Hoy presentamos en "Pesadillas de Felicidad" el cuento "Merecido" de Alejandra Laurencich, cuento ganador del primer premio de la XXX edición del Premio de Narración Breve de la UNED de España, actualmente publicado en su libro de relatos "El día menos pensado" por la editorial Alfaguara.
"Merecido" nos lleva a una casa de verano en la costa junto a una joven guionista y un amigo extranjero.
Es la casa de verano donde lo que parece ser placer y felicidad va mutando de tal forma que nos preguntamos: "¿Como sabemos cuando somos felices?"
A Martijntje
En qué vendría pensando para no haber visto el cartel que anunciaba el kilómetro 297, se preguntó Frida. Por poco lo pasaba de largo, y eso que lo sabía fundamental para hallar el camino desde la ruta provincial hacia un casita, según le había dicho Cédric: No es fácil ver la entrada, por eso debes poner atención. Iba aferrando el volante con el cuerpo tenso, alerta. Y dentro de su cabeza, infinidad de sospechas. Como si anticipara que algún problema iba a presentarse: quizá la propiedad que le habían ofrecido era una pocilga con olor a viejo, de las que sólo pueden gustarle a un francés medio loco, o quizá ni siquiera la encontrara y tuviera que volverse por donde vino, otra vez los casi trescientos kilómetros de Interbalnearia para regresar a su pisito y ponerse a tipear el guion entre las discusiones con su madre, los treinta y pico de temperatura promedio de Buenos Aires, las bajas de tensión que le impedían encender el aire acondicionado de su estudio.
Que por qué mierda su madre no se habrá vuelto a su provincia de una vez, eso era en lo que venía pensando: le había dicho que lo haría después de fin de año y todavía estaba ahí, a mediados de febrero, como si fuera una huésped de lujo.
—La estación de servicio, atenta —se alertó en igual tono al que usaría la vieja para indicarle alguna cosa.
Manoteó la cartera y hundió la mano, revolviendo todo hasta encontrar los datos para llegar. Estaban anotados en una hoja de agenda Moleskine. El detalle le había parecido un buen augurio, igual que cuando se filtró, en medio de todo el ofrecimiento inesperado de Cédric, la frase finca de mar. Que así podía buscarla en el link de Airbnb, le había dicho él, pero ella no había tenido tiempo de buscar nada, y tampoco había querido hacerse demasiadas ilusiones con la denominación, porque Cédric era un productor extranjero con solo un año de residencia en el país y seguro no tenía noción de lo que en Argentina significaba la palabra finca, pero ahora trató de enfocarse en ese pálpito: finca y Moleskine, una combinación maravillosa. Se dijo que esto que le pasaba era merecido, muy merecido. Había tanta gente que la quería y se preocupaba por ella y por apoyarla en sus decisiones; no como su madre, que la llenaba de miedos. Se bajó los anteojos que usaba como vincha y leyó el papel:
“Cinco kilómetros después de la estación de servicio, apenas pasado el km 297 verás comienzo de curva señalada por flechas”. Ahí la estaba viendo, aminoró la velocidad. “Une flecha ha sido quitada y es el sitio justo para meterse”. Perfecto, giró el volante con rapidez. “Abrirse paso entre un túnel de arbolitos cualunques, y luego de pasar dos tranqueras” —que abrió y cerró cuidadosamente—, “internarse en un sendero que irás viendo señalado por carteles que dicen LES SAPINS”.
—¡Ay, por favor, Cédric: esto no es “un casita” sino una tremenda finca de mar! —aulló boquiabierta en el coche aunque nadie la escuchara, y entonces sí le hubiera gustado estar con su madre, leer su asombro y vengarse de tanta prevención inútil, celebrar a su modo el avance del auto por una alameda gigantesca y luego senderos bordeados por cientos de especies de plantas salvajes; curvas y contracurvas parquizadas a la perfección, que iban atravesando los bosques de pinos de una propiedad fabulosa, porque en ese momento, y ya mucho antes de llegar a verla, cayó en la cuenta de que todo lo que había dicho Cédric sobre la “casita” que había comprado para hacerse escapadas cuando quería era de una humildad casi ofensiva. Se sintió como una guionista de Holywood llegando a un sitio espectacular con el sólo propósito de aislarse para escribir.
Luego de esa entrada increíble, que calculó de unos cinco o seis minutos entre diferentes bosques, cortaderas, y flores silvestres, detuvo el auto frente a las dos plantas soberbias de Les sapins, absolutamente vidriadas y de perfil minimalista, alzadas entre los pinos de una duna; a un kilómetro, por si fuera poco, de una playa inmensa a la que Cédric había dicho que podía ir desnuda si quería, porque siempre estaba desierta. Pero para qué necesitaba playa si la casa era un sueño, con pileta de natación entre los árboles y la casera a unos trescientos o quinientos metros por si necesitaba alguna cosa. ¿Podía existir algo así en su país? Y que se la hubieran prestado por siete días, gritó, ya actuando como la protagonista de un film americano. Sin internet, no habría posibilidad de que su madre la molestara con sus recomendaciones o preguntas; o el abogado de su ex, o su hija con sus asuntos del corazón; nadie, nadie vendría a joderla.
Apagó el motor del auto y escuchó el rumor de los pinos, el susurro del viento, y —si aguzaba el oído— las olas de mar. Con un entusiasmo infantil empezó a bajar los pocos bultos que había llevado: un carry-on con algunas prendas de verano y la campera y la notebook más los libros que podía necesitar para chequear información, única desventaja de no tener wi fi. Cédric le había dicho que como no había pueblos a menos de treinta kilómetros, él incluso se encargaría de hacer que tuviera provisiones para su llegada, y luego podría pedirle lo que quisiera a Azucena. La llave estaba puesta en la puerta, qué felicidad.
A cada paso que daba la invadía el deseo de agarrar el celular y tomar alguna foto: al estilo nórdico de los muebles o las alfombras de Katmandú, a la vajilla de cerámica mexicana o las fotografías enormes en blanco y negro que colgaban de las dos únicas paredes de ese gran living comedor —con hogar y lámparas de diseño— que parecía una inmensa caja de cristal pendiendo entre los árboles. Y cuando bajó la escalera descubrió que los dormitorios daban al nivel del suelo, la construcción aprovechaba la duna, arquitectura inteligente y natural. Acolchados inmaculados, blanco sobre blanco, somier King-size y almohadas de pluma y veladores y comodísimos armarios y toallas espumosas para su disfrute; porque estaba sola, absolutamente sola en esa finca de mar.
Y qué podía hacer primero, ¿salir corriendo cuesta arriba por las ondulaciones cubiertas de pinocha, ir a conocer la playa o la piscina, arrojarse a la cama, rebotando como cuando era chica, llamar a su madre para avisar que había llegado bien, o mejor dicho, había llegado al paraíso? Fue a buscar el celular pero enseguida cayó en la cuenta de que no había conexión. Listo, era libre, podría pasear un poco o dejar la exploración de la finca entera para mañana, y ahora que empezaría a oscurecer, ponerse a escribir el guion en esa serenidad escandalosa. A eso había venido, claramente, pero el júbilo que la embargaba le hacía ir y venir por los ambientes, incapaz de poner el culo en una silla. Mejor comer algo, eran casi las siete de la tarde y no había ingerido nada desde el almuerzo: un yogur con cereales que le obligó a tragar la vieja para conducir espabilada. Abrió la heladera y vio carnes, quesos, cremas y frutas y panes listos para hornear y toda clase de dulces y jugos. Ay, Cédric, cómo es posible. De inmediato, y como supuso que le sucedería a los millonarios acostumbrados a la abundancia, se le antojó descorchar un champagne. Justo lo que no había. Qué tonta, podría haber pensado en ese detalle, traerse una botellita aunque sea, para celebrar. Basta, no iba a empezar con su manía de buscarle el pelo al huevo; un jugo y un sándwich, una ducha y a escribir.
Ya bañada y oliendo a verbena de L'Occitane, envuelta en un toallón formidable, desempacaba alegremente sus pocas prendas, cuando vio una sombra fugaz oscureciendo la última luminosidad del sol poniente entre el dormitorio y la loma. Ruidos sobre la pinocha. Se acercó con urgencia a la puerta ventana y escuchó un ladrido y golpes arriba, en la entrada, alguien estaba llamándola: Señora, señora. Subió los escalones de dos en dos y vio, por el vidrio cercano a la entrada, la figura rechoncha de una mujer en ojotas, con una botella alzada como un trofeo. El perro entró sin problemas y se puso a corretear mientras la mujer se presentaba como Azucena, la casera, que por encargo del dueño de casa venía de comprarle un extra brut para recibirla. Pura amabilidad esa mujer, aunque Frida supuso que estaría mirándola también con ojo de tasador, si era una buena pretendiente para su patrón, o una de las tantas huéspedes que tendrían allí durante la temporada de verano o invierno, para amortizar la inversión. Azucena pasó a darle explicaciones de cómo usar esto y aquello:
—No sé si va a querer usar la alarma, señora. Si gusta le explico pero acá es muy tranquilo, toda la zona, y capaz llega a aparecer uno de los caballos a pastar por el bosque y se dispara la alarma y la va a asustar peor que si no la hubiera puesto, porque es muy sensible el aparato. Cualquier cosa me llama, si no.
Pero por favor, ella no era de esa clase de gente que vivía aterrada como su madre, pensó, además qué alarma necesitaba, si no había traído más que esa notebook vieja en la que se empeñaba en seguir escribiendo; nada de valor, le dejó bien en claro, para que la tal Azucena vaya enterándose de que ella no le iba a dejar propina si era lo que estaba esperando. Le agradeció el champagne y la gentileza, la despidió con la botella en alto, la vio alejarse seguida de su chucho. Hembra, le había dicho Azucena, se llama Carrie.
Mientras Frida bebía el champagne mirando el rojo sanguinolento del sol que bañaba el pinar con los últimos rayos, pensó si el nombre del perro se lo habrían puesto por la película de Brian De Palma, y por un momento sintió una oleada de algo siniestro. Por qué no había aceptado poner la alarma, carajo. Buscó el celular, en el que se veía el signo de conexión nula. Pero entonces, si pasaba algo, cómo llamaría a Azucena, ¿con señales de humo?
Salió a la terraza que avanzaba como una proa sobre la duna. Desde allí, la parte más alta de la casa, no se divisaba ni el techo de la construcción de la casera. ¿A cuánto había dicho Cédric que estaba esa vivienda? Todo era inmenso, solitario y silencioso. La rodeaban ondulaciones cubiertas de pinares, arriba el cielo y esos chimangos, que con sus gritos volvían más dramático todo el paisaje del anochecer. El alcohol le estaba trayendo una modorra paranoica en vez de una sensación de bienestar. A ver si la Azucena esa le había traído una botella con narcótico, la dormía y le quitaba todo. Quiso llamar a Cédric para preguntarle si su casera era efectivamente una mujer rechoncha, si él había ordenado que le trajera una botella de Rosell Boher. ¿Por qué no se lo dejó en la heladera con las demás provisiones? Pero qué manía de andar inventando desgracias, se estaba pareciendo a su madre. A trabajar, se ordenó, limpió la mesa y bajó a vestirse. En vez de los remerones de algodón que había traído, decidió estrenar el camisolín de seda que le había regalado su hija para las fiestas. Era precioso ¡y le quedaba justo! Radiante y feliz, subió la notebook al living.
Encendió las luces y el efecto fue maravilloso: el azul de la noche cerniéndose afuera y la calidez de esas dicroicas tan bien distribuidas desde las vigas de madera. Dónde ubicarse a escribir ¡había tantos lugares! Y la vista del bosque, subyugante. Y ese silencio increíble, un poco aterrador. Cuando terminara de anochecer, la oscuridad afuera sería impenetrable. ¿Y ella sola? El signo de recepción nula en su móvil seguía firme. ¿Ahora qué, entonces? ¿Pasar la noche con esa inquietud? ¿Salir a buscar por los caminos solitarios la vivienda de la casera? Odiaba su imaginación desbordada; no haberle dado a su madre al menos el teléfono de Cédric, o el de la finca, porque la vieja entonces habría llamado para asegurarse de que su hija hubiera llegado bien.
A no desesperar, había venido a escribir en paz. Y si tenía que encerrarse para conseguirlo, lo iba a hacer. Al menos hasta que amaneciera. Tenía comida y bebida de sobra, una escaleta con las escenas que faltaban para alcanzar el final del guion y todos los cerramientos de la propiedad eran Blindex, como los que había visto en la casa de su primo en Dinamarca. Sólo debería comprobar que estuvieran cerrados correctamente y a trabajar. Pero eran tantos ventanales, menos el cuartito donde estaba la caldera y la máquina de lavar, el resto era vidrio.
Sin perder tiempo empezó por controlar las aberturas del mismo living comedor: abría y volvía a cerrar cada una para chequear el hermetismo. Clac, clac, perfecto. Siguió por la cocina. Clac, clac. Pensó que si Azucena estuviera mirándola desde la espesura del bosque se estaría divirtiendo a lo loco: ¿cómo es eso de que no necesitaba alarma la señora? Pero qué le importaban a ella los juicios de esa mujer. Clac, clac, ventana lateral sobre escalera, cerrada. Mañana iría hasta el pueblo más cercano a llamar a Cédric, a asegurarse de que todo estuviera en orden. Clac. Clac, baño cerrado, pasó a uno de los tres dormitorios. Clac, clic. ¿Cómo clic? Volvió a abrir y a cerrar el ventanal, pero el ruido fue el mismo. Sintió una baja de presión. Se calzó los anteojos para observar la cerradura. Estaba falseada.
Miró con pasmo hacia afuera, el bosque. Desde allí, subiendo la loma, se bajaba luego a la última curva del camino que en sentido contrario llevaba a las tranqueras que ella misma había cerrado cuando entró. Pero las había cerrado con el gancho nada más, porque aunque decían Propiedad Privada, Prohibido avanzar, no tenían puesto el candado. Cualquiera que se desviara de la ruta y decidiera entrar por entre esos arbolitos cualunques a ver qué había al final del sendero podría hacerlo. ¿O Azucena las cerraba cuando caía la noche? ¿Y qué con el sector este de la casa, el que iba hacia el mar, a esa playa desierta que aún no había conocido? ¿Qué si a algún borracho, un pueblerino depravado que anduviera paveando por ahí se le ocurría internarse por los caminos y llegaba hasta la propiedad, y veía las luces encendidas, esa vidriera enorme que mostraba a la sirenita atrapada sin defensa en esos ambientes de lujo, vestida con un camisolín de seda? Mierda y mierda, le temblaban las piernas insistiendo en cerrar una y otra vez la ventana, esperando un milagro que le dejara escuchar el clac. Así no iba a poder escribir, algo tenía que hacer.
Dio vueltas sobre sí misma, mirando la pantalla del teléfono, buscando una solución, hasta que descubrió que la habitación tenía llave. Bueno, a dejarla cerrada y listo, mañana le diría a Azucena que arreglaran esa ventana y se acabó, sólo tenía que pasar la noche. O aventurarse por el bosque, a buscar la propiedad de los caseros, cosa que le daba terror, porque quién sabe qué otros animales aparte del chucho podría haber, ya se imaginaba descuartizada sobre la pinocha, los titulares de los diarios, turista muere a dentelladas de perros salvajes, su madre diciéndole a su nieta: Yo se lo dije, se lo tiene merecido por confiada, yo se lo anticipé.
Cerró la puerta, y con la llave en un puño, continuó con los demás cuartos hasta que todo quedó blindado y silencioso, el doble vidrio tenía esa cualidad también, la de anular casi todo el sonido exterior. Subió las escaleras y otra vez, al llegar al living comedor, la impresionante masa de oscuridad rodeando ese ambiente iluminado como un escenario la hizo estremecerse de pavor. Guardó la llave en la cartera, bebió de un saque otra copa de champagne para darse coraje, aunque ya estaba tibio, abrió el refrigerador y agarró unos quesos y aceitunas que llevó hasta la mesa principal, al lado de la notebook. Si no se ponía a escribir ya mismo iba a enloquecer. El trabajo curaba toda neura y hacía correr el tiempo.
Dos escenas completas con diálogos tensos y bien construidos eran las que estaba chequeando en su puntuación cuando algo la hizo levantar la vista: por una porción de paisaje entre las dunas se deslizaban las luces de un auto. Los focos iluminaron un instante la negrura y se perdieron en la curva que llevaba hacia la casa, ¿o hacia el lado contrario? ¿Azucena la abandonaba para irse de joda al pueblo o había llegado alguien que no tendría que haber llegado? Otra vez la tensión, miró la puerta principal, aguzó el oído. Si escuchaba el motor acercándose, los pasos de quien fuera, tendría que actuar rápido, agarrar un cuchillo o algo. Pero no se oía más que el zumbido de la heladera, y el canto de los grillos que traspasaba cualquier doble vidrio. ¿Sería Azucena que volvía de alguna parte, nomás? Quizá el camino continuaba más allá, por donde ella había venido a la tarde. Se levantó de la silla y caminó hasta los vidrios para ver si podía distinguir algo, un movimiento afuera, cualquier cosa, pero lo único que había eran plantas quietas, enormidad de piñas sobre la hojarasca y la pinocha, los troncos de los árboles altísimos oscilando apenas, y luego, al separarse un poco del ventanal, su propio reflejo, esa silueta asustada, sus piernas flacas bajo el camisolín. Qué espectáculo tentador para quien estuviera mirando la casa. Por qué no se vestía con decencia al menos, para no provocar a nadie. Y de pronto la alarma de su auto comenzó a sonar; ay, mierda, giró con el corazón al galope; quien hubiera llegado por el camino ahora estaba en su auto, y luego del auto seguía la casa. Ella tenía la vista clavada en la puerta, pero estaba petrificada de terror. De reojo vio los cuchillos de la cocina en el imán, el sonido de la alarma le retorcía los nervios. Cerró los ojos y se mordió el puño para no gritar, qué otra cosa mientras esperaba que se abriera la entrada y apareciera el ladrón, quizá con la mujer que se había hecho pasar por Azucena, cómo no se dio cuenta de pedirle documentos o una identificación. Idiota, idiota; deslumbrada por una botella de extra brut y esa vocecita amable de la hija de puta: ¿Quiere que le enseñe a usar la alarma, señora?, si aparece un caballo se va asustar. Qué actuación soberbia, se lo tenía merecido por…Pero ¿si era un animal, o una piña, lo que había caído sobre el auto? Abrió los ojos. ¿Cuántos minutos habían pasado sin que nadie derribara la puerta? Avanzó un paso hacia la mesa, donde estaba su cartera con la llave del auto. Nadie, nada se movía; un paso más y agarró el llavero. Pulsó la tecla, el sonido acabó y dio lugar a un silencio profundo y doloroso, no sabía si era eso lo que le provocaba el zumbido en los oídos o haber estado expuesta al miedo sin razón. Empezó a reírse, con una risa histérica. Tenía los nervios de punta, ganas de aullar. Volvé a trabajar, marmota, se dijo y corrió la silla para tomar asiento, pero entonces apareció un sonido más cercano, y eso no era invento, no, lo estaba escuchando claramente. Venía de abajo, no de afuera sino desde adentro de la casa, entonces el asesino no se había ido, sino que había rodeado la propiedad para entrar por algún dormitorio; comenzó a buscar enloquecida su celular, aunque sea dejaría grabado un mensaje de socorro a su madre, a Cédric, pero dónde estaba su teléfono, alguien se lo habría robado; pensó en el chucho, que quizá estaba adiestrado para eso; el sonido seguía y ahora descubría que era una música, qué mierda todo, ¿y si saltaba por el ventanal y echaba a correr hacia la ruta? Cuántos minutos podría tardar en llegar descalza hasta los arbolitos cualunques, pedir ayuda, pararse delante de un micro de los que circulaban por la Interbalnearia con turistas en vacaciones; vestida así, haciendo señas desesperadas en camisolín. Pero entonces advirtió que la música era igual a la de su alarma, la que indicaba el momento de tomar el Somit, el hipnótico que ingería desde el divorcio para conciliar el sueño. Era una trampa o qué. Dónde estaba el maldito teléfono. Cuánto tiempo había pasado escribiendo. La única conexión con la vida real era el celular y había desaparecido. La música seguía subiendo de volumen desde allá abajo. Después de un rato inmóvil decidió afrontar lo que sea, le dolían los músculos por la tensión. Pasó por la cocina y agarró un cuchillo y bajó, la música la llevaba ahí, al cuarto cerrado, del otro lado de la puerta alguien estaba tentándola con esa alarma cotidiana. Apoyó la oreja en la madera, ningún otro ruido salvo el de…¿Se había olvidado el celular en ese cuarto, esa tarde, desbordada de nervios por lo de la cerradura falseada? Probablemente, por eso no lo había encontrado arriba. ¿Pero y qué si abría la puerta y descubría que alguien lo estaba haciendo sonar para que ella corriera inocente a detener la alarma? Podía ver la cara siniestra del tipo, o la tipa, sonriendo perversos cuando la puerta se abriera: caíste en la trampa, estúpida. Sus risas escalofriantes, los titulares en los diarios: encuentran a una guionista asesinada. ¿Y si Cédric estaba detrás de todo el asunto, por eso le había ofrecido la casa tan generosamente apenas le escuchó decir que quería un lugar donde escribir en paz? ¿Con qué fin, a ver? ¡Pero con cualquiera!: apropiarse de su guion, o simplemente abusar de ella, con toda impunidad, esos ojos de loco que tenía eran la prueba de que no debía haber confiado en un tipo con el que solo había un vínculo laboral, franchute asqueroso, adobándola con champagne y L’Occitane para tenerla lista como el turro de El Silencio de los inocentes. Se tapó la boca con la mano: seguro el coche que había entrado era el de Cédric. Su madre le había advertido: cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía. Tenía que actuar rápido, decidir, concentrarse, salir de ese pasillo. La puerta del dormitorio principal estaba abierta, alcanzaba a ver su ropa ordenada, la cama gigantesca, podría encerrarse ahí, tomar el Somit y caer en el sueño profundo, o no, porque entonces cualquiera podría romper los vidrios y entrar como un salvaje mientras ella…Horror: eso podría suceder en cada una de las habitaciones de la finca, por más Blindex que fueran, un hacha las volaría en pedazos, y quién iba a escuchar sus gritos; putas vidrieras, estaba expuesta como un ratón. Se agarró la cabeza, la música se detuvo, ¿alguien la detuvo o el celular se había quedado sin batería? ¿O las alarmas se detenían solas? ¿Cuándo había cargado el teléfono? El corazón le golpeaba en las sienes, tenía hasta los pies transpirados de susto, cada paso que daba dejaba huellas. Retrocedió, a punto de gritar entre esas puertas de habitaciones trampa, y al llegar a la escalera vio el cuartito de limpieza. El único que no tenía ventanas. Trepó de dos en dos los escalones a buscar la notebook, pensó agarrar algo de comer o beber pero no había tiempo, bajó corriendo hasta el dormitorio: dos almohadas, la caja de Somit; salió cargando todo hacia el cuartito que se le antojó el refugio de Harry Potter, prendió la luz, entró y puso la traba. Estaba a salvo. Tenía un lugar donde acostarse, el agua del grifo por si tenía sed y la pileta de lavar para mear o cagar por si le dieran ganas, rollos enteros de papel higiénico y hasta perfume a limpio en el aire. Horas por delante para trabajar. Mañana, cuando viera la luz del día bajo la puerta, se volvería a casa. Si es que amanecía viva. A su madre le diría que había bastado una noche para terminar el guion.
Biografía Alejandra Laurencich Narradora, guionista y editora nacida en Buenos Aires, en 1963. Autora de los libros de cuentos El día menos pensado (Alfaguara, 2022), Lo que dicen cuando callan (Alfaguara, 2013), Historias de mujeres oscuras (2007) y Coronadas de Gloria (2002), y del ensayo EL TALLER. Nociones sobre el oficio de escribir (Aguilar, 2014) y las novelas El imperfecto laberinto del amor (Factotum, 2022), Las olas del mundo (Alfaguara, 2015), Vete de mí (2009) -que fue traducida al esloveno como Pusti me pri miru por el sello Študentska založba (2011) y dio origen al documental “Alejandra” estrenado en Europa en septiembre de 2018, y cuya gira de proyección le inspiró a la autora el libro de crónicas Diario de Eslovenia (Indielibros, 2019). Vete de mí fue reeditada en 2020 por Factotum.
Parte de su obra narrativa fue traducida asimismo al inglés, alemán, portugués y hebreo y elegida como material de estudio en distintas universidades del país y del exterior. Recibió, entre otros, el Primer Premio Municipal Eduardo Mallea (2021), el Primer Premio en el XXX Certamen de Narrativa Breve otorgado por la UNED en España (2019), el Segundo Premio Ciudad de Buenos Aires (2011) y el Tercer Premio Fondo Nacional de las Artes (2002). Está incluida en múltiples antologías (entre las más recientes Eine literarische Einladung (Wagenbach, 2023), Perón Vuelve (Tusquets, 2021), Antología del Nuevo Cuento Argentino (EUFyL- Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2017) y 12 Narradores Argentinos 2014-2016 (Ministerio de Cultura de la Nación).
Ha participado y dado charlas y seminarios en las siguientes instituciones, congresos y foros internacionales: Writing For Liberty Conference (Buenos Aires, Argentina 2019), Brown University (Providence, EEUU, 2017), Northeastern University (Chicago, EEUU, 2017), 22° Foro Internacional Fundación Mempo Giardinelli (El Chaco, Argentina, 2017), Slovenian Book Fair y Maribor Public Library (Ljubljana y Maribor, Eslovenia, 2015), Universität zu Köln (Colonia, Alemania, 2015), Trieste Book Center (Trieste, Italia, 2015), Balada Literaria (San Pablo, Brasil, 2013), 17° Foro Internacional Fundación Mempo Giardinelli (El Chaco, Argentina, 2012) y 24° Mednarodni Literarni Festival Vilenica (Lipica y Ljubljana, Eslovenia, 2009).
Fue jurado en innumerables concursos entre los que se destacan el de Premio Nacional de Novela (Ministerio de Cultura de la Nación, año 2022), Historias Breves organizado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (INCAA, 2013) y los del Fondo Nacional de las Artes (ediciones 2011, 2020 y 2021) y las Becas Sostener Cultura I y II (Ministerio de Cultura de la Nación, año 2020).
Laurencich creó la Revista Literaria La Balandra –otra narrativa- (premiada como una de las tres mejores revistas culturales de la Argentina en 2013) de la que fue su Directora Editorial entre los años 2011 y 2019. Desde hace casi tres décadas dicta clínicas y seminarios de narrativa y realiza la supervisión y edición de novelas y libros de cuentos de varios autoras y autores del país y del extranjero.
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