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MIL OJOS de JUAN JOSÉ BURZI

El gran autor y referente de una literatura decadentista y brutal Juan José Burzi, nos sumerge en la fascinación del cuerpo humano. La belleza y el horror se unen en este cuento publicado en "Un Dios demasiado pequeño" (2009) y que hoy publicamos para todos ustedes en La Tuerca Andante.



«Ver a la Gorgona es mirarla a los ojos y, con ese cruce de miradas,

dejar de ser uno mismo, un ser vivo, para volverse,

como ella, Potencia de muerte.»

Jean- Pierre Vernant, «La muerte en los ojos»



Desde un principio Betsabé intentó convencerse de que su trabajo era algo curioso nada más, algo que debería hacer con indiferencia. Abstraerse. Sonia había usado esa palabra, y a ella le había parecido adecuado. Después de todo, solamente tenía que estar quieta durante un par de horas.

Y así fue. Al menos durante las primeras noches no se hizo demasiados planteos, ayudada por un sueldo exagerado y la tranquilidad de conciencia de que con eso no le hacía daño a nadie.

 

Betsabé la reconoció por la voz que, terca y arrogante, se imponía sobre la música. Sonia la vio y dejó de hablar, haciendo un gesto excedido de alegría. Todo era excedido en Sonia. Betsabé le contó de su separación y de la idea de vivir unos meses sin trabajar, usando unos ahorros. Siguieron hablando de la sorpresa de encontrarse después de años, de cómo la vida las había convertido en otra cosa diferente a lo que pensaron que serían.

Por la madrugada, ya borrachas y mientras se despedían, Sonia le mencionó algo acerca de un nuevo empleo y se ofreció a recomendarla para cuando necesitara trabajar.

Pasaron algunos meses y Betsabé recordó ese ofrecimiento: «Es un trabajo raro, pero pagan muy bien. Lo único malo es que se trabaja de Jueves a Domingo por la noche. Igual te puede interesar.» Le había dicho Sonia.

Betsabé estaba tan necesitada de dinero como de un hombre, y todo lo que esa descripción traía implícito le interesó. Por eso la llamó, pensaba satisfacer su curiosidad morbosa y después rechazar el trabajo. La fantasía de prostituirse siempre la había excitado, pero tenía en claro que no sería capaz de hacerlo.

 

En el confort del agua tibia que le aflojaba la pintura del cuerpo, y a punto de ceder al sueño, Betsabé abrió los ojos y su cuerpo se tensó, acompañando con esa actitud física la respuesta que había buscado durante toda la noche. Más adelante no recordaría ese instante de entendimiento ni cómo se siguió pasando la esponja por los pechos, mecánicamente. Lo único que recordaría es a ella viendo la mirada de ese hombre.

 

Sin embargo, no se trataba de prostituirse. Sonia le explicó que nadie la tocaría. Simplemente iban a mirarla, a jugar a un juego de apariencias y fantasía. Quienes concurrían a ese lugar, en su mayoría hombres, simulaban creer todo, y tanto ellos como los que trabajaban ahí se entregaban a la farsa al punto de tomarla como verdadera.

 

Cuando Betsabé aceptó el trabajo, los dueños le recalcaron la necesidad de discreción, por ellos y por los clientes. El «bar», como lo llamaba Sonia, era tan particular como exclusivo. Estaba inspirado en otros lugares similares y contaba con las extravagancias más refinadas del mundo…o al menos eso era lo que sostenían los dueños. El primer pensamiento de Betsabé fue que esas «refinadas extravagancias» eran estupideces ridículas, algo infantil por lo que pagaban personas adineradas que no se conformaban con tener un vicio igual al de una persona común y corriente.

Al poco tiempo de trabajar ahí su opinión cambió.

 

¿Qué miraba ese hombre de ojos ensoñados? ¿Veía un cadáver con signos de vida o a un ser vivo disfrazado de muerte? ¿A qué farsa se entregó durante el tiempo en que no le quitó la mirada de encima? ¿Ese tiempo fueron minutos u horas? ¿Se entregó a una farsa o creyó estar viendo lo que no era? Y en caso de ser así, ¿qué cosa la inquietaba más: que él supiera o que no supiera nada?

 

La idea, el concepto, había sido tomado de una costumbre no muy difundida de Japón, de la era Showa: existían ciertos bares en donde se bebía ante cadáveres, los cuales se colocaban en posiciones a veces mundanas, a veces acrobáticas. Quienes se emborrachaban en esos bares lo hacían mucho más a gusto frente a esos cuerpos sin vida que frente a los vivos. Eran lugares secretos, donde no había que ser necesariamente rico para ingresar, pero sí una especie de iniciado. Betsabé no pidió más explicaciones y ni Sonia ni los dueños del bar se las dieron.

 

El bar era un extenso subsuelo dividido en dos partes: En una, la primera al entrar, se podía beber y mirar diferentes proyecciones sexuales en una pantalla enorme que había en una pared. A veces eran películas, otras, videos que parecían caseros. Ellas trabajaban en la parte que Sonia llamaba «la sala del horror»: la iluminación era escasa, el sector más iluminado era el de la pequeña barra. El lugar estaba lleno de sillones y almohadones donde los clientes se recostaban. A un metro y medio del suelo y empotradas en la pared, había tres compartimentos que parecían peceras gigantes. Estos compartimentos, apenas iluminados, que se cerraban con un candado del lado de afuera, eran el lugar donde ellas debían posar. Adoptaban una posición cómoda, que pudieran sostener durante un par de horas, y se prestaban al espectáculo. A veces simplemente yacían en el piso, otras estaban sentadas, apoyadas contra algo y con una mano sostenida por un piolín, o con el torso rodeado de una soga, simulando las posiciones que una hipotética muerte les dejaría adoptar.

 

Betsabé se interiorizó cada vez más en su trabajo. Buscó fotos de muertos y de autopsias, ensayó expresiones cadavéricas frente al espejo… preocupaciones que Sonia desestimaba. Sonia decía que debían tener en cuenta el estado de percepción de quienes las miraban, ellas contaban con la ventaja del vidrio opaco y de la luz mortecina. Por eso se permitían pestañear y respirar sin que se notara. Por otra parte, Sonia reiteraba una y otra vez, quizá como una precaria forma de defensa, que los clientes sabían que todo era una farsa y que en realidad les interesaba más ver sus cuerpos desnudos que otra cosa. Afirmación con la que Betsabé no estaba de acuerdo: en unos pocos días de trabajo se había dado cuenta de que los clientes se concentraban más en las heridas o detalles mortuorios que les maquillaban sobre el cuerpo que en mirarles la entrepierna o los pechos. Y si no era en esas heridas maquilladas, la mirada de los clientes se perdía en los frascos llenos de formol con miembros humanos y fetos que se veían tan reales como sus cuerpos.

 

En ese subsuelo, además de beber en abundancia, los clientes fumaban opio y utilizaban otras drogas. Se inyectaban sustancias que les proporcionaban un visible deleite y que los hacía recostarse con una expresión ausente o deambular entre el humo y las penumbras. Betsabé no tenía en claro si al menos lo que ella tenía que hacer era legal. En un primer momento se dijo que debía averiguar si posar desnuda estaba prohibido. Finalmente, el sentido común le dijo que no, que eso no era prostituirse, y que hasta podía considerarse algo artístico, como pasaba con las modelos de los pintores. Después de todo, estaba representando algo; representaba la muerte de la forma más real que podía: por medio de la inmovilidad y la desnudez.

