Y el tercer ángel tocó su trompeta, y cayó del cielo una
estrella ardiente como una luz, y esa estrella es Ajenjo,
y cayó sobre la tercera parte de las aguas y las tierras
y fueron estas aguas amargas y mucha gente murió
por esa agua amarga.
Apocalipsis según San Juan
Rev 8:10-11
Anna me sirvió guiso. Mamá Olga despertó a mi hermano, gritándole que cenara y que se
fuera a trabajar, que llegaría tarde. Pavel rezongó y dio unas vueltas más. Ella lo amenazaba
con acusarlo ante papá cuando regresase de Termez.
Prendí la radio, me gustaba cenar con música. Mamá desde su cuarto me gritó que la apague,
que había que ahorrar energía. Anna me avisó que mamá estaba de mal humor, que era mejor
que sacase mi cuaderno e hiciese la tarea. No quiero, le contesté caprichosamente. Era viernes
a la noche y volvería a la escuela en dos días. Insistió que lo hiciese, si no mamá me
reprendería. Le dije que no podía, que cuando terminase de cenar debía lavar los platos. Mi
hermana dijo que ella lo haría por mí.
Mientras masticaba un pedazo de pan humedecido en salsa, abrí el cuaderno y traté de
imaginar la composición que nos encomendó la maestra: Stalin nos hizo grandes. Le pregunté
a mamá Olga por qué Stalin nos había hecho grandes, pero ella se enojó, se cuestionaba para
qué me enviaba a la escuela si no aprendía, que deberían ponerme a trabajar. Le contesté que
no me gustaba estudiar, que preferiría estar jugando afuera como los otros niños del edificio.
Me gritó que si seguía contestándole me golpearía.
Pavel apareció en la cocina, se sirvió guiso en un plato sucio y se sentó a mi lado.
¿Qué estudias, renacuajo? -Me preguntó.
Tengo que escribir sobre Stalin, sobre que Stalin nos hizo grandes. Pero no sé quién fue, bah…
en la escuela me lo dicen todos los días, pero nunca entiendo.
¿Stalin nos hizo grandes? Mentira. Pero si se lo desmientes a la maestra te castigará. Recién
aprendes a leer y ya te quieren llenar la cabeza.
Pero ¿quién fue Stalin?
Un tipo que gobernó hace mucho la Unión de Repúblicas, pero ni siquiera era ruso, era de
Georgia o Armenia, es lo mismo, esos lugares ni siquiera son europeos.
¿Por qué es mentira que nos hizo grandes?
Porque sí, porque estábamos destinados a crecer sea quien fuera el que nos manejase. A lo
mejor puso fábricas en Ucrania, fábricas que había que poner por la propia evolución de las
sociedades humanas. ¿Pero qué industrias pusieron aquí en Prípiat? Las que no quiere tener
nadie en ningún lado, ni siquiera los rusos en Siberia. ¿Y sabes por qué? Porque si ocurriera
algún accidente podría explotar toda la ciudad. ¿Y sabes por qué la pusieron aquí? Porque ni
siquiera nos consideran ucranianos, en Kiev o en Odessa creen que somos bielorrusos. Es más,
una planta donde trabajan todos ciudadanos de Prípiat, ni siquiera lleva el nombre de esta
ciudad, sino de otra. Y para colmo pretenden hacernos creer que somos la ciudad del futuro.
Mamá apareció por detrás y le dio un chirlo en la nuca, le decía que no me llenara la cabeza
con sus ideas peligrosas.
Tienes que estudiar renacuajo, y tienes que estudiar lo que el Estado te diga, estudiar para ser
físico como yo, así el querido Partido de mamá te pone a trabajar de trasnoche, porque bajo el
pretexto de la guerra contra los capitalistas, a ningún soviético se le ocurre una idea para
acomodar a sus trabajadores en horarios normales.
Por eso quería tanto a mi hermano, él siempre sabía todo, era el único de la casa que se
animaba a discutirle a mamá Olga. Pavel me despidió sacudiéndome el pelo, tomó su bicicleta
y salió del edificio rumbo al trabajo, el sector cuatro de la planta.
Anna tomó mi cuaderno e improvisó unos párrafos sobre Stalin.
Puedes salir a jugar -dijo-. Sólo una hora, hasta que mamá se tranquilice. No te vayas lejos del
edificio.
Le agradecí su autorización. Sabía que el tiempo de juegos sería menos de lo que ella me
otorgaba. El alumbrado público funcionaba hasta las once de la noche.
Siempre nos juntábamos los niños del edificio en el pórtico. Allí, Oleg era el centro de atención.
Tenía una caja de cartón. La abrió y asomó una ardilla.
La encontró mi mamá en el parque -nos dijo.
