El autor italiano Simone Sauza nos cautiva y doblega con un cuento donde la soledad es la última esperanza ante la deshumanización de la especie humana.
En mi trabajo no hay vacaciones y no hay compañeros. Sólo hay una gran habitación oscura y sin ventanas, un escritorio de caoba, una máquina de escribir y una lámpara de mesa encendida. La luz ilumina mi cara y una parte de mi cuello, de modo que si alguien entrara en la habitación vería una cabeza cortada suspendida en el aire. Aquí he pasado las últimas tres mil seiscientas cincuenta noches de mi vida escuchando los susurros que llegan desde los rincones de la oficina y convirtiéndolos en palabras sobre el papel.
Sólo yo, Augusto Bellisario, empleado del mes por ciento veinteava vez consecutiva, puedo entrar a la taquilla. Ni siquiera el Administrador se atrevió a poner un pie en la habitación. Él respeta mi trabajo y yo respeto el suyo. Algunos podrán objetar que, en una empresa formada sólo por dos unidades, esto es yo, Augusto Bellisario, y el Administrador, tener el record de empleado del mes durante diez años consecutivos es poca cosa. Sin embargo, no me corresponde a mí juzgar si por falta de ingenio o por falta de aplicación algunos de mis predecesores terminaron sus carreras, que por cierto fueron cortas, sin reconocimiento.
En nuestra profesión es necesario tener una mente entrenada. El trabajo se acumula. Los moribundos no esperan.
Hace poco terminé esto. Máximo seiscientos caracteres incluidos los espacios. A.S., veinticuatro años. Se quitará la vida mañana por la tarde. Fenobarbital. Una muerte del siglo XX. Hay una frase, sugerida por los susurros, que se me ha quedado grabada: “Tú, padre mío, ahora estás durmiendo en el sofá de abajo. Sé que tú también estás durmiendo para aprender a morir."
Tú también duermes para aprender a morir. Cuando lo escribí por primera vez me hizo pensar y sentí una sensación de inquietud. Hay muchas razones para dormir y ciertamente ninguna de ellas tiene que ver con el descanso. Hay quienes duermen para hacer balance del día o de toda una vida, quienes duermen para olvidar y quienes recuerdan, y de hecho esto -aprender a morir- es quizás lo más común.
La de A.S. es una pregunta difícil. A través de palabras de cariño quiere que el padre sienta un sentimiento de culpa. No tengo que hacer públicos los motivos. Sin embargo, puedo decir que para tal trabajo es necesario dominar los matices de las palabras. Familiarízate con los conos de sombra de la mente y con el sentimiento del fin.
E.G., cincuenta y un años. En la nota se refería a su perro, con el que vivía solo en una de esas chozas suburbanas que huelen a ropa húmeda y grasa quemada. Terminaba así: “Mi fiel amigo, ahora dormiré un poco más de lo habitual. En una cama a la que no puedes meterte, una cama en la que no puedes amontonarte y babear. Pero debes saber que pronto también habrá lugar para ti en esta cama".
E.G. está muerto. No tengo noticias de su perro; he estado pensando mucho estos últimos días. Intento no hacerme demasiadas preguntas. Cuestionarme sobre las intenciones de los moribundos interfiere con los susurros; los siento más sutiles, confusos.
Cuando salgo de la empresa, las primeras luces del alba han comenzado a picar los ojos de los somnolientos viajeros y a dar un poco de alivio a las personas desesperadas que desde la noche, con los pulmones empapados en la orina evaporada de los callejones del barrio, siguen arrastrándose por las aceras heladas.
Anoche sucedió algo extraño. Justo antes de llegar al trabajo paré en la biblioteca local. Como estaba cerrando, cuando entré el empleado me miró mal. Tiene uno de sus incisivos inferiores sobresaliendo. Cuando sonríe tiene la boca completamente abierta y ese diente parece un dedo que invita a acercarte; cuando está enfadado, sin embargo, mantiene los labios cerrados y el diente sobresale de forma amenazadora. Él no estaba sonriendo en ese momento. Así que me dirigí rápidamente hacia la hemeroteca.
Desde hace algún tiempo tengo la costumbre de buscar a mis clientes en las páginas de noticias; algunos periodistas aprecian mi trabajo y están deseosos de informar sobre las frases más bellas. En cierto momento, mientras frotaba la pared con mis dedos ennegrecidos por el plomo, creí oírlos. Son más bien una mezcla de sonidos que quieren convertirse en lenguaje. Voces quebradas de esqueletos febriles. Balbuceos eléctricos. Endechas con melodías oblicuas. Se necesita un oído interno bien entrenado para descifrar el significado. Nunca los había oído hablar fuera de la oficina. Me hubiera gustado compararme con mis predecesores, pero la empresa nos prohíbe conocernos.
En cualquier caso, mi turno comenzaba pronto y me quedaba poco tiempo: leí algunos artículos de periódico y salí de la biblioteca. Mientras caminaba hacia la empresa, el episodio de la hemeroteca me hizo recordar la frase sugerida por A.S.: “Hay individuos que duermen para aprender a morir”. Me preguntaba si el destinatario estaba equivocado; o, dada la intimidad que siento en esta frase, si en algunos casos sus palabras podrían referirse a más de una persona. Pobre A.S., de todos modos. Probablemente tanto los nihilistas como los fanáticos tengan razón. Tanto lo sagrado como la nada pertenecen a la vida. Hay maneras de sumergirse en la propia vida que tienen algo de solemne.
Luego están las notas largas, de aquellos que tienen que volver sobre su vida entera, reescribirla, dar su versión de los acontecimientos antes de que el tiempo se apodere de ellos. Se podría decir que son la última autobiografía posible. Material de falsificadores terminales. Al reflexionar podemos ver que todo recuerdo está contaminado por las reverberaciones del presente, por los espejos de las expectativas futuras, por la pulsión narrativa que engaña al lenguaje cuando se encuentra jugando con el ego. Recordar, siempre digo, es una danza al final de la cual, cuanto mayor es la obsesión por encontrarse a uno mismo, más alejado de sí mismo queda uno.
Ahora permanecen en el silencio del patíbulo, esperando que llegue el momento de la última frase de esta nota. El Administrador la recibirá de madrugada, y al ver mi nombre en el encabezado, Augusto Bellisario, escrito en mayúsculas, como corresponde con un cliente, entenderá que he cumplido con la cláusula más importante de nuestro contrato: la que regula la renuncia.
Esta es mi autobiografía. Dormí lo suficiente, aprendí lo suficiente.
La última ronda ha terminado.
Espero que mi sucesor esté a la altura de la tarea.
Originalmente publicado en la revista Retabloid (fiction issue • diciembre de 2023)
Biografía
Simone Sauza (Roma, 1989) es escritor y periodista. Es autor de Tutto era cenere. Sull'uccidere seriale (nottetempo, 2022). Colabora y escribe relatos con varias revistas y editoriales italianas.
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