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FINDE de Federico Jeanmaire

Hoy en "Pesadillas de Felicidad" el galardonado autor argentino Federico Jeanmaire nos introduce en la historia de una pareja joven durante un viaje y la intervención de un Don familiar increíble que nos invita a preguntarnos: "¿Cuanta felicidad podemos tolerar?


Florencia era feliz. Miraba los enormes carteles que se sucedían al costado de la autopista, los edificios, los árboles, los otros coches amontonados a su alrededor. Miraba, como si fuera la primera vez que pasaba por allí, se sonreía apenas reflejada contra el vidrio de la ventanilla y, enseguida, giraba casi ciento ochenta grados la cabeza hacia su izquierda, buscando con sus ojos el perfil serio y concentrado en el camino de Germán. Una vez. Y otra. Y otra más. Florencia era feliz. Pero no era feliz desde esa tarde. Era feliz desde el lunes inmediatamente anterior a ese viernes. Desde hacía, lo sabía exactamente, cuatro días, ocho horas y veintiséis minutos. Desde el momento mismo en que Germán, completamente desnudo, despeinado, todavía con la cara sin lavar, despatarrado a todo lo ancho de la cama, recién despierto, le devolvió, ya vacío, el primer mate de la mañana que ella le acababa de alcanzar y, acompañándose de una media sonrisa un tanto pícara, le propuso que el viernes se escaparan a Mar del Plata para pasar juntos el larguísimo fin de semana de carnaval. Hacía poco más de un mes que salían.


Lo había conocido en el departamento de su amiga Mara: Germán era uno de los mejores amigos de Fernando, el nuevo novio de Mara, y a su amiga le había parecido bien presentarlos para que se conocieran, que esa pareja podía andar.


Claro que Mara se había cuidado de avisarle. Sabía perfectamente que ella nunca hubiera aceptado ir a cenar esa noche a su departamento si se enteraba, de antemano, que le había armado una suerte de cita. O una suerte de trampa, mejor. Porque a Florencia no le gustaban nada, esas historias celestinas. Es más, las repudiaba con todo su corazón. Siempre había creído que, si tenía que conocer a algún tipo que valiera la pena, eso ocurriría en cualquier lado. Espontáneamente, le gustaba repetir. Estaba convencida de que lo armado por otros, con cierta premeditación y alevosía, a la larga siempre sería una cuestión decidida por esos otros y no por ella misma. Y si había algo que de verdad le molestaba en la vida, era que cualquier otro le decidiera el más mínimo de sus asuntos.



—Por favor, Flor, alcanzame uno de esos billetes de diez que dejé en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavía no me diste un solo mate.


—Irás demasiado ligero.


—O vos demasiado ensimismada.


—Tomá y callate. Mirá que si te portás mal, te podés quedar sin un montón de cosas.


Germán no le contestó. Prefirió apretar, desde cierta ternura, la mano derecha y el billete contra la parte inferior de la bragueta de su jean.


A Florencia le encantaban esas no respuestas de Germán. Parecía entender todo muy rápido. Y no hacerse mucho problema por nada. Le gustaba pasársela bien. Sin embargo, se le notaba hasta en la elección exacta del lugar de la bragueta que debía apretar, que le importaba sobre manera que también ella la pasara muy bien. Ni hablaba de más, ni hacía cosas de más. No era ningún tonto. Y, eso sólo, ya lo hacía completamente distinto a la casi infinita pila de energúmenos con los que había estado durante los últimos años.


—Sos un lujo.


Le dijo él, sin quitar los ojos de la ruta, apenas dejaron atrás el peaje.


—Y también una excelente cebadora de mates. Ahora vas a ver.


Se desabrochó el cinturón de seguridad, torció el cuerpo hacia atrás y estiró la mano izquierda en dirección a la canasta en la que había colocado, bien temprano por la mañana, antes de ir a su trabajo, el termo, la yerba, la bombilla y el mate. Enseguida, sintió el calor de los ojos de Germán enfocando su culo. Eso también le encantaba de él: que no fuera cargoso, que supiera tocarla de diferentes modos, hasta con la mirada. Por eso, para darle el gusto, fue que se quedó unos segundos más en esa posición. Unos segundos innecesarios, hacía rato que ya había alcanzado con éxito la manija de la canasta que descansaba detrás de su asiento. Pero ¿qué es lo necesario y qué lo innecesario en una relación humana? Nunca, a pesar del paso del tiempo y de las historias, había encontrado una respuesta cabal a esa bendita pregunta. Y le faltaba demasiado poco para cumplir los treinta y siete. Hay respuestas que jamás encontraré, se dijo y, de inmediato, decidió que Germán ya había tenido suficiente. Se volvió a sentar correctamente, volvió a abrocharse el cinturón de seguridad, sacó el mate, lo llenó hasta la mitad con yerba y colocó la bombilla en el centro.


—Ahora vas a ver.


Repitió con ganas y Germán no tuvo más remedio que avisarle que ya había visto algo que estaba muy pero muy bien mientras ella se esforzaba en agarrar la manija de la canasta.


—Mirón.


—Bonita.


Sirvió el mate reflexionando medio inconsistentemente acerca de si bonita era más que linda y, apenas pasárselo, dejó que se le desbarrancara, con alguna fuerza, el dedo índice desde el pecho hasta el comienzo mismo del pantalón de Germán. Justo hasta ahí. Ni un centímetro más allá.


—Cebar es un arte.


—Un arte que se te da muy bien.


Le contestó él y, de inmediato, soltaron la risa.


—Si te parece, debajo de donde están los billetes, en la guantera, hay un CD que me gustaría que escucharas. Lo grabé anoche. Para vos.


—¿El que dice Marc Ribot?


—Sí, ése.


—No lo conozco.


Florencia quitó el sobre de papel que lo cubría convencida, ya, de que bonita era mucho más que linda, y lo metió por la ranura del equipo. Después recogió el mate que le pasaba Germán, volvió a cargarlo y lo sorbió, lentamente, mirando a través del vidrio de su ventanilla. Seguían los carteles al costado de la ruta. Pero ya no había edificios sino casas bajas y bastante más árboles.


—¿Te gusta?


—Me encanta. Es divertido. Y tranquilo. Y también tierno.


—¿Marc o yo?


—Los dos.


Volvieron a reírse. Ella le pasó el mate, él se hizo el celoso, empezó a lamentarse de que había cometido el peor de los errores de su vida, que cómo se le había ocurrido presentarle a Marc, que era un estúpido, que si se lo encontraba en Mar del Plata lo iba a cagar a trompadas, que etcéteras y etcéteras. La risa se convirtió en carcajadas y, enseguida después, en un silencio absoluto, pacífico, placentero. Florencia, entonces, decidió de manera unilateral que ya estaba bien de mate, que sólo tenía ganas de escuchar esa música que salía por los parlantes y de mirar a través de su ventanilla. Que tenía cierta necesidad de encerrarse un rato en sí misma para disfrutar aún más del gran momento que estaba viviendo. Que no se lo quería perder, que tenía ganas de guardárselo adentro de su memoria y no olvidárselo nunca más. Torció la cabeza hacia la derecha y se dejó llevar por la música. Miraba hacia afuera, aunque no alcanzaba a descubrir las vacas y los caballos que, de tanto en tanto, aparecían pastando detrás de los alambrados. Ni siquiera los incesantes carteles, ahora alcanzaba a ver. Florencia sólo tenía lugar para esa escasa música caribeña de guitarras, tambores y voces y para la abundante maraña de pensamientos sobre su pasado amoroso que se le agolpaban. Lo escaso había traído lo abundante y no le quedaba demasiado lugar para el afuera. Sólo le quedaba el adentro, en ese momento. El montón de historias mínimas que le había tocado en desgracia vivir. Cuánta estupidez. Al final, tenía que reconocer que la espontaneidad no le había resultado. Tendría que haberse dado cuenta bastante antes de que no valía la pena decidir absolutamente todo en la vida, de que dejarse llevar por los otros no era tan malo, de que los demás siempre sabían muchísimo más sobre uno mismo y que, sabiendo más, no se equivocaban tanto a la hora de arreglar una cita.


Le dio rabia.


Era una zonza. Una tarada. Pero, al mismo tiempo, también se dio cuenta de que ya estaba bien de autoflagelarse.


—¿Estás cansado?


—No, estoy perfecto.


—¿Querés que paremos a tomar un café? No tenemos ningún apuro.


—No, todavía no. Dentro de un rato. Seguí durmiendo, nomás.


—No estaba durmiendo, estaba pensando tonterías. A veces me convierto en una máquina de pensar tonterías.


—Creí que dormías. Qué extraño. ¿Sabés que tuve una bisabuela con poderes sobrenaturales? Bueno, yo no la conocí, ella murió bastante antes de que yo naciera. Eso es lo que se dice en mi familia.


—¿Una leyenda?


—Puede ser. Sin embargo, todos mis tíos y mis tías repiten las mismas anécdotas y juran, mientras las cuentan, que ocurrieron de verdad. Recuerdan los nombres de los involucrados, las fechas.


—Lo siento, Germán, pero así, por lo general, es como suelen funcionar las leyendas.


—Leía la mente. Y, a veces, después de leerle la mente a alguien, también tenía el poder de convertir en realidad ese deseo que acababa de adivinar en el otro.


—Una estupidez. Cómo se te ocurre.


—Claro que eso pasaba sólo si quería mucho a ese otro al que le leía la mente.


—Basta. Ya está bien. No quiero escuchar más al respecto. No me gustan esas leyendas. No me las creo, pero no me gustan.


—Como quieras. Lo único que te falta saber es que, según mis parientes, el más parecido físicamente a mi bisabuela Lidia soy yo. Y ni siquiera me di cuenta de que estabas pensando. Creí que dormías. El parecido debe ser físico, nada más.


—Te había pedido que terminaras con eso y seguiste. Ahora me enojé. Me vuelvo hacia la ventana y hacia mi encierro. Vos te lo buscaste.


—A propósito de buscar, y antes de que te vuelvas a encerrar, ¿me harías el grandísimo favor de sacar diez pesos de la guantera? Ya estamos muy cerca del peaje de Samborombón.


Florencia le pasó el billete y, de inmediato, se volvió hacia su ventanilla. No estaba enojada, por supuesto. Sólo le había montado esa escena para disfrutar de la música en silencio o para mirar sin culpa a través del vidrio o para ser un rato consciente, en definitiva, de lo feliz que se sentía viajando con ese tipo sobre ese auto. O todo eso junto, mejor. ¿Habría cambiado, por fin, su suerte con los hombres? Germán era un ser maravilloso. Se podía charlar durante horas con él, sabía escuchar. Sin embargo, tampoco es que no pronunciara una sola palabra. Hablaba. Le gustaba hablar. Y era divertido, cuando hablaba. También le gustaba mucho reírse. De cualquier cosa. Hasta de él mismo. Y tampoco era malo en la cama. Estaba bien. Por lo menos conocía el cuerpo de una mujer y sabía actuar en consecuencia. Eso era casi un milagro. De todos modos, lo que la había terminado de conquistar habían sido algunos pequeños gestos. La primera noche, después de cenar en lo de Mara, habían caminado un rato largo por Palermo, después se habían sentado a tomar una cerveza en un bar, en la vereda, y, de repente, en medio de una risa por alguna cosa que ella le estaba contando, se levantó de la silla, la besó en la boca por encima de la mesa y, mientras la besaba, extendió su brazo izquierdo en dirección a la calle y empezó a murmurar, casi dentro de su boca, algo así como taxi, taxi, socorro, llévenos rápido a casa, por favor, no aguantamos más las ganas de tocarnos. Y fueron a su casa. Y se tocaron. Y más tarde, cuando la acompañó hasta la esquina para tomar un taxi que la devolviera a la suya, sólo le pidió, medio distraídamente, su correo electrónico. Sólo eso. Aquel viaje en taxi había sido horrible. Germán le había gustado demasiado, pero estaba claro que nunca lo volvería a ver. Ni siquiera el teléfono le había pedido. Había sido una tonta. Otra vez, había sido una tonta. Como casi siempre. No paraba de reprocharse el haber aceptado, con tanta facilidad, acompañarlo a su casa. Entró a su casa pensándose la más tonta, prendió la computadora por costumbre, para chequear su correo antes de dormirse, y ahí se lo encontró. El correo era corto. Pero contundente. Sos un placer, Flor. 4772-0023. A tus pies. Cuando se te ocurra. G. El tipo era un divino. Había tenido suerte. Por fin. Ya era hora. Y la música de ese Marc Ribot, también era divina.


—Qué bueno que es.


—Esperá a escuchar el tema que viene justo después de éste y te morís.


—No me pienso morir. No hoy. Me siento demasiado bien para morirme.


—Callate y escuchá, se llama La vida es un sueño. Es su versión de una viejísima canción de un tal Arsenio Rodríguez.


—¿Arsenio? ¿Alguien puede llamarse Arsenio?


—Sí, Arsenio. Y callate de una vez que ya empieza.


Después que uno vive veinte desengaños

qué importa uno más.

Después que conozcas la traición de la vida

no debes llorar.

Hay que darse cuenta que todo es mentira,

que nada es verdad.

Hay que vivir el momento feliz,

hay que gozar lo que puedo gozar

porque sacando la cuenta en total

la vida es un sueño.

Hay que vivir el momento feliz,

hay que gozar lo que puedo gozar

porque sacando la cuenta en total

la vida es un sueño.

La realidad es nacer y morir,

por qué llenarnos de tanta ansiedad,

todo no es más que un eterno sufrir,

el mundo está hecho sin felicidad.


—Impresionante, Germán. Quiero escucharla otra vez. Por favor. Dejame. Necesito escucharla otra vez.


—Pero antes paremos a tomar un café. Ahí hay una estación de servicio y ahora sí me siento un poco cansado.


—Dale. Acepto. Pero prometeme que después me dejás escuchar ese tema otra vez.


—Te lo prometo.


Germán disminuyó la velocidad, dobló hacia la derecha, consiguió un lugar para dejar el coche bastante cerca de la puerta de entrada al bar de la estación y se bajaron. Florencia cerró la puerta, corrió a abrazarlo y a susurrarle al oído que era feliz. Tenía ganas de hacerlo. Estaba desesperada de ganas de hacerlo, de que se enterara.


—¿Tanto así?


—Tanto.


Entraron, se sentaron a una mesa cerca de la puerta y, mientras esperaban los dos cafés con leche y las medialunas, Germán la tomó de la mano derecha y le confesó, de manera casi inaudible, que él también era feliz con ella esa tarde. Afuera estaba anocheciendo y Florencia, que no tenía ni idea de cómo responder a semejante ternura, por decir algo, le dijo que le resultaba raro que un tipo tan dulce y tan lindo y tan inteligente y tan tantas otras cosas como él, se tomara en serio las supuestas brujerías de su bisabuela. Lo dijo y, de inmediato, se mordió la lengua del odio. Era una tonta. Y ya no podría cambiar. Jamás. Estaba condenada. Por un lado, se la pasaba quejándose de las historias mínimas que acostumbraba vivir y, por el otro lado, justo cuando le tocaba en suerte una historia de amor de las grandes, no se bancaba las cálidas palabras del otro. No las soportaba y, como no las soportaba, no las sabía responder y arruinaba todo con una idiotez. Un horror. Un horror perfectamente imposible de arreglar. Ya era demasiado tarde. Germán, justo en frente de su gigantesca estupidez, no había dejado pasar la oportunidad y ahora parecía enfrascado en contarle hasta el detalle más insignificante de la extraña relación que había construido con su desconocida bisabuela Lidia a lo largo de los años.


—Nunca te había escuchado hablar con tanto entusiasmo acerca de nada.


—Y, bueno, tampoco pasa todos los días que conocés a un tipo que tuvo una bisabuela bruja y que, según afirman sus parientes, es, físicamente e incluso en el carácter, igualito a ella. Hay más. Algo que todavía no te dije: nací justo nueve meses después de su muerte.


—¿Y?


—Se ve que vos no creés en la reencarnación.


—No, no creo. Lo siento. En este momento creo sólo en las medialunas.


—Desde la adolescencia que vengo intentando leer el pensamiento de los demás.


—Sí, claro, yo también.


—No, no. Quiero decir que muchas veces lo logro. Muchas, te lo juro. Casi todo el tiempo.


—Vamos. Mejor sigamos viaje. Estás empezando a arruinarlo todo. No te lo voy a permitir. No, señor. Estoy demasiado feliz como para dejar que lo arruines todo.


—Como usted diga. Sólo me faltaba contarle que lo único que no he podido hacer, todavía, es cumplirle los deseos a la gente que le he leído la mente y que quiero. Me falta eso. Por ahí, algún día.


—Estás rematadamente loco. Vámonos, por favor. Empezás a darme miedo.


Germán no le contestó. Pagó y salieron. Desde luego, apenas al subirse otra vez al auto, Florencia hizo retroceder el CD y puso el tema que tanto le había gustado. Ya era de noche. Y había mucho menos tráfico sobre la autopista.


Hay que vivir el momento feliz,


hay que gozar lo que puedo gozar


porque sacando la cuenta en total


la vida es un sueño.


—Esta parte es impresionante. Y creo que impresiona, sobre todo, que se le note tanto a Marc que está diciendo esas cosas tan tremendas sin conocer una papa del idioma, sin saber lo que está diciendo. Es una contradicción que me mata. La definición misma del arte, casi.


—¿Jugamos a que te adivino el pensamiento?


—No jodas más, Germán.


—Dale, qué te cuesta.


—Ufa.


—Una sola vez. No seas mala. Hace algún tiempo que no juego. Tengo miedo de perder todos mis poderes por falta de uso.


—Sos un pesado.


—Dale, bonita.


El bonita de Germán la podía. La desarmaba por completo. No había manera de pelear contra eso. Le salía muy bien. Y siempre en el momento justo. ¿Sería otra brujería que había heredado de su bisabuela?


—Bueno. Acepto. Pero con una condición.


—Dígame.


—Que la primera sea la última vez que lo hagamos.


—Oquei.


—¿Qué es lo que tengo que hacer, exactamente?


—Concentrarte y pensar en algo que quieras mucho.


—¿Y vos?


—Casi lo mismo. Me concentro y trato de adivinar lo que pensás vos.


—Allá voy, entonces. Pero no pierdas la concentración en la ruta. Mirá para adelante y manejá con cuidado. Le pidió ella entre risas incrédulas, él le aseguró que no iba a perder de vista la ruta, que no temiera, que sólo se dedicara a pensar con entusiasmo, que lo demás corría por su cuenta. Florencia, entonces, como una buena alumna, giró su cabeza hacia la ventanilla, se quejó para sus adentros de lo que le hacían hacer y enseguida se quedó en el tema de la felicidad. Era feliz. Ese tipo la hacía feliz. Incluso con sus extravagancias. Ese viaje la hacía feliz. Si fuera por ella, se dijo convencida, viviría el resto de su vida yendo a Mar del Plata, en ese auto y con ese hermosísimo hombre a su lado. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? ¿Qué más?


—Hecho.


Escuchó que decía Germán en voz alta. Los enormes carteles se sucedían al costado de la autopista, los edificios, los árboles, los otros coches amontonados a su alrededor. Se vio sonreír apenas reflejada contra el vidrio de la ventanilla y, enseguida, giró casi ciento ochenta grados la cabeza hacia su izquierda, buscó con sus ojos el perfil serio y concentrado en el camino de Germán. Una vez. Y otra. Y otra más. Era feliz. Completamente feliz.


—Por favor, Flor, alcanzame uno de esos billetes de diez que dejé en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavía no me diste un solo mate.


—¿Mate? ¿Ahora? ¿Estás seguro?


—O vos demasiado ensimismada.


—¿Qué tiene que ver?


Germán no le contestó. Prefirió apretar, desde cierta ternura, la mano derecha y el billete que ella le acababa de pasar contra la parte inferior de la bragueta de su jean. De inmediato, Florencia comenzó a llorar. En un instante, tomó conciencia de lo que ocurría. No había música, era de día y estaban, otra vez, en el peaje de Hudson. No entendía. Lloraba, porque no entendía. O porque entendía demasiado bien lo que estaba ocurriendo. Germán estaba justo pagando el peaje y ella decidió que era el momento ideal para bajarse. Para salirse de la eternidad. Y lo hizo. Rápidamente se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta para bajar. Pero Germán ya había arrancado. Era una locura tirarse.


—Sos un lujo.


—No soy ningún lujo y vos sos un perfecto tarado. Mirá lo que hiciste.


Germán parecía no escucharla. Parecía estar viviendo exactamente lo mismo que había vivido antes. Y Florencia no podía parar de llorar. Se quitó el cinturón de seguridad y se acercó para observarlo con atención. Serio, él parecía no darse cuenta de nada. Miraba fijo hacia el futuro del camino. Ni siquiera registraba los golpes que ella le daba en el pecho. Aunque, de repente, torció la cara y la empezó a mirar de reojo. Florencia se ilusionó. Sin embargo, la ilusión duró apenas unos segundos, enseguida sus ojos retornaron al camino.


—Despertá, Germán. Por favor. No me hagas esto, amor.


—Recién acabo de ver algo que está muy pero muy bien.


—Eso es mentira, tarado. El culo me lo miraste hace un montón de horas.


—Bonita.


Nunca pensó que la palabra bonita, en los labios de Germán le iba a molestar. Pero la odió. La odió y, de inmediato, volvió al llanto.


—Un arte que se te da muy bien.


Y ahora de qué se reía. Le dio rabia. Se mordió la lengua con fuerza para no maldecirlo, para no pegarle otra vez. O para que le doliera la lengua y así poder llorar a gusto por algún motivo más real.


—Si te parece, debajo de donde están los billetes, en la guantera, hay un CD que me gustaría que escucharas. Lo grabé anoche. Para vos.


—Ya lo sé, idiota. Y también sé todo lo que me vas a decir desde acá hasta la eternidad.


Igual sacó el CD y lo metió por la ranura. Quizás esa música tan linda la podría ayudar a encontrar una salida.


—Sí, ése.


Efectivamente, apenas escuchar los primeros acordes dejó de llorar. Tenía que pensar. No ahogarse en un vaso de agua. Debía encontrar una solución. ¿Pero cuál? ¿Tirarse del auto? ¿Esperar el peaje de Samborombón y salir corriendo?


—¿Te gusta?


—Sí, claro que me gusta.


—¿Marc o yo?


—Marc. Vos sos un estúpido, estúpido. Mirá donde nos metiste.


Germán se rio y ella, otra vez, creyó que había vuelto. Pero no. Seguramente se rio de algo que ella había dicho en el pasado del viaje. La desilusión fue grande. Sin embargo, esta vez se aguantó las ganas de llorar. Tenía que pensar. Era fundamental. Tenía que haber una solución. Y ella la iba a encontrar. Lamentablemente, al rato, nomás, había perdido toda esperanza y estaba llorando a los gritos otra vez.


—No, estoy perfecto.


—Basta, despertá.


—No, todavía no. Dentro de un rato. Seguí durmiendo, nomás.


—Callate, imbécil. Me vas a volver loca.


—Creí que dormías. Qué extraño. ¿Sabés que tuve una bisabuela con poderes sobrenaturales? Bueno, yo no la conocí, ella murió bastante antes de que yo naciera. Eso es lo que se dice en mi familia.


Florencia dejó de llorar instantáneamente. Ahora sí necesitaba escuchar con atención el asunto de la bisabuela.


—Puede ser. Sin embargo, todos mis tíos y mis tías repiten las mismas anécdotas y juran, mientras las cuentan, que ocurrieron de verdad. Recuerdan los nombres de los involucrados, las fechas.


—Leía la mente. Y, a veces, después de leerle la mente a alguien, también tenía el poder de convertir en realidad ese deseo que acababa de adivinar en el otro.


—Claro que eso pasaba sólo si quería mucho a ese otro al que le leía la mente.


—Como quieras. Lo único que te falta saber es que, según mis parientes, el más parecido físicamente a mi bisabuela Lidia, soy yo. Y ni siquiera me di cuenta de que estabas pensando. Creí que dormías. El parecido debe ser físico, nada más.


—A propósito de buscar y antes de que te vuelvas a encerrar, ¿me harías el grandísimo favor de sacar diez pesos de la guantera? Ya estamos muy cerca del peaje de Samborombón.


Increíble, pero era verdad. Estaban llegando al peaje. Así que Florencia abrió la guantera y le pasó los diez pesos. De inmediato, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta para bajarse. Pero no pudo. Una especie de viento la retuvo dentro del auto. Tan fuerte era el viento que, incluso, hasta volvió a cerrarle la puerta y el llanto volvió con más ganas que nunca. Evidentemente, si había una salida, ésa no sería la puerta del coche.


—Esperá a escuchar el tema que viene justo después de éste y te morís.


Prefirió no contestarle. ¿Para qué iba a contestarle a alguien que no la escuchaba?


—Callate y escuchá, se llama La vida es un sueño. Es una versión de una viejísima canción de un tal Arsenio Rodríguez.


—Sí, Arsenio. Y callate de una vez que ya empieza.


Florencia volvió a escuchar el tema con ganas. Le seguía gustando, a pesar de todo. Aunque, en esta oportunidad, entendió mucho mejor el último de los versos: el mundo está hecho sin felicidad.


—Pero antes paremos a tomar un café. Ahí hay una estación de servicio y ahora sí me siento un poco cansado.


¿Podrían salir del auto? ¿El viento los dejaría? ¿Ella podría decirle que iba al baño y escaparse para siempre de esta pesadilla?


—Te lo prometo.


Estaba contenta otra vez. Quizás, en el bar, encontrara finalmente una salida. El coche se detuvo en el mismo lugar que la vez anterior y, aunque abrió la puerta con desconfianza, ningún viento la detuvo. El estúpido de Germán hablaba solo del otro lado del auto. Ella lo esperó, entraron, se sentaron a la misma mesa y pidieron lo mismo. Enseguida él empezó a hablar por enésima vez de su bisabuela. Florencia no lo escuchaba, sólo tenía tiempo para imaginar el momento justo en que le diría que iba al baño para no volver nunca más. Sin embargo, mientras oía vagamente el murmullo de él, repentinamente tomó conciencia de que escaparse también significaría perderlo para siempre. Perder justo al primer tipo que le había interesado en años. Era una locura. Otra más en un día repleto de locuras. No, no lo iba a dejar solo yendo de Hudson hasta ese bar por los siglos de los siglos. No se lo merecía. O se salvaban juntos o se perdían juntos. Ésa era su decisión final. O, por lo menos, ésa era su decisión hasta la próxima vez que llegaran hasta ese bar. La próxima vez vería qué hacía. Pero, por ahora, no lo iba a dejar. En el fondo, la culpa de lo que estaba ocurriendo también era de ella.


—Como usted diga. Sólo me faltaba contarle que lo único que no he podido hacer, todavía, es cumplirle los deseos a la gente que le he leído la mente y que quiero. Me falta eso. Por ahí, algún día.


Él pagó, salieron y, esta vez, ella no volvió atrás el CD para escuchar nuevamente La vida es un sueño. Descubrió que tenía una remota oportunidad y decidió que la iba a aprovechar. Ojalá estuviera en lo cierto.


—¿Jugamos a que te adivino el pensamiento?


—Sí.


—Dale, qué te cuesta.


—Ya te dije que sí.


—Una sola vez. No seas mala. Hace algún tiempo que no juego. Tengo miedo de perder todos mis poderes por falta de uso.


—Ya te dije que sí dos veces.


—Dale, bonita.


—Dale vos, tarado.


—Dígame.


—No te digo nada.


—Okey.


—Dale, me estás hartando.


—Concentrarte y pensar en algo que quieras mucho.


—No te hagas problema por mí. Yo lo voy a hacer lo mejor que pueda.


—Casi lo mismo. Me concentro y trato de adivinar lo que pensás vos.


—Sí. Y ojalá que lo hagas bien también esta vez.


Florencia, entonces, giró su cabeza hacia la ventanilla, respiró profundamente y deseó con toda su alma que siguieran viaje a Mar del Plata, que les tocaran unos lindos días de playa y que volvieran contentos y felices a Buenos Aires el martes a la tarde.


—Hecho.


Florencia esperó con los ojos cerrados, en completo silencio, hecha un ovillo. Esperó una eternidad. Justo hasta el momento en que ya no tuvo más sentido seguir haciéndolo.


—Por favor, Flor, alcánzame uno de esos billetes de diez que dejé en la guantera. Ya estamos en el peaje y todavía no me diste un solo mate.





Biografía Federico Jeanmaire es un escritor argentino que nació en Baradero el 30 de julio de 1957.


Se licenció en Letras y fue profesor en la Universidad de Buenos Aires. Especialista en el Siglo de Oro y en El Quijote, recibió una beca en 1990 del Ministerio de Relaciones Exteriores de España para trabajar en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional en Madrid.


A lo largo de su trayectoria Jeanmaire ha escrito tanto ensayo como novela. De sus obras cabría destacar títulos como Miguel, Amores enanos, La creación de Eva o Wërra. Entre sus reconocimientos destacan premios como el Ricardo Rojas, el Emecé o el Clarín.

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