Alexandra Irina contaba que había acompañado a su padre al trabajo. Estaban construyendo
un parque de juegos mecánicos. Había probado los autitos chocadores y el carrusel. Todos la
envidiábamos, ninguno de nosotros había podido jamás montar en uno de esos, y nunca lo
hicimos.
Los ocho niños decidimos jugar a las escondidas, las sombras de la noche ayudaban a la
eficacia de nuestros escondites. El papá de Oleg, Petr Modrin, llegó al edificio y desde el
pórtico nos saludó uno a uno, señalándonos y llamándonos por nuestros nombres, delatando
nuestros lugares. Oleg se enojó, nos había arruinado el juego. Su papá nos contó que en la otra
esquina había unos soldados tratando de atrapar a un oso.
Corrimos y vimos cómo ya lo tenían amordazado. El animal se resistía y tres soldados con
todas sus fuerzas trataban de contenerlo. Era un cachorro extraviado. A finales de abril
despertaban del letargo invernal en busca de comida, debía de haber llegado a la ciudad
persiguiendo olores. Lo subieron a una camioneta. Uno de los soldados era Igor Mikelenko, un
joven recién casado que vivía en el último piso de nuestro edificio. Antes de subir nos saludó.
Explicó que llevarían al oso hasta un bosque a las afueras de la ciudad. Preguntamos si
podíamos tocarlo pero nos lo negó.
Las luces se apagaron, tuvimos que ayudarnos con el resplandor de las casas para volver a
nuestro edificio. Nos despedimos hasta la mañana siguiente.
Mamá tejía en su silla mecedora, Anna, sentada cerca de ella, escribía una carta a Krassmir
Olanev, uno de los subordinados de papá. Ella decía que era sólo un amigo, pero yo
sospechaba que se trataba de más que eso. La última vez que papá había tenido un receso lo
invitó a cenar. Nos dábamos cuenta de las miradas entre el cabo y mi hermana, y cuando le
conté a papá, me dijo que lo había invitado porque le gustaba ese chico para Anna.
Cerré los ojos y esperé que el sueño llegase. Apenas pude dormir una hora. Un estruendo
atravesó la noche haciendo temblar el piso. Salté de la cama. Casi en llanto pregunté a mamá
qué sucedía. No sabía, mi hermana tampoco.
No debe ser nada, chiquito -dijo luego mamá-. A lo mejor son los militares tirando bombas de
estruendo en conmemoración de algo.
¿Por qué tiran?
Es la costumbre militar. Cuando se cumple alguna fecha importante tiran bombas al cielo. No
te preocupes.
¿Qué conmemoran?
No sé, no me acuerdo qué pasó un 26 de abril. No te preocupes, y vuelve a acostarte.
Hice todo mi esfuerzo por relajarme y dormir, y poco a poco lo iba logrando, ya había cerrado
los ojos cuando sentí que llamaban a la puerta. Era Oleg preguntando por mí. Mamá lo retó
diciéndole que no eran horas de golpear en casas ajenas, pero lo hizo pasar.
Vamos -me dijo-. Todos los chicos ya están afuera. Se hizo de día.
Le dije que eso no podía ser. Miré el reloj de pared que marcaba la una y cuarenta de la noche.
Anna, asomada a la ventana de la cocina dijo que era cierto. Me vestí para salir pero mamá me
lo prohibió. Esto se parece a la profecía de San Juan, decía y se santiguaba. Le pidió a mi amigo
que se vaya a su casa y ordenó a Anna no mirar al cielo, había que cerrar las ventanas de
inmediato y ponerse a rezar. Dije que quería salir a jugar, pero me contestó que rezara por mi
alma. Le pedí a mi hermana que intermediase, pero me dijo que en esa ocasión nada podía
hacer, que a pesar de que hubiera luz era pasada la medianoche. Fui a mi cuarto.
Desobedecí y abrí la ventana. El cielo estaba iluminado. No era como la luz del sol, se trataba
de una luz verdosa, como si una bengala gigante estuviera flotando en el aire a unos cuantos
kilómetros de allí. Vi que en la planta baja no sólo estaban mis amigos, sino sus padres y todo
el vecindario, todos señalando el cielo.
Volví al comedor y pregunté nuevamente qué sucedía. No sabían. Anna había prendido la radio
esperando escuchar algo pero no encontró nada.
A esta hora la transmisión está cortada. Si fuese algo importante la habrían reanudado para
avisarle al pueblo.
¿Nos estarán invadiendo por fin los estadounidenses? -pregunté.
Mi hermana dijo que no lo creía, que si nos invadieran no sería por nuestra ciudad, sino por
Rusia, por Vladivostok, tenía que ser otra cosa. Mamá insistía en que rezásemos, y contaba de
la estrella Ajenjo de las profecías de San Juan.
Mi hermana me dio una taza de leche tibia y se acostó en la cama conmