ENJAMBRE de Cynthia Matayoshi
- Cynthia Matayoshi
- 8 feb
- 6 Min. de lectura
Cynthia A. Matayoshi (Buenos Aires, 1971) se dio a conocer con su primera novela, La sombra de las ballenas, que fue publicada en 2019 en Argentina (Editorial Marciana), en 2020 en España (Trampa Ediciones) y en 2021 en Colombia (Ediciones Vestigio). Relatos suyos han aparecido en antologías y publicaciones como Mundo Weird Vol. 1 (Holobionte, 2022), Weird Review, Cósmica Calavera y Audiocuento de la nueva narrativa argentina, entre otros, y también ha firmado ensayos sobre cine y literatura japonesa. Fue colaboradora de la revista Tokonoma, y en 2023 vio la luz su primer poemario De mi boca sale un elefante (Trapezoide). Era de noche y vino un planeta es su primer volumen de relatos.
En "Enjambre" nos presenta una invasión sin igual, sorprendente e inesperada.
***

Con la luz más fuerte se puede disolver el mundo Kafka
No es fácil decir cuándo llegaron. Creemos que fue el año pasado, cuando se extendió el verano por seis meses. Es posible que aquello haya ingresado a casa entonces.
Los caracoles entraban por la ventana del living. La baba se adhería a todos los objetos. Padre trataba de arrancarla, sin lograrlo. Sus uñas quedaban cubiertas por una costra amarillenta. No eran caracoles comunes, eran gigantes, del tamaño de un gato.
—Nunca te cansás de vivir en un pueblo cerca del mar —dijo hermana, pegando cinta de pintor en los bordes de las ventanas.
Ella no iba a la costa, desarrolló fobia a los caracoles. Creía que venían de la playa. Pero el noticiero decía que no se sabía de dónde venían.
«Lo malo viene del mar», repetía hermana como un loro. Desde que llegaron los caracoles a la casa apenas salía de su habitación para comer o ir al baño.
Luego aparecieron los grillos pestilentes, también de un tamaño exagerado.
Sabíamos que el olor de la casa había cambiado. No sabíamos si se había hundido nuestro olfato o era el olor penetrante de los grillos pestilentes, que aunque no estuvieran a la vista, emanaban un hedor nauseabundo.
La temperatura del pueblo era tan elevada que pensábamos cosas horribles, cosas que no hubiéramos pensado con otro clima. Cambió nuestro carácter. Una vez agarré a hermana del cuello y luego le dije que era una broma. Una vez padre hundió sus dedos filosos en mi garganta. Luego se disculpó.
El gobernador limitó las salidas de las casas según los números de documentos. Madre espolvoreaba veneno en los zócalos. Salía únicamente a hacer las compras de productos para exterminar plagas.
—Ni se te ocurra poner tus manos en eso —dijo hermana —señalando el veneno blanco desparramado en los rincones.
—Estos pesticidas no sirven para estas plagas —dijo madre.
A hermana no le interesaba salir. Desperdiciaba los días durmiendo en su cuarto con las persianas bajas. A veces deseábamos que enmudeciera. La imaginábamos con la boca cosida, los hilos colgándole de los labios. Pensábamos que podría atragantarse con un caracol que se metiera en su boca mientras dormía.
Toda la familia creía en la eliminación de lo impuro a través de las fumigaciones. Y en el Pampero, que a veces azotaba la ciudad y se llevaba techos, casas enteras, familias. Decían que el Pampero traía esas pestes.
Los caracoles eran cada vez más grandes. Alguna vez pensamos en comerlos. Padre veía un partido de futbol en un televisor al que se le iba la señal. Cuando estaba frente a la pantalla su cabeza se parecía a la de un caracol macho. Otras veces escuchaba cadenas nacionales en las que el comité de crisis daba reportes del estado de situación del pueblo.
—SHHH, no hables —dijo padre—. Es importante escuchar los comunicados. Hay reportes de vientos fuertes y de nuevas plagas.
—¿Más plagas?
—Bolsas de plástico que arrastra el viento —dijo madre.
Madre estaba obsesionada con los chillidos nocturnos que había debajo de las tablas de madera del piso. Aquello roía las tablas de noche. Aquello reía cuando padre y madre dormían.
Los comunicados informaban que ya no se podría salir de casa. A madre sólo le importaba dónde comprar el veneno. No nos preocupaba la comida. Quizás porque había muchas conservas. Hacía meses que padre compraba comida enlatada y la guardaba como si no hubiese un mañana.
—¿Con qué los exterminaremos? —dijo madre.
Las bolsas de residuos llegaron al pueblo. Eran bolsas verdes que se enganchaban a todo. Venían con el Pampero. «Es tan agresivo como un huracán». «Una bolsa podría enroscarse en tu cabeza y matarte».
Las latas de conservas estaban abolladas. Padre y madre discutían por eso. «Tendremos que comernos los caracoles».
—Algo ha entrado a casa el verano pasado.
—Moscas linternas con manchas —dijo hermana riendo, tocándose la panza como una puerca preñada.
Padre ya estaba embrujado con el televisor.
—¿Servirá el fuego? —dijo madre, con la mirada fija en la lata vacía de veneno. Sus ojos no mostraban emoción alguna.
Las bolsas de basura golpeaban las ventanas. Cuando se hinchaban producían sonidos de planetas. Pero lo que más se oía era el crujir de los grillos, especialmente si un coche pasaba por la calle. O si había personas caminando en los jardines. Los grillos se adherían a las ruedas y a las suelas de los zapatos. Cuando no crujían, retorciéndose por las pisadas, chillaban de manera insoportable. Estaban en las paredes y en los techos. En los árboles y en las cañerías.
Decían que los huevos de los grillos pestilentes podían permanecer ocultos hasta diez años. Que los caracoles gigantes ponían hasta quinientos huevos, y que transmitían enfermedades neurológicas —incluso psíquicas— a los humanos.
Madre cerraba las ventanas, pero el ruido de las bolsas y el crujir de los grillos se escuchaba igual. Madre empezaba a tener los ojos fijos todos los días. Un hilo de sangre bajaba de vez en cuando de sus fosas nasales.
Padre se reía de manera exagerada con un programa de humor de hacía treinta años. Subía el volumen para no escuchar aquello. Todos lo sabíamos.
Los comunicados televisivos se volvieron diarios. Padre parecía haber perdido el interés en todo. Miraba el televisor sin hablar como si tuviera el cerebro hueco. Vaciado como la lata de veneno de madre.
Anunciaban tormentas. Anunciaban que los animales podían morir arrastrados por el viento. Y que se producirían problemas eléctricos de todo tipo, en un sentido amplio de la palabra eléctrico.
Una noche vimos el cuerpo de madre levantar las tablas de madera del living y bajar a la tierra untuosa, con un gesto tumefacto. «Estas plagas no se exterminan con pesticidas comunes». Llevaba una antorcha de fuego. La llama era semejante a un dios. Se sentó con la antorcha en la mano y permaneció así toda la noche. Las tablas brillaban con el humo. Su cabeza imitaba la de un caracol hembra.
Ninguno durmió esa noche.
Por la mañana lo oímos. Se confundía con el Pampero. Parecían cadenas colgadas de los árboles. Parecía nuestro pensamiento.
Comenzó en madre. Salió de sus orificios nasales evadiendo sus pelos gruesos. Aquello chirriaba en las narinas de madre. Avanzaba y pujaba hacia afuera como un ectoplasma. Era una masa vomitada por la nariz. Mientras salía, se abultaba. La masa viscosa de madre olía como los grillos pestilentes. Tan fuerte era el olor que producía arcadas. Crecía y avanzaba hacia nosotros. Madre y aquello se habían fusionado. Eran una misma cosa.
La boca de madre comenzó a expulsar el mismo ectoplasma, la degeneración de una masa de caracoles gigantes, trozos de sus huevos, espuma blanca y excrementos. También sus orejas lo expulsaron.
La observación duró segundos. Es el tiempo que nos otorgó aquello. Y no hubo más. Nos cubrió a nosotros, buscó orificios. Buscó la piel y agujereó, porque no le bastaban los orificios. Dolía como un desmembramiento.
La cara de papá se volvió cuadrada. Tomada por aquello se partió en cuadrados más pequeños. Hermana fue arrastrada como una línea recta. Su piel, sus uñas, los dientes de hermana, todo su unió al ectoplasma, también los genitales, que sobresalían de la masa, resistiéndose de manera inútil.
Mi cuerpo se quebró. Percibí el momento exacto en que todos los huesos y articulaciones se rompieron. Los miembros rodaron, siguiendo la caída natural del suelo. Luego se pulverizaron y aquello los lamió. Los lamió del suelo como se lame la ceniza de un muerto, con una constancia enfermiza.
La ola viscosa cubrió el cuerpo de madre, reabsorbiéndola (y de todos nosotros, de nuestras partes desmembradas).
El cuerpo final reventó como un grano de pus gigante, embarrando la casa.
Somos aquello ahora. Reptamos por la casa con el fin de poner huevos. Salimos por las ventanas, rompiendo la cinta de pintor, para que en todas partes eclosionen las larvas. Buscamos huéspedes para devorarlos por dentro. Como devoramos las cosechas, el maíz, los potrillos, las crías del ganado, cada verano.
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