al costado.
“Mi estimado, ¿tiene usted nociones de magia sexual? Empiezo por aclararle que nada tiene que ver con los trucos que los magos hacen en los cumpleaños infantiles o las fiestas laborales de fin de año. La verdadera magia es aquella que se ejercita mediante rituales, con un objetivo puntual por parte del mago, sea ese objetivo dañino o positivo o ambas cosas. Claro está, la manera de concretar estos deseos que se pretenden alcanzar mediante el uso esotérico de la magia se basa, más allá de que se invoque o no la presencia de alguna entidad supraterrenal, en la liberación de energía. La energía que todos poseemos. Porque no solo de tejidos, sangre y huesos está compuesto el cuerpo humano, como espero que sepa. Este es Paschal Beverly Randolph, la primera persona que en el siglo XIX elaboró sistemáticamente el concepto de magia sexual. Esto es, la liberación mediante un acto sexual de esa energía dirigida a producir cambios sustanciales en la realidad propia o ajena. Podrá imaginarse, mi estimado, que el modo de emitir de manera enfocada esa energía no depende solamente de la concentración mediante invocaciones y sigilos, sino que esa emisión debe ser desmesurada, de ahí que se requiera de un orgasmo en el momento culminante del ritual. No importa si este orgasmo se alcanza mediante un acto sexual entre dos o más personas o mediante la masturbación. Aunque, si se trata de un coito, el orgasmo debe ser simultáneo para ser efectivo (y no le cuento si se hace por el culo, como el soberano gran maestro Aleister Crowley pudo acreditar). Pero esos son detalles que a nosotros no nos interesan.
”Bien, sentado este concepto, vamos al tema que lo ha traído aquí, o por lo menos vayamos acercándonos. ¿Alguna vez se preguntó a dónde va toda esa energía liberada por los onanistas consumidores de pornografía? Porque, piense lo siguiente: no se trata de un matrimonio copulando por rutina, ni de dos adolescentes haciendo explotar sus hormonas cuando uno de ellos tiene la casa sola, o de un tipo que corre al baño a masturbarse en horario laboral para liberar tensiones. Estamos hablando de... Pongamos un ejemplo, y no usaré el de su esposa para no interrumpir el duelo. Pensemos en... Jenna Jameson. ¿A dónde va toda esa energía liberada en miles de orgasmos masturbatorios diarios, durante años o décadas, teniéndola a ella como destinataria? Millones de fanáticos concentrando toda su energía sexual en videos de la señora Jameson desnuda y en poses sexuales? ¿Eh? ¿Acaso ello puede tener algún tipo de efecto en su vida, en su psique, en su salud física? ¿O simplemente se pierde en el cosmos toda esa energía enfocada aunque sin finalidad ritual consciente? Porque no olvidemos que, aun si quisiéramos considerar a la masturbación con porno, cuando el usuario está enamorado, como alguna especie de ritual involuntario que manifiesta el deseo de tener en su cama alguna vez a esta actriz determinada, no olvidemos que estaría faltando a uno de los elementos que bien se ocupó de señalar Anton Lavey: nos estaría faltando el llamado “factor de equilibro”. Es decir, conocerse plenamente a sí mismo para poder ajustar los propios deseos a las propias capacidades. Como bien decía el Papa Negro, un hombre grosero, tosco, grasoso y mugriento jamás podría tener en sus brazos a una hermosa y fogosa stripper. Pero eso no es todo.
”Conjuguemos esta liberación masiva de energía enfocada hacia una mujer determinada (podría ser un hombre, si nos abocamos al porno gay, pero yo estoy aquí para darle una mano a usted en calidad de viudo de Haley Grace) con el concepto de sincronicidad acuñado por Carl Jung. Básicamente, lo que este colega afirmaba era la aparente inexistencia del concepto de casualidad o coincidencia, que entonces sería reemplazado por meras conexiones acausales. Nada es accidental. Hay un permanente intercambio entre el inconsciente y la conciencia. Incluso a nivel colectivo. La mente es capaz de relacionarse con eventos físicos por sí misma.
”No quiero marearlo, por eso iré al grano. Estoy convencido de, y voy a probarlo, y usted pondrá su granito de arena para ayudarme, que los orgasmos de aquellos onanistas que se enamoran y obsesionan con una actriz porno, generados de manera colectiva, muchas veces simultánea, difuminada y sincronizada en un sentido junguiano, no tienen en absoluto la capacidad de cumplir los deseos de quienes los generan, pero que esa energía liberada provoca el nacimiento de cuasi-entidades paranormales de naturaleza destructiva, que cuando alcanzan a su objeto intentan por todos los medios generar su autodestrucción.
”Es decir, en primer lugar no son ánimas, no se produce la invocación del espíritu de un demonio o un difunto para que susurre al oído de la actriz porno homenajeada “tienes que tomarte toda la cocaína del mundo hasta que tus venas exploten” o “soluciona tus problemas colgándote del techo”. Tampoco podemos hablar de elementales del vicio. ¿Sabe usted lo que son? Esta es Madame Kardec, la autora del libro que usted tiene en su mano. Ella fue quien los descubrió. Son nada más ni nada menos que espíritus que nunca habitaron un cuerpo material. Es decir, espíritus que no son almas de muertos ni ángeles o demonios. Ciertos pensamientos crueles o viciosos, cuando tienen lugar con cierta frecuencia y en un mismo territorio delimitado (casa, oficina, etc.), pueden dar lugar al nacimiento de estas entidades. Los elementales del vicio son nada más ni nada menos que espíritus que nunca habitaron un cuerpo material. Creados en nuestra dimensión, resultan ser entidades sumamente destructivas, peligrosas en grado máximo, y muy difíciles de desterrar. ¿Acaso vio la película El ente? Esa del fantasma que violaba a una madre de familia divorciada. Bien, del análisis del caso real en que se basó la novela de Frank De Felitta queda más que claro que se trató de un elemental del vicio que la víctima misma fabricó por medio de pensamientos incestuosos dedicados a uno de sus hijos adolescentes.
”Ahora, se preguntará usted, en primer lugar, qué es una cuasi-entidad paranormal. Pues bien, se lo explicaré muy fácilmente haciendo una analogía con el mundo de la biología. ¿Sabe usted que los científicos, después de tanto tiempo, siguen discutiendo si los virus son o no seres vivos? ¿Por qué? Porque no se alimentan, no crecen, no tienen un metabolismo... Solo buscan células que ocupar, y hacen que estas a su vez los multipliquen hasta quedar reventadas. Son meras estructuras bióticas con escasa autonomía. Que mutan, eso sí. Pero que terminan matando a la célula que parasitan.
”Este tipo de cuasi-entidad paranormal nacida de un ritual de magia sexual involuntaria se desplaza por el éter gracias a los mecanismos de la sincronicidad y, adivine qué. Son tan malvados como los elementales del vicio. Usted dirá: ¿por qué? ¿Por qué? Si nacen del deseo sexual de poseer a tal o cual actriz porno... Incluso hasta de casarse con ella, como hizo usted. Pues bien, no olvide, mi estimado amigo, que la misma insatisfacción sexual que entraña la recurrencia a la masturbación conlleva un alto componente de resentimiento, de bronca o impotencia no sexual derivada de esa misma soledad, de esa misma injusticia que es no sentirse sexualmente deseado. Esa energía que emana de esos orgasmos está por desgracia contaminada. Contaminada por la carga emocional que la contuvo antes y durante el acto onanista.
”Pero, a diferencia de los elementales del vicio, estas cuasi-entidades paranormales no pueden ejercer cambios sobre el plano físico, sobre nuestra dimensión. Como los virus, deben parasitar a la actriz porno, en el caso de que logren dar de alguna manera con la actriz en cuestión. Las posibilidades son infinitas, y a determinar por la evolución de mi investigación, pero la masturbación de un fanático en el baño de una convención de porno con la actriz en un stand cercano firmando autógrafos y sacándose fotos puede ser una buena forma, si no estamos dispuestos a forzar los principios de la sincronicidad para hacer viajar la energía o la cuasi-entidad por kilómetros hasta un destino que por lógica debería desconocer.
”Y, como los virus, una vez parasitada la actriz porno cual célula animal, probablemente se repliquen (¿en su cerebro?) y terminarán por enloquecerla, llevándola a la autodestrucción. Una sobredosis no accidental, un tiro en la boca, una cuerda al cuello, un salto al vacío. Son entidades dañinas, que solo saben hacer el daño replicándose y destruyendo, digamos, la estabilidad emocional de las personas cuya mente ocupan. No poseen inteligencia alguna, como los virus. Por eso las llamé Cuasi-Entidades Fantasmales Anencéfalas. Puede usar las siglas CEFA, si lo desea.
”Para terminar, y, créame, estimado, que estoy abreviando todo lo que puedo, esta es una mera exposición que preparé a modo informativo para los sujetos experimentales durante la recopilación de datos en que todavía me hallo inmerso, debo aclararle que estas energías que encuentran un objetivo negativo u oscuro e intentan cumplir con el mismo no siempre van a tener éxito. Ya que la pusimos de ejemplo, una actriz como Jenna Jameson jamás va a suicidarse o morirse de una sobredosis (una sobredosis no siempre se deriva de un acto de imprudencia, en general se trata de un acto de autodestrucción), porque sin duda debe ser una persona dotada de una fortaleza emocional que le impide caer víctima de cualquier tipo de sugestión o influencia negativa. El cual no debe ser el caso de las diecinueve actrices muertas en lo que va del año. Y he agregado a su esposa a la lista, por más que todavía sea todo un misterio la causa de su muerte.
Las fotos de todas las personalidades mencionadas se habían ido sucediendo en la pared iluminada por el rectángulo de la luz del reflector, junto con ilustraciones como la de la estructura de un virus o el esquema de la transmisión neural del cerebro al pene y del pene al éter, detalle que omitió explicarme.
Las ganas de salir corriendo sin darme tiempo siquiera a reírme en su cara y la necesidad de creer en lo que me estaba diciendo resultaron ser equivalentes, lo cual se tradujo en mi completa inmovilidad. Apenas se había levantado de su silla para prender la luz y yo ya estaba poniéndome a su disposición.
“¿Que quiere que haga por usted?”
*
Además de pedirme la libreta de contactos de Haley, porque necesitaba poder entrar en la casa de alguna actriz porno para realizar ciertas mediciones de tipo parapsicológico, quería usarme de sujeto experimental. Por supuesto que no me negué, y lo seguí a la habitación vecina, la otra mitad de su laboratorio.
Me pidió que me desnudara y me recostara en una silla de odontólogo, de cuero negro. Estaba tan cansado de estar de pie y estresado por lo que acababa de oír en la otra habitación que ni siquiera pensé en negarme a sacarme la ropa. Quería tirarme en esa silla y dormir. Solo hice lo primero.
El doctor procedió a colocarme electrodos con ventosas en el pecho. Me preguntó con qué mano me masturbaba, y aprisionó mi muñeca izquierda con un broche mecánico del tamaño de una billetera. Lo mismo hizo con uno de mis tobillos. “Esto es para el electrocardiograma”, me dijo.
Mientras me llenaba de pasta el cráneo para colocarme los electrodos para el electroencefalograma yo concentré la vista en la pantalla de cine que tenía delante. Era una técnica que me había enseñado un psicoterapeuta para bajar la ansiedad. Solo hacía falta imaginar la pantalla en blanco, pero en este caso no se requería siquiera la imaginación. El hecho de tener que masturbarme ahí me resultaba incluso más enfermo que hacerlo en una clínica de fertilización asistida. Por más que acá también fuera a estar solo. El doctor me explicó que todos los aparatos con los que haría las mediciones estaban conectados a la otra habitación, de manera que la recolección de datos no fuera un obstáculo para la ejecución del acto de índole sexual que los generaría.
Acto seguido el doctor se puso a calibrar y ubicar los medidores que no irían conectados a mi cuerpo. Tuvo la deferencia de explicarme sus respectivas funciones, aunque no entendía demasiado.
“Esto que coloco sobre este mástil para micrófonos es un medidor de radiación electromagnética. No sé si oyó hablar del mesmerismo, estimado... Este aparatito sirve para medir el fluido invisible hidroelectrolítico del sistema nervioso, más comúnmente asociado con el magnetismo animal.
”Esto que dejo sobre esta mesita es un espectrómetro infrarrojo. Cuando eyacule, mi estimado, le pido que lo haga dentro de este vasito, al menos un poco. Y que lo tape con esto tan pronto como pueda, y lo deje acá. Y lo último que le pido es que baje esta tapa. El espectrómetro empezará a funcionar inmediatamente después de que se cierra.
”Ahora voy a encender la cámara de visión térmica y ya estaremos en condiciones de empezar. Solo necesito que me diga cuál es la actriz elegida y si hay alguna escena que prefiera.”.
Moví la cabeza como negando, mirando al vacío. “Solo puedo masturbarme con Haley”, le dije, y pensé que iba a romper a llorar. Él no pareció sorprenderse.
“Perfecto, lo había sospechado. Cuando se utilizan imágenes de una actriz viva, yo inicio luego el seguimiento de sobrevivencia de la muchacha en cuestión, pero eso no invalida el estudio. Aquí mediremos las consecuencias físicas y paranormales inmediatas del ritual de magia sexual inconsciente. ¿Alguna escena de Haley en particular?”
Sí. La única que nunca había visto hasta ahora.
*
Como ya he dicho, conocí a Haley durante un período de alejamiento de su profesión. Había decidido retirarse provisoriamente a raíz de un accidente ocurrido en pleno set de filmación. Era una escena para la película Lethal Intrusions, de la productora Wank World. En principio nada demasiado riesgoso, sexo anal con un superdotado, pero de raza blanca. Haley era reconocida en la industria como “La Chica más Sucia del Porno”, y su disposición a realizar cualquier tipo de acto sexual y su proclividad a decir palabrotas durante el sexo le habían valido una nominación como Mejor Nueva Estrella en los AVN. Contaba con su propio lugar en los (ejem) anales de la pornografía: fue la primera actriz en recibir un Donkey Punch en una escena comercializada (para la película Gutter Mouth 3). El Donkey Punch, para aquellos que lo desconozcan, es una práctica sexual consistente en dar una trompada en la base del cráneo de la actriz durante el coito anal a tergo, para generar una contracción del esfínter, algo que hasta entonces era solo una leyenda urbana.
Claro que nadie que la conociera se dejaba engañar: si Haley estaba dispuesta a hacer cualquier tipo de guarrada delante de la cámara era porque podían cortarla al medio y no iba a sentir siquiera cosquillas: vivía drogada hasta la médula. Y el hecho de vivir con el cuerpo y la mente adormecida por la cocaína y el Xanax fue lo que propició el accidente.
Todo empezó cuando llegó al set de filmación y la producción no tenía otra marca de lubricante más que K-Y. Haley no usaba K-Y para el sexo anal, porque le provocaba ardor, y exigió que compraran la marca Aros. Nadie dentro del personal le llevó el apunte, y terminó acordando con el actor que usarían saliva.
Resultado: promediando tres cuartos de la escena, Haley empezó a sangrar. Toda una profesional, aunque también temerosa de que no le pagaran si no terminaba la escena, se colocó a modo de tapón una esponja para maquillaje, un truco muy usado cuando la actriz está menstruando. El actor logró convencer al director de que terminaran la escena con tomas de sexo vaginal, y Haley toleró el dolor, cobró y se fue a ver al Dr. Wylde, el médico del porno en el Valle de San Fernando.
Esta vez no era ni clamidia ni hongos vaginales. Al doctor le fue imposible quitar la esponja, una tarea que a menudo le tocaba, cuando después de la escena hardcore quedaba alojada en el cérvix. Ni siquiera pudo introducir el espéculo, tanto era el dolor que Haley sentía en el culo. Tenía un desgarro en el recto, y tuvieron que trasladarla al hospital para que le dieran dos puntos en una cirugía que le terminó costando 18.000 dólares cuando la parte más dura de la pesadilla se terminó, casi un mes después.
Y entonces decidió retirarse. No podría volver a tener sexo anal por un plazo indeterminado, y era por esa fijación suya con esa práctica que sus fanáticos la seguían en primer lugar. No por el sexo vaginal. Prefería volverse una leyenda antes que estropear su carrera. Al menos había logrado filmar unas 300 escenas.
Trescientas escenas. Un par de días atrás yo había hecho un morboso cálculo mental. Si te sentabas a ver todas sus escenas, una tras otra, sin parar, sin dormir, iban a pasar unos ocho días hasta terminar de ver la última. Es decir, por algunas pocas horas, era más tiempo del que ella y yo habíamos estado casados.
Estaba llorando cuando eyaculé al mismo tiempo que el actor, él en la boca abierta de Haley, yo en el vasito con tapa que me había dado el doctor Riggs. Haley se pone a succionar el glande, reclamando hasta la última gota. Después, siempre de rodillas, escupe el semen hacia la cara del actor, rociando su frente, sus párpados y sus mejillas. Él empieza a reír, se escuchan las risas de los asistentes y camarógrafos, Haley se pone de pie y le grita “¿Qué esperabas, un final feliz?”. El actor simula estar enojado y la corre. Ella sale al patio y se tira a la pileta.
*
Volví a mi casa y seguí llorando. Estaba a punto de acostarme, después de una ducha no reparadora, cuando vi que el teléfono celular que Haley usaba para trabajar, el que la policía no había encontrado durante el allanamiento, estaba sonando, silencioso. Solo la luz de la pantalla indicaba la llamada entrante. No estaba dispuesto a atender, teniendo en cuenta que se trataría de algún cliente que no se hubiera enterado de su muerte. Nunca había entendido por qué prefería ganar como escort 1800 dólares por un polvo cuando podían pagarle más de dos mil por una escena.
Miré la pantalla. Era Edward Cohen. Su ex agente. No lo conocía, pero sabía por ella que no era alguien de confiar. De hecho, le estaba debiendo bastante dinero, aunque no sabía yo cuánto ni en qué circunstancias. Estaba a punto de enterarme.
“Lamento mucho lo ocurrido”, me dijo, después de las presentaciones iniciales, en medio de mi completa hosquedad. Y se largó a preguntarme detalles de la muerte de Haley. No parecía ser alguien desagradable, pese a la poca estima en que ella lo tenía.
“Pobre niña”, dijo finalmente. “Es como ha dicho Larry Flint. El porno se lleva tu alma. Simplemente se lleva tu alma”.
“¿De verdad cree eso?”, le pregunté, a punto de volver a llorar, asqueado por la impunidad con la que lo decía.
“Bueno, no es que sea yo un masoquista mental, pero...”
“¿De verdad cree que el porno arruinó el alma de alguien como Haley?”
“Bueno, pensándolo bien, se lo hizo a su vagina, y a su ano, y a su boca. Lo del alma ocurre cuando uno se muere”.
Intuyó que yo estaba por cortarle, y se apuró a hablar.
“Mire. Voy a explicarle algo. Con Haley habíamos hecho un acuerdo cuando era mi representada. Haley era capaz de ganar con facilidad 20.000 dólares al mes, sin siquiera tener que prostituirse, solo con las escenas. Pero todo lo que ganaba se le iba por la nariz. Y yo no iba a dejar que eso pasara. Le dije: ‘Te voy a dar mil dólares por semana. Con eso tiene que alcanzarte para los análisis de enfermedades venéreas, para la ropa, para la comida, para la cama solar, la manicura... Y con lo que te sobre puedes hacer lo que se te cante, paga la universidad de los hijos del dealer, si se te canta. Pero voy a poner todo el resto de lo que ganes en una especie de fideicomiso. Soy judío, así que esa plata va a estar bien protegida. Solo vas a poder recuperarla si un colectivo me pasa por arriba y muero. Serán tus ahorros para cuando te retires”.
Ni lerdo ni perezoso, le contesté que ella se había retirado hacía tres años, y que se suponía que esos ahorros seguían en su poder. En su “fideicomiso”.
“Exacto. Fue complicado. No estaba dispuesto a que ella dispusiera de ese dinero y se lo gastara todo en drogas. Después de que le rompieran el culo en plena escena, terminó siendo adicta a los opiáceos. Supongo que eso también lo sabía. No iba a dejar que pesara sobre mi cabeza la culpa de su muerte por sobredosis. Porque fue esa la causa de su muerte, tengo entendido, ¿verdad?”
Me estaba tanteando, o al menos quería llevar la conversación para algún lugar que de momento yo no lograba imaginar. Alguien en su posición por supuesto que ya estaba al tanto de los resultados del informe de toxicología.
“Usted ya sabe que no hay causa”, fue lo único que se me ocurrió responderle.
“¿Y usted no sabe cuál fue la causa? ¿No se lo dijo el doctor Riggs?”
Tuve que sostenerme contra el ropero y sentarme en la cama. Esto olía espantoso.
“¿Qué está insinuando? Ni siquiera han levantado cargos contra mí. Y no conozco a ningún doctor Riggs, o como se llame”.
Nunca se me dio bien eso de mentir, pero esperé haber sonado convincente.
“Entiendo, entiendo. Lo mejor sería dejar las cosas como están, ¿verdad? Así nadie lo molesta a usted”.
“No entiendo qué está insinuando. Además de que yo pueda haber matado a Haley, un disparate que pronto será aclarado”.
“Nada estoy insinuando. Solo le aconsejo que no se involucre con ese médico. Riggs. ¿Está de acuerdo conmigo?”
“No sé de quién me está hablando”, lo interrumpí.
“Sí que sabe. Y va a darme un número de cuenta al que pueda transferir todo el dinero de Haley. No soy un ladrón. Es todo suyo. A cambio de que se aleje del científico loco. Ya puede imaginarse las implicancias que puede tener para el negocio que los conspiranoicos se enteren de sus hipótesis delirantes”.
“Ese dinero le corresponde a la familia de Haley. Hable con ellos”.
Y corté la comunicación. Con la firme convicción de no volver a atenderlo.
*
Llamé al doctor Riggs varias veces esa semana, pero no respondía. Empecé a inquietarme, pero ya estaba volviendo con cierta normalidad a mi habitual horario laboral frente a la computadora, y cuando no estaba trabajando me dedicaba a empapelar la habitación matrimonial en la que todavía dormía. Iba, con el letargo, la torpeza y la lentitud que brinda el exceso de bebidas blancas, cubriendo las paredes del piso al suelo con fotos de Haley. No fotos que yo le hubiera tomado, sino fotos suyas sacadas de la Internet. Fotos pornográficas, de ella posando desnuda o bien en acción, con tipos o chicas.
Me presenté en el domicilio del doctor. Dos veces en el mismo día. Al mediodía y a la noche. Nadie en casa. Tampoco al día siguiente. Las cortinas de las ventanas en la misma posición.
Cuando llegué a casa tenía un correo de uno de los primos de Haley. El único que no me creía culpable. Había tenido la gentileza de enviarme una foto de ella en el cajón, durante el funeral. La imprimí y la coloqué en uno de los pocos espacios que quedaban libres en la pared de la cabecera de la cama, del lado en que ella dormía.
En la mañana siguiente, de regreso en Pasadena por quinta o sexta vez, noté que el correo había empezado a acumularse en el buzón. Al volver a mi casa había un tipo con pinta de adicto al krokodil de pie junto a la puerta. Era el último dealer de Haley. Se había ido de este mundo debiéndole 500 dólares en cocaína. “Esperé todo lo que pude, señor. No quería que lo considerara una falta de respeto”, me dijo, perfectamente enterado de su muerte.
Después de una semana sin poder localizar al doctor, inquieto por las crípticas palabras del judío e intrigado por lo que el informe de mi estudio masturbatorio podía haber arrojado, llamé a la policía, denuncié su desaparición y volví a tomar la primera de las autopistas hacia Pasadena.
*
Llegué a tiempo para ver cómo sacaban el cadáver del doctor en una bolsa, sobre una camilla. Ya estaban colocando las clásicas fajas amarillas, delimitando la escena del crimen. Salí del auto e intenté sacarles algo de información a los policías, pero todos se negaron rotundamente. Ni siquiera sirvió decirles que había sido yo el del llamado al departamento de policía. “Pronto será citado a declarar”.
De regreso a la angustia de la casa —ya no podía decir “nuestra casa”, y me negaba a decir “mi casa”—, busqué inútilmente relajarme con una ducha caliente y me dispuse a tomar whisky delante del televisor, hasta caer dormido. Estaba todavía en lo que había llegado a ser por poco tiempo nuestra habitación matrimonial, buscando un calzoncillo, cuando sobre la cama vi iluminarse la pantalla de su celular. No estaba dispuesto a atender, pero la curiosidad me ganó y me acerqué a mirar.
No era un llamado. Era un mensaje de texto ingresando. Uno del judío. Desbloqueé la pantalla y lo abrí.
La industria está a salvo.
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