 

El tiempo de preparación que le correspondía a cada una variaba según el tipo de cadáver que debía representar en la noche. Cuando más le costó representar su papel fue la noche en que debió ser un cadáver en un avanzado estado de putrefacción. Retocaron todo su cuerpo con los colores propios de la descomposición. Uno de los dueños, la mujer, era quien dirigía la etapa de maquillaje; indicaba en qué sectores correspondía un tono más verdoso o más ocre, dónde dejar la piel libre de maquillaje y otros detalles. Betsabé se preguntó por primera vez de dónde sacaba esas precisiones.

¿Buscaría, al igual que ella, fotos de cadáveres y autopsias?

 

Luego de haber sido observada por ese hombre, las noches eran una espera enfermiza, una mezcla de ansia y de miedo. Algo que no era explicable racionalmente y de lo que no había hablado con nadie: con Sonia apenas intercambiaba algunas palabras, por lo general estaban ocupadas con la personificación cadavérica; con los dueños tampoco hablaba más de la cuenta, y lo mismo pasaba con la otra modelo y las personas que la maquillaban. Y quizás esta situación la hacía sentir aún más sola ante ese desconocido de ojos ensoñados. No había aparecido en la semana anterior y Betsabé guardaba la esperanza de no verlo más. La última vez se había puesto tan nerviosa que había comenzado a transpirar. Y cuánto más pensaba en que se correría el maquillaje y en que todo se echaría a perder, peor era. El hombre se había parado justo en el límite de la baranda que acordonaba la pecera y que servía para que nadie se acercara demasiado. Betsabé no supo si el tiempo en que esa mirada se paseó morosamente por su piel maquillada de muerte se trató de minutos u horas. Unos ojos inquietos que parecían tentáculos recorrían las formas de su cuerpo y a veces se detenían, se agazapaban sobre un punto que ella no llegaba a identificar ni a entender, un punto que por algún motivo secreto solamente ese hombre alto y apagado conocía, o quizá simulaba conocer, absorbido por la alucinación del opio. Y era entonces, cuando sus ojos reposaban fijos en ella, que Betsabé más miedo sentía. Y «reposar», se decía Betsabé, era solamente una expresión. Lo más terrible de ese hombre era que su mirada, en realidad, nunca reposaba.

 

Más de una vez creyó encontrarse con el hombre en la calle. En esos segundos de confusión se quedaba tiesa, el corazón bombeaba más rápido y la tensión entre correr y no hacer nada se volvía insoportable. Eran solamente segundos, momentos tan fugaces como cuando se cree reconocer a alguien por la ventanilla de un colectivo, y tan eternos como una pesadilla.

La fantasía de ser atacada por ese hombre era cada vez más recurrente. No imaginaba otra intención en esa mirada que, ahora sí estaba segura, sólo buscaba los vestigios de la muerte sobre su cuerpo. Y había llegado a otra conclusión, no menos inquietante: él sabía que ella no era un cadáver. A pesar de la luz opaca, del maquillaje, de las pelucas y de lo mejor o peor que podía hacer su trabajo, ese hombre sabía que todo se trataba de una farsa.

 

Betsabé se prometió hablar de eso con Sonia. Quizá ella conocía algo acerca de ese personaje, y podía sugerirle qué hacer.

 

Antes de ir a la cama volvió a mirar las nuevas fotos que había guardado en la computadora. Eran de un sitio de internet dedicado a la muerte. En esas fotos los cuerpos estaban desnudos. Eligió las de los cadáveres con los ojos abiertos, eran las que más la impresionaban. Mientras pasaba de una foto a la otra, se preguntaba cómo hacían los forenses para trabajar con esos ojos abiertos.

Había una con una mujer excedida en peso, el cuerpo rebasaba la camilla de disección. Estaba repleta de cortes, ninguna parte había sido discriminada. ¿Quién pudo hacer eso?

¿Por qué? La imagen del hombre mirándola la noche anterior se interpuso.

Apagó la computadora y, vestida como estaba, se acostó a dormir.

Esa noche regresaron las pesadillas. Betsabé tuvo la sensación de que había estado latentes desde el primer día en que entró a trabajar ahí, de que era cuestión de tiempo hasta que volvieran y animaran su sueño.

En la adolescencia, con un psiquiatra y pastillas, había logrado volver a dormir en paz. Y durante cinco años olvidó, o fingió olvidar, que existieron.

Pero Betsabé sabía que no se podía escapar de uno mismo.

 

Al mes de no ver al hombre, Betsabé olvidó el temor y estableció con los clientes un juego mudo que consistía en lo recíproco de ver y ser visto. Betsabé, amparada en el efecto de luces de la pecera, fijaba la vista en quién estuviera frente a ella. Intentaba adivinar qué pasaría en esas conciencias opacadas por el opio y el alcohol, cómo tomarían el hecho de que un cadáver los mirase fijo; un cadáver bello, pero cadáver al fin.

Inclusive, en las noches más relajadas, y mientras su cuerpo inmóvil y camuflado era el centro de atención de algunos, ella se abstraía y meditaba acerca de la vida y la muerte, de la cercanía que había entre ambas y del elemento que los acercaba hasta el límite: el sexo. Conclusión a la que había llegado después de meses de simular estar muerta, de compilar obsesivamente fotos de cadáveres en la computadora y de no tener relaciones sexuales de ningún tipo, salvo masturbarse, sola en su cama doble, recuerdo de otra vida que parecía tan lejana como ficticia.

Como si el deseo enfermizo que veía en los ojos de quienes pagaban para estimularse y mirarla fuera contagioso; como si ella, su cuerpo, despojara de la mirada y del deseo al otro, absorbiéndolo todo, recargándose para después estallar en la madrugada, cuando se frotaba la entrepierna con furia, con una desesperación desconocida hasta ahora, una animalidad nueva y excitante.

Betsabé llegó al bar un poco más tarde de lo acordado y encontró que Sonia estaba llorando en el baño, con un ataque de nervios. Trató de calmarla, y en cierta forma lo logró. Sonia le dijo que no soportaba más ese trabajo, que había visto cosas horribles y que tenían que hablar tranquilas en otro lugar. Betsabé le dijo que al día siguiente podían juntarse por la tarde. Mientras le decía eso, notó que Sonia no era la misma de antes, estaba más demacrada y parecía agotada. Sonia se enjuagó la cara y le hizo prometer que no iba a contar nada a nadie, y mucho menos a los dueños. Ella se lo aseguró.

 

En algún momento de la noche, Betsabé volvió a sentir una incomodidad que ya creía haber olvidado. Una caricia sutil, un hormigueo provocado por dos ojos que había creído que no volvería a ver más.

El hombre estaba recostado sobre un sillón, fumando. El gesto del opio, entre amargo y placentero, era evidente.

Esa noche Betsabé llevaba puesta una peluca castaño claro, enrulada. Estaba sentada en el suelo, contra un sillón, con las piernas abiertas en v hacia el frente, una pierna maquillada de cicatrices, el cuerpo con un tono ocre. Tenía la cabeza caída hacia su derecha, con la pera apoyada sobre un pecho. En posición no era la adecuada para mirar a los concurrentes en general, pero sí para ver a ese hombre. Estaba recostado justo en su campo de visión. Calculó que para evitarlo, debía girar la cabeza, pero sería un movimiento demasiado evidente; o dejar los ojos cerrados, algo difícil de hacer con esa mirada clavada en ella.

Tomaba esas precauciones porque a pesar de tener la seguridad de que el hombre sabía de toda esa farsa, Betsabé presentía que mientras se mantuvieran las apariencias, eso que se daba entre ellos iba a quedar atascado en ese límite: solamente mirar.

 

Bañada y lista para irse, Betsabé escuchó una discusión. Era la voz de Sonia, casi gritando, y la de alguien que no pudo distinguir bien. Las voces procedían de la oficina de los dueños.

Se despidió del barman y de la otra modelo, que siempre se quedaba tomando algo. Betsabé sospechaba que entre ellos había algún tipo de relación.

Miró su reloj. Las seis de la mañana. Quería llegar a su casa, pensar en lo que había pasado esa noche y dormir. A la tarde llamaría a Sonia.

 

Las pesadillas la obligaron a dormir con interrupciones. Apenas despierta, y con los hechos de sus sueños aún presentes, Betsabé agradecía estar despierta. La vigilia era una precaria autodefensa a las pesadillas. Las imágenes que persistían en su memoria la aterrorizaban, la hacían acostarse de nuevo y dormir con la cabeza tapada, como cuando en su adolescencia ese sueño recurrente la atormentaba. Un sueño de violación y sangre. Algo no tan diferente a lo que soñaba ahora, pero preferible.

Una de las tantas veces en que despertó, transpirando y con una sensación de asfixia y taquicardia, miró la hora: Eran las cinco de la tarde. Se levantó y llamó a Sonia.

Con el tubo pegado al oído, y sin obtener respuesta, Betsabé se preguntaba qué había visto Sonia y hasta qué punto podía relacionar la discusión que oyó el día anterior con eso. La ausencia del otro lado de la línea le hizo olvidar las pesadillas y hasta de la inquietud que le causaba ese hombre.

Llamó varias veces y dejó ocho mensajes. Por la ventana pudo ver como estaba anocheciendo. Debía entrar al bar a las nueve y media para estar maquillada y en posición a las once. Decidió ir media hora más temprano para ver a Sonia.

 

Betsabé y los ojos; seis, ocho, mil podrían ser. Mil ojos que la miran y ninguno que puede ver lo que le sucede. Un envenenamiento silencioso y ciego, que viaja por la sangre, fluye en las arterias y se deposita en ese lugar que ningún bisturí puede alcanzar: el alma.

Mientras tanto, los ojos miran. Los ojos, que pueden ser mil, ocho, seis; que en realidad no cuentan porque ningunos son los ojos de ese hombre que la disecciona con la mirada; esos seis, ocho, mil ojos, miran y apenas ven la verdadera muerte que lleva Betsabé en la piel, en la carne, en el alma. Se contentan con ese poco y con ver la muerte fingida, porque vislumbrar una pequeña porción de esa muerte es ignorar la propia, es poder negar el cáncer que se alimenta dentro de ellos, la trombosis que se avecina, el paro cardíaco que los acariciará un día. Esos mil, ocho, seis ojos palpan las heridas de Betsabé, lamen la podredumbre que la vida dejó olvidada, se extasían con la rigidez cadavérica que el opio, el alcohol, el vidrio ahumado y las luces les ayudan a ver y a creer. Mientras tanto, Betsabé degusta el veneno y piensa en Sonia. La ausencia del hombre no le sirve para tener paz. Betsabé piensa en Sonia.

Por primera vez desde que trabaja en ese lugar, Betsabé desvía la mirada hacia el frasco de formol con un feto adentro y siente asco. La piel blanca, casi transparente de esa carne retorcida en sí misma es demasiada real y está demasiado cerca de ella. Los párpados cubren piadosamente esas dos bolitas ciegas. Por primera vez se enfrenta a la realidad: es un feto de verdad. Como es una mano humana y no de goma la que flota en el otro frasco, el que está a su derecha. Y como lo son los otros fetos y miembros que decoran las demás peceras. Esa mirada con los ojos cerrados del feto pesa más que las miradas de los que están del otro lado del vidrio, fumando y tomando, recostados y parados, ausentes y excitados.

Esa mirada que no es y Sonia, que está en la pecera más alejada, que llegó más temprano y con quien no pudo intercambiar ni una palabra, pesan más que todo.

 

No se acostó a dormir; tampoco, como hacía cuando cobraba, se tomó unos minutos para guardar el dinero del sueldo. Lo primero que hizo fue telefonearla. Imaginó el departamento de Sonia vacío, departamento que no conocía, con el teléfono sonando en la madrugada, los vecinos molestos. Dejó un mensaje donde le pedía que llamara a cualquier hora, que necesitaba hablarle.

 

Cuando llegó al bar, se encontró con que otra vez Sonia había llegado antes que ella. Betsabé la vio cuando iba caminando hacia su pecera. Ya estaba en su lugar, adoptando la misma posición que le había correspondido la noche anterior; una herida en el cuello, los ojos perdidos en algún lugar del bar aún vacío.

Y ahora, mientras el hombre alto y apagado la recorre con la mirada, otra vez en su campo de visión, Betsabé piensa en que Sonia no la saludó, en que otra vez le tocó estar en la pecera más alejada, el lugar más oscuro del bar. Betsabé recuerda el desdén con que su compañera siempre tomó su rol de muerta, las burlas que le dirigía por el excesivo celo que ponía en simular. Por eso no entiende ese silencio, ese gesto ausente antes de que se abra el bar. También piensa y mira de reojo el feto en el frasco de formol. Otra vez suda, tiene ganas de gritar, de pedir auxilio, que alguien haga algo… pero no sabe qué. No sabe en qué la pueden ayudar esas personas que están tan alejadas de la realidad como lo están el feto y la mano. Y Sonia. Qué puede hacer ese hombre con mirada de lobo, acaba de darse cuenta, tiene mirada de lobo. Todo está impregnado de muerte, también el deseo que su cuerpo absorbe. De esa combinación obtiene el frenesí enfermizo. Pero no piensa más en eso, no desea. Ahora solamente ve fumar al hombre de mirada de lobo.

Betsabé sabe que hay una regla impuesta tácitamente entre ella y ese hombre: no se puede matar lo que ya está muerto.

Los ojos muertos de Sonia la siguen mirando, ese breve cruce de miradas que tuvieron, o que en ese momento Betsabé creyó que estaban teniendo, le dejó grabados esos ojos perdidos en algún rincón del bar. Y los ojos de Sonia parecen, ahora, contarle la verdad.

 

Betsabé entonces, en ese punto sensible de percepción que se manifiesta como una conjunción de vivencia y videncia, no aparenta más. Deja la posición de muerte que le indicaron. El hombre de mirada de lobo no parece sorprenderse, solamente sonríe. Betsabé conoce esa sonrisa, la vio en sus pesadillas.

De pie y desnuda, golpea el vidrio, no sabe bien si para romperlo o si para que alguien abra el candado que la mantiene encerrada.

 

Los ojos muertos, nunca tan muertos, más que en cualquier otra muerte, la siguen mirando, y el ruido insoportable de esa mirada se hace humedad sobre su piel. Sonia y su mirada sin vida, mirada ausente y lejana. Mirada muerta.




Biografía Juan José Burzi nació en Lanús en 1976.

Su libro La mirada en las sombras. En torno a Caravaggio (2019) obtuvo el 1er Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires en categoría Ensayo, Mundos oscuros (2016), el 2do Premio Municipal en categoría cuento. También publicó Un dios demasiado pequeño (2009), Sueños del hombre elefante (2012), Los deseantes (2015) y Shibari (2018), todos de cuentos. Ensayo: Sensualidad y erotismo en Caravaggio (2022) En el campo de literatura infantil publicó Miedo a la oscuridad (2007) y Tres deseos (2019)

Sus obras y proyectos fueron becados tanto por el Fondo Metropolitano de Bs As (2012), como por el Fondo Nacional de las Artes (2016, 2019, 2021)

Su obra Las Siamesas Benn obtuvo una mención en el Premio Nuevo Teatro en 2020.

Es director de la revista de opinión literaria Los Asesinos Tímidos (www.losasesinostimidos.com.ar)

Tradujo a clásicos como H.P.Lovecraft, G.K.Cherteston y Henry James, entre otros.

1 Comment


Guest
Jun 16

¡Muy bueno!

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