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LA GENTE ESTÁ VIVA de MARCELO BIRMAJER

El grandísimo autor Marcelo Birmajer nos trae un cuento donde lo inhumano se enfrenta con las pasiones más bajas del ser humano. Un cuento que nos pone a reflexionar sobre nuestras actitudes y de lo que somos capaces de hacer por un poco más de placer.



A mí también me gustaba Inés Larraqui. Y al igual que los Tefes, mi mujer y yo

éramos amigos de los Larraqui. La amistad inicial, tanto de Tefes como mía, era con

Diego, el marido de Inés.

Ricardo Tefes me había citado para contarme, finalmente, cómo era en la cama

Inés Larraqui. Desde hacía años nos burlábamos del progresismo del matrimonio

Larraqui y elogiábamos las tetas y el cuerpo flexible de Inés. Durante largo tiempo

habíamos aguardado el momento en que alguno de los dos le relataría al otro la

escena real, que tenía tanto de cataclismo como de milagro.

Aguardaba con ansiedad a Tefes, es un buen contador de historias y no ahorra

detalles cuando se trata de sexo. Es un narrador pornográfico; de los que prefiero.

Detesto el erotismo o las sutilezas en las conversaciones sexuales entre amigos. No

me desagradan los detalles sórdidos ni los violentos.

Nos encontrábamos en el café Todavía, en la esquina de Junín y Rivadavia. Para

mi asombro, el rostro de Tefes, cuando llegó, no expresaba triunfo sino desconcierto.

—¿No pudiste? —pregunté asustado.

—Me la cogí, me la cogí —me tranquilizó Tefes.

Pero en su mueca persistía un dejo de extrañeza, de cierta amargura.

—¿Algún problema? —pregunté.

—No, no —dijo sin convencimiento—. ¿Te cuento?

Asentí.

—Bueno —comenzó Tefes—. Vino ayer a las dos de la tarde, con el hijo.

—¿Con Nahuel? —pregunté.

—Con Nahuel —confirmó Tefes.

—Qué torpeza —dije acongojado.

¿Por qué se casa la gente? ¿Por qué tienen hijos? ¿Por qué tienen amigos? Si yo

fuera feliz, me encerraría en un refugio con mi familia y no permitiría entrar a nadie.

Nahuel era lo mejor que tenían los Larraqui. Un chico de ocho años,

sorprendentemente inteligente y dulce. Si alguna vez nos cohibíamos, con Tefes,

respecto a nuestros más ardientes comentarios sobre qué haríamos con Inés Larraqui,

no era por nuestro amigo en común, Diego, sino por Nahuel.

Cuando cenaba en lo de los Larraqui —y con mi esposa lo hacíamos como

mínimo dos veces por mes—, mi único consuelo era Nahuel. Mientras los adultos

conversaban estupideces, yo jugaba a los videos con Nahuel y escuchaba sus

acertados comentarios. Dos motivos me impedían cortar toda relación con los

Larraqui: la profunda amistad que se había establecido entre Inés y mi esposa; y mi

esperanza, nunca apagada, de acostarme alguna vez con Inés. Nahuel era el más

fuerte aliciente para cortar toda relación con ellos. Por preservarlo.

Los hombres débiles casados con mujeres hermosas no deberían tener amigos.

Deberían aceptar el regalo primero del destino, la mujer, y renunciar a las amistades

masculinas. Salvo con hombres más débiles y con mujeres más hermosas.

¿Qué le depararía el futuro a Nahuel? Inventaba todo aquello que no sabía:

describía con lujo de detalles cómo era posible que aparecieran las imágenes en la

pantalla del televisor, cómo sobrevivían los peces bajo el agua, qué mantenía girando

al mundo. Yo podía escucharlo durante horas. Cuando por algún motivo debía

llamarlos por teléfono y atendía Nahuel, le dedicaba la mayor parte del tiempo del

llamado.

Tefes me estaba contando los detalles, nada destacables, de su ronroneo con la

Larraqui. Una vuelta aquí, otra por allá; ni sometimiento ni forcejeos. Ni un acto de

los que siempre habíamos hablado.

—Esas cosas se dicen para calentar el ambiente entre amigos —me dijo Tefes—.

Pero no se hacen.

—¿Y Nahuel? —pregunté.

—Bueno, vos sabés: Inés había venido a casa a estudiar unos nuevos mapas.

Tefes e Inés eran profesores de geografía, y los seis nos habíamos conocido en el

profesorado. Mi esposa e Inés trabajaban en la misma escuela; Tefes, Diego y yo en

otra. La esposa de Tefes enseñaba en el instituto de la Fuerza Aérea.

—Cuando la vi caer con Nahuel, pensé que no pasaba nada. Máxime, cómo se

portó el pibe. Un quilombo bárbaro. No paraba de hacer lío. Nunca lo vi así.

—¿Intuía algo? —pregunté.

—No sé. Pero eso pensé yo.

—¿Y cómo los dejó tranquilos para que pudieran llegar tan lejos? Si estaba

revoltoso…

—Eso fue lo peor.

—¿Qué?

—El chico estaba más que revoltoso. Gritaba, se puso a llorar… Entonces Inés le

dio un calmante.

—¿Un calmante, al nene?

—Sí.

—¿Estás seguro? ¿No habrá sido una aspirineta o algo así?

—Un calmante. Lo sé porque lo sacó de mi botiquín. Un valium, de los que toma

Norma.

—¿Y vos la dejaste?

En silencio, Tefes me expresó con una mueca que, aunque ahora avergonzado, en

aquel momento había estado dispuesto a todo con tal de acostarse con Inés.

—Y después lo hicieron —dije.

—Sí, pero ya no fue lo mismo. ¿Sabés cómo te sentís mientras pensás que hay un

chico dopado en el comedor? Se lo llevó dormido.

—Bueno, Tefes, me tengo que ir.

—Pero pará… si todavía no te conté nada.

—Ya me contaste todo —le dije—. Mal, pero me lo contaste.

—Es que no me das tiempo.

—Estoy envidioso. Prefiero irme.

—Che… —me dijo Tefes cuando yo ya me había levantado—. Que ni se te

escape delante de tu jermu.

—Tranquilo —respondí yéndome.

Al poco tiempo cené en la casa de Inés, lamentablemente en una cena

intermatrimonial. Inés estaba despampanante. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, y

un vestido negro, como de piel de delfín, adherido a su cuerpo inquieto.

Podía asegurarse que Tefes había sido su primera relación extramatrimonial, y

había convocado a la ninfa agazapada entre los pliegues de su vida cotidiana. Mi

esposa, Patricia, no podía terminar de esconder la sensación de escándalo que se le

pintaba en la cara. Pero Diego no registraba el cambio. No descubría la mutación.

—Soy maestro —dijo Diego—. Y enseño ciencias. Pero no creo en la ciencia:

hace cinco años que no pruebo ningún medicamento recetado por médicos.

—¿Y para qué vas a verlos? —preguntó ingenuamente Patricia.

—Todavía no pude despegarme del todo de la institución médica —dijo Diego—.

Pero la voy a ir dejando de a poco.

—Pero si todos nos volcáramos a la homeopatía —intercedí—, fatalmente

terminaría convirtiéndose también en una institución. Con sus autoridades y su

código de conducta.

—¡Nunca! —exclamó Diego militante—. La homeopatía está basada en un

concepto democrático: vos compartís el saber de la cura. El paciente es también

médico.

—Me hace acordar a Paulo Freire —dijo Patricia—. El educador es también el

educando. Aprende del educando. Nunca pude comprender ese concepto. Si yo

enseño matemáticas a un sexto grado, los chicos no saben una palabra del tema hasta

fin de año. Realmente, lo máximo que llegué a aprender de mis alumnos es a esquivar

las tizas.

Inés no hablaba. Parecía sumida en el recuerdo de su pecado. ¿O quizás en su

interior se refocilaba una y otra vez en la cama de Tefes, con su hijo dormido en el

living? ¿O planeaba nuevas aventuras, en las que mi protagonismo no era imposible?

—Uno aprende mucho de su alumno —dijo Diego—. Mucho más que él de vos.

—Pero si vos aprendés mucho más de tu alumno que él de vos —dije—, entonces

él es el maestro, y vos, el alumno.

—Posiblemente —aceptó, un poco confundido, Diego.

—Y si él es el maestro y vos el alumno, continúa existiendo una relación vertical.

Diego Larraqui permaneció unos segundos confundido.

—Pero la institución… —comenzó a decir. Se interrumpió y recapituló—: Mirá

el caso de Nahuel…

—No —habló por primera vez con decisión en la noche Inés.

—¿No qué, mi amor? —preguntó Diego.

—No involucres a Nahuel en tus teorías. No lo pongas de ejemplo.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Durmiendo —me dijo Inés.

—¿Puedo verlo?

—En su pieza —aceptó Diego.

Entré sigilosamente en la pieza de Nahuel. A la veintena de dinosaurios

crucificados con chinches en la pared más larga, se había sumado la foto de la última

película de marcianos. Dormía con la luz encendida. Del techo colgaba el muñeco de

otro marciano, de la misma película, con un arma colgada del hombro. Sobre la

cabecera de la cama, la foto enmarcada de Nahuel bebé y su abuelo, el padre de Inés,

a quien yo no había llegado a conocer. La respiración del niño era más que regular. Si

el sueño fuera un estanque, podía decirse que Nahuel estaba hundido, con una piedra

a los pies, en lo más profundo. Sospeché que el calmante narrado por Tefes, en su

casa, no había sido el primero ni el último. Y con una concepción mágica infantil,

supuse que si Inés había narcotizado al chico para acostarse con Tefes; el verlo así

dormido me acercaba un tranco más a ser el próximo agraciado.

—Diego es un imbécil —me dijo Patricia—. E Inés no abrió la boca en toda la

noche.

No contesté. Quería meterme en la cama y dormirme pensando en Inés.

—Lo que abrió es el escote —dijo Patricia—. Parecía una puta. ¿No se estarán

volviendo locos?

—Siempre fueron los más normales —dije—. Es el más rápido camino hacia la

locura.

Patricia rió y se me ofreció. Apagué la luz y pensé en Inés; luego dormí.

A la madrugada, me despertó Patricia. Inmediatamente pensé en Nahuel: en la

tranquilidad con que dormía y en lo ligero que es el sueño de los adultos. Nunca

volvemos a dormir así: nos cuesta conciliar el sueño y lo perdemos con facilidad. Sin

embargo, recordé, Nahuel dormía bajo el efecto de un narcótico.

—Che… —me dijo Patricia—. ¿No te habrá querido levantar, Inés?

—Cuando nos conocimos —respondí, porque ya estaba preparado—, todas

ustedes eran chicas excitantes; vos sos la única que lo sigue siendo. Pero si no ocurrió

nada entonces, ¿por qué ocurriría ahora, cuando deberían comenzar a gustarme las

chicas en lugar de las señoras?

—Cuando conocimos a Inés, estaba embarazada —dijo Patricia—. Y te puedo

hacer una estadística de que el primer año posterior al parto debe ser el de menor

índice de infidelidad entre las mujeres.

—Bueno, me quedaban cuatro años para encontrarme con una Inés joven y

despampanante. Te puedo jurar que no me la encontré.

—¿Cuántos años pensás que tiene Inés?

—Sé que tiene cuarenta.

—No importa —siguió Patricia—. Cuando estas señoras se vuelven putas, son

más peligrosas que las quinceañeras.

—Pensé que era tu amiga —le dije.

—Ya no lo sé —siguió Patricia—. Me molestó mucho lo de hoy.

Cerré los ojos e insulté a Inés. ¿Qué necesidad tenía de vestirse así? Insulté

también a Diego: ¿por qué se lo permitió?

La cena había sido el miércoles, y el domingo me llamó Tefes. Quería ir a jugar al

paddle de a dos, un sinsentido al que nos habíamos acostumbrado. Le dije que sí.

En el vestuario regresó al tema.

—Fue todo muy normal —me dijo.

—No le supiste sacar el jugo —dije groseramente.

—Qué sé yo. Tampoco es nada del otro mundo.

—No la viste el miércoles —dije—. Era algo de otro mundo.

Tefes no era un hombre apasionado. Quizá por eso había conseguido primero a

Inés. La pasión nos entorpece y dificulta la concreción de nuestros anhelos.

—¿Qué me recomendarías para conseguirla? —le pregunté sin vergüenza.

—Esperar —dijo Tefes—. No mover un músculo. Es el tipo de mujer a la que le

gusta caer sola.

Y agregó después de un silencio:

—¿Seguís molesto conmigo?

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque dejé que lo dopara a Nahuel.

—No. Debo haber estado celoso, nada más.

—Es que… Cuando le dio la pastilla… Ella es la madre. Si yo le decía que no, no

tenía por qué hacerme caso. Además, lo hace en su casa también.

—¿Cómo sabés?

—Me lo dijo. De nada hubiera servido que se lo impidiera esa vez.

—Terminemos con esto —dije.

—Busquemos otra —sugirió Tefes.

—Yo todavía no la conseguí —recordé.

—Igual podemos buscar otra —insistió Tefes.

Dos semanas más tarde, los Larraqui cenaron en casa. A Diego le había salido un

viaje a la India: un intercambio cultural auspiciado por el sindicato de los docentes,

del que era funcionario. Venía a contarnos y a despedirse.

La despedida de Diego era una bienvenida para mí. Inés no lo acompañaba. El

felpudo en la puerta de su casa. Yo me limpiaría la suela de los zapatos en el umbral

de su departamento.

En esta cena, Inés mantuvo las formas. Las de su cuerpo y las de la decencia. La

mesa donde yo estaba sentado daba a nuestro balcón, y tras el vidrio de la ventana

cerrada podía ver reflejada la nuca de Nahuel contra la noche.

¿Sabía Nahuel que su madre engañaba a su padre? ¿Le ocasionaría yo un daño

irreparable si me convertía en el amante que pasaba por la cama de su madre? ¿Me

convertiría en uno de los monstruos que poblarían sus pesadillas, sus sueños

profundos de calmantes químicos para adultos? Como fuese, yo ya no podía evitar

acostarme con Inés. Su cuerpo se me había tatuado en el corazón con la fuerza de un

juramento. La veía y bullía. Nahuel se levantó de la silla y corrió por el pasillo.

Aproveché que nadie me estaba hablando y lo seguí. Se había metido en nuestra pieza

matrimonial. Cuando entré, presencié un espectáculo extraño. Nahuel estaba de pie,

con los ojos cerrados, y movía la cabeza con desesperación. Además de los ojos,

apretaba fuerte los labios, que casi desaparecían en su mueca. Los puños también

revelaban tensión. Y la cabeza giraba a un lado y al otro, como si una idea terrible se

agitara en su interior y no encontrara por dónde salir: los ojos estaban cerrados; la

boca, clausurada y los puños, apretados. Me acerqué con cuidado y le detuve la

cabeza con ambas manos. Abrió los ojos.

—Nahuel —le dije en un susurro—, ¿qué pasa? Me miró unos instantes en

silencio, como un bebé.

—¿Qué pasa, hijo? —Yo no tengo hijos—. ¿Por qué te movés así?

—La gente está viva —me dijo Nahuel.

—¿Qué?

—En esta casa, la gente está viva.

—Sí —le respondí—. Estamos vivos. Vos estás vivo, yo estoy vivo. Claro que

estamos vivos.

—No me gusta —dijo Nahuel.

—A ver, contáme.

—No me gusta la gente viva.

—¿Estás jugando? —le pregunté.

Nahuel sacó su cabeza de entre mis manos y regresó a la mesa. No quería que le

siguiera preguntado.

La cena concluyó y Nahuel se comportó como un caballero.

Por supuesto, no le di a Patricia un solo detalle de la descompostura de Nahuel.

Estaba convencido de que narrar el bizarro episodio podía, de algún modo lateral e

inexplicable, anunciar mis intenciones, cada vez más cercanas a los actos, para con

Inés. Ni con Inés ni con Diego estaba dispuesto a compartir aquellos dislates de su

hijo. Cualquier movimiento desacertado podía alejarme de Inés; y una circunstancia

tan favorable a mis deseos, el viaje de Diego podía no volver a repetirse.

De modo que protegí mi incidente con Nahuel en un monólogo interior que arrojó

como conclusión la idea de que los calmantes lo estaban volviendo loco. Quién sabía

cuántas veces la madre lo había hecho dormir con píldoras pesadas, y qué efectos

tenían éstas en el cerebro del niño. A medida que avanzaba en mis deducciones, más

y más me alejaba del cariño por Nahuel. Ahora que finalmente había decidido

acostarme con su madre a contrapelo de toda consecuencia, la culpa por Nahuel

mutaba a un placer escandaloso y perverso. Me arrojaría sobre Inés ante los ojos

cerrados de su hijo. Practicaría sobre ella piruetas inconfesables mientras su hijo

dormía en la habitación de al lado y el marido conversaba en la India con los gurúes

de la homeopatía.

Después de una semana buscando subterfugios para encontrarme con Inés —y

dos semanas antes de que regresara Diego—, me llamó. Su propuesta fue curiosa y

atrevida.

El miércoles por la noche, cuando la esposa de Tefes la convocó, junto a Patricia,

para una cena de mujeres solas en un shopping, Inés fingió gripe y que esperaba un

llamado de Diego. Me llamó y me preguntó si quería pasar por su casa para

aconsejarla acerca de no sé qué enfoque epistemológico de la enseñanza de la

geografía. Contesté que sí de inmediato. Llamé a Tefes y le pedí que se fuera de su

casa y dejara una nota diciendo que estaba jugando al paddle conmigo. Hice lo

propio, recogí mi raqueta, mi ropa de paddle y tomé un taxi. En el viaje, di un orden

de prioridades a cada una de las necesidades que me provocaba Inés.

Me atendió vestida como cuando habíamos ido a cenar a su casa. Nahuel apareció

en el living y me saludó. Inés se apartó de mí con un respingo.

—Hoy dormís en la cama de mamá —le dijo.

Nahuel sonrió.

La miré sin comprender. Me las arreglé para que Nahuel se quedara solo en su

pieza, e Inés me explicó:

—Prefiero que duerma en mi cama. Los cuerpos dejan olor en el colchón. Si nos

acostamos en la cama de Nahuel, Diego no lo va a notar.

Yo no había dicho una palabra, no había intentado un movimiento. Inés estaba

anunciando y ejecutando, segura de mis deseos y decidida en los suyos.

—Habrá que dormirlo —me dijo.

—Esperemos a que se duerma.

—Es que no se duerme más —respondió Inés con incipiente fastidio ante mi

reparo—. Y vos tenés que irte temprano.

—No importa —insistí.

—¿Querés irte ahora? —me preguntó.

Dudé unos segundos. La besé.

—Espera que lo duermo —me dijo.

No pude contradecirla. Como a Tefes, su embrujo me complicaba en lo que ella

quisiera. Aceptaría que durmiera a su hijo con una pastilla sedante para adultos. Yo

también sería un cretino.

Entró en el baño, salió y entró en la pieza de Nahuel. La seguí.

—Inés… —le dije.

Giró hacia mí.

—Traéme un vaso de agua —me pidió.

Fui al baño y regresé con un vaso de agua.

Después de todo, sólo sería una vez más. ¿Acaso si le impedía doparlo hoy

evitaría que lo siguiera haciendo en el futuro? Definitivamente no. No lo dopa para

acostarse conmigo, me dije, lo dopa siempre.

Le entregué el vaso de agua y salí de la pieza. Nahuel me miró con un gesto en el

que se mezclaban el susto y la desconfianza.

Aguardé unos minutos en el living, tomé un portarretratos con una foto de Diego,

parado en la nieve, alzando unos esquíes con cara de imbécil.

«¿Por qué te hiciste amigo mío?», le pregunté nuevamente. «¿Por qué te casaste

con Inés?» «¿Por qué permitís que le hagamos esto a tu hijo?» En un momento sentí

que le estaba hablando a Dios. A menudo los creyentes creen que Dios nos castiga

por nuestros pecados, yo estoy convencido de que su castigo es permitirnos

cometerlos.

Inés salió de la pieza de Nahuel sin el pantalón. Con Nahuel en brazos. Lo dejó

sobre la cama de la pieza matrimonial y cerró la puerta.

Por encima de la bombacha, le asomaban los mejores pelos del pubis. Esa era la

palabra. Ahí estaba todo. Uno descubría por qué había entregado su alma y aceptaba

estar en lo correcto. Todos los lazos morales entre los hombres se llamaban a silencio:

eso era definitivamente malo y dulce.

Me arrojé sobre ella y caímos en el sofá.

—En el sofá, no —dijo.

Se levantó y me dio la espalda. Sus nalgas eran un monstruo marino, secuestraban

la mirada humana y sumergían al hombre en un agua respirable y viciada.

Nuevamente caí sobre ella, la puse boca abajo contra la alfombra, le bajé la

bombacha y forcejeé. Me dijo que no. Insistí sin escucharla. Repitió el no. Me guié

con la otra mano. Entonces, se zafó hábilmente de mi abrazo, quedó acostada de

frente a mí, y con un envión que no sé cómo consiguió me dio un golpe fortísimo con

el puño derecho en el ojo. Sentí el impacto, y tardé unos instantes en descubrir que

había sido golpeado.

Ella estaba parada a mi lado, mientras yo me palpaba el ojo izquierdo.

—Vamos a la cama de Nahuel —me dijo.

La seguí, todavía frotándome el ojo.

Se acostó boca arriba en la cama, y me invitó a subirme a ella. Mi cara quedaba

frente al rostro del padre de Inés, que, pálido y con un gesto congelado, sostenía a

Nahuel en brazos.

Inés se rió antes de comenzar.

—Qué piña te pegué —dijo mirándome el ojo.

No respondí. En cambio dije:

—¿Voy a hacerte el amor mirando a tu padre a la cara?

—No tengo ningún límite —dijo Inés, cayendo por primera vez en un lugar

común—. Y no vas a hacerme el amor. Empezá.

Y empecé.

—No tengo ningún límite —repitió Inés.

En el taxi, no había suficiente luz como para mirarme. Y porfié tantas veces con

el espejo retrovisor, que finalmente el taxista me preguntó si necesitaba algo.

—Nada, nada —dije.

Recién en el pasillo de casa pude mirarme.

Tenía un redondel amarillo, que iba variando de colores a medida que se alejaba

del centro del ojo, como un arco iris infectado. La ceja estaba totalmente hinchada, y

los pelos parecían desperdigados, raleados, no cubrían la superficie. La pupila misma

se me había achicado, y el ojo parecía como escondido en una cueva mal hecha. No

podía cerrarlo ni abrirlo.

Por suerte el paddle justificaba heridas como ésta, especialmente cuando se

jugaba de uno contra uno.

Miré el reloj para ver si podía avisarle a Tefes que confirmara mi historia. Pero ya

eran más de las doce. Sin embargo, era más o menos la hora en que ambos

deberíamos haber regresado del juego.

Salí a la calle y caminé una cuadra hasta el teléfono público. Llamé a lo de Tefes

y me atendió Norma.

—Hola, ¿cómo estás? —pregunté—. ¿Ya llegó Ricardo?

—Me acaba de llamar para decirme que iban a tomar algo —respondió extrañada.

—Sí —dije insultándome—. Pero me dijo que si hacía tiempo pasaba primero por

ahí a buscar plata…

—¿Si hacía tiempo para qué? —preguntó Norma.

—El tenía que ir a buscar unas evaluaciones cerca de tu casa, y yo le pedí que de

paso pasara y me trajera un libro que le presté —tartamudeé.

—¿A esta hora va a pasar a buscar evaluaciones?

—Sí, son unos maestros jóvenes que se quedan laburando hasta tarde.

—Bueno, si no pasa por acá, decíle que me llame.

—Hecho —dije, y colgué.

Había arruinado todo. Mi vida y la de los demás.

Subí a casa en silencio, rogando que Patricia estuviese durmiendo.

—¿Cómo te fue? —me preguntó cuando abrí.

«Y además de permitirnos cometerlos», me dije, «nos castiga».

Al mediodía, llamé nuevamente a Tefes. Atendió Norma. Habló sin ganas y con

medias palabras. Le pedí que le dijera a Ricardo que me llamara.

Cuando dos horas después me llamó, antes de atender sabía que era él, sabía que

estaría enojado y sabía dónde estaba cuando le dijo a su mujer que se iba a tomar algo

conmigo después del falso paddle. Si inventas con un amigo un sitio falso a donde ir,

me dije, procura que ambos inventen el mismo.

—¿Te pusiste celoso? —me preguntó ofuscado.

—No podía saber que ibas a ir a lo de Inés justo un minuto después de que yo

salí.

—¿Te pusiste celoso, mal parido? —insistió realmente iracundo—. ¿Cómo me

vas a denunciar así con mi esposa? ¿Te volviste loco? ¿Qué querés, que le cuente

todo a Patricia, ahora?

—Tefes…, pará. No lo hice a propósito. Yo no podía saber. Realmente, no podía

saber.

—¿Pero vos sos imbécil? —me preguntó; y me vi como Diego, el marido de Inés,

levantando los esquíes, sonriendo como un idiota, parado en la nieve—. Si me pedís

que diga que salí con vos, ¿cómo vas a llamar a casa para preguntar por mí?

Permanecí unos instantes en silencio. Comprendiendo cada vez mejor que

efectivamente yo era un imbécil, que era muy distinto de como había creído que era.

Comprendí, en escasos segundos, que sólo los ladrones están capacitados para robar y

sólo los adúlteros están capacitados para ser adúlteros. Tefes era un adúltero, yo era

un imbécil.

—No sé qué decir —dije—. ¿Podemos encontrarnos?

—Nunca más —dijo Tefes.

Corté.

En las siguientes semanas todo cambió. Mi matrimonio permaneció. Ricardo y

Norma Tefes, luego de lo que supe fue una disputa terrible, decidieron permanecer

unidos. Y Diego se volvió loco en la India.

Llamó Inés y me dijo que Diego había tenido un brote psicótico. Sus colegas la

habían llamado, y explicado, no muy claramente, que Diego había comenzado a

asistir, por su cuenta, a unas clases dictadas por un «maestro» hindú sobre la

reencarnación. Había concurrido a dos o tres clases, y en la última se deshizo en

gritos desaforados. Le pedía perdón a Dios, agarraba de la ropa a la gente, pedía

limosna en el medio del aula como hacían los mendigos en las calles de la India. Se

volvió loco.

Lo traían medicado, de emergencia, acompañado por dos colegas y un enfermero

indio especialmente contratado, en el vuelo del viernes. Inés me contó esto el

miércoles.

Patricia ya lo sabía, y también por ella me había enterado unos días antes de la

pelea y reconciliación entre los Tefes.

—Le dije a Norma que la culpa es de la puta —me dijo Patricia olvidando todo su

progresismo y compromiso con la cultura feminista occidental—. Es difícil que un

hombre a la edad de ustedes pueda resistirse a una invitación así. Es muy puta. Yo te

admiro por haber aguantado. Realmente quería acostarse con vos; yo te lo hubiera

perdonado. Le dije a Norma que lo perdone. Lo realmente lamentable es que se haya

roto todo el grupo. A la puta no la vemos más, seguro. Pero nos va a costar un buen

tiempo volver a mirarnos a la cara con los Tefes.

Lo que supe de Diego, me lo contó el mismo Diego en las últimas horas que pasó

en su casa matrimonial.

Había llegado el viernes, efectivamente, a las doce de la noche. El sábado al

mediodía estaba mucho mejor, y tomaba litio para estar seguro de no

descompensarse. Nos vimos el sábado a las cinco de la tarde, cuando comenzaba su

mudanza.

—Esto me curó de la homeopatía —me dijo—. Para bajar del brote, ni soja ni

flores de Bach. Un medicamento con receta, bien químico, y me salvó la vida. No

sabés qué feo es. ¿Qué te pasó en el ojo?

—Jugando al paddle.

El mismo sábado al mediodía Diego había decidido separarse y yo no me

animaba a preguntarle por qué. Inés no había opuesto resistencia. Le había dejado la

casa para que se llevara sus cosas, y Diego me llamó para que lo ayudara.

—¿Qué pasó? —pregunté finalmente, para no pecar de excesivamente reservado.

—Vení —me dijo.

Me llevó a la pieza de Nahuel.

Entré con temor reverencial, como quien ingresa en un templo profano.

Me señaló el cuadro del padre de Inés con el bebé Nahuel en brazos.

—¿Qué? —pregunté temblando.

¿Había alguna marca? ¿Mi reflejo había dejado una huella en el vidrio que

protegía la foto?

—¿Qué? —insistí.

—Mirá bien al viejo. Al padre de Inés.

Lo miré sin entender.

—Está muerto —me dijo Diego.

—¿Qué?

—El hombre, el abuelo de Nahuel, el padre de Inés. En esa foto está muerto. Le

pusimos al chico en los brazos. Inés quería tener una foto de Nahuel con su padre.

Puso a Nahuel en brazos del abuelo embalsamado.

No hablé.

Diego salió para la pieza matrimonial y lo seguí. Se paró encima de una silla,

abrió los compartimentos más altos del placard y comenzó a tirar álbumes de

fotografías encuadernados en cuero. Eran álbumes antiguos, algo solemnes,

rectangulares, con gruesas hojas de cartón separadas por papel manteca, y las fotos

pegadas con cuatro pedacitos de autoadhesivo. Nahuel, a distintas edades, en brazos

de su abuelo muerto. Eran muchas fotos.

—Le decía que nosotros éramos una familia de muertos. Especialmente ella, su

padre y él. Yo era mixto —dijo sin entonación. Y agregó—: Yo se lo permitía.

Lo escuché en silencio, casi aprobándolo, entendiendo que lo hubiese permitido a

cambio de Inés.

—Por suerte me broté. ¿Soy un hijo de puta, no? Haberla dejado hacer eso. ¿Soy

un hijo de puta?

—No —dije—. Ya está. Se terminó. Te diste cuenta.

—¿Y qué voy a hacer con Nahuel, ahora? Le tengo que quitar la tenencia. Está

loca. Es peligrosa.

Me froté el ojo y, no sé por qué, mentí:

—Está loca, pero no creo que sea peligrosa.

—No la conocés —me dijo—. Cómo pude… Creo que de verdad está muerta. No

siente nada. El problema lo tenemos nosotros.

—Los vivos —agregué.






Biografía Polifacético autor argentino, Marcelo Birmajer es novelista, escritor de cuentos, periodista cultural, ensayista, escritor de relatos, autor teatral, humorista, traductor... algunos de sus guiones cinematográficos han recibido premios como el Oso de Plata o el Premio Clarín. Como periodista, ha colaborado en numerosos periódicos y revistas de habla hispana.En su vertiente como novelista, Birmajer se caracteriza por tratar frecuentemente temas y personajes judíos (ese era su origen), con finas descripciones y con gran sentido del humor. En la periodística, sus ensayos y artículos están muy bien documentados y analizados con rigor.Birmajer ha recibido varios premios, entre ellos el White Ravens, traduciéndose sus obras a varios idiomas.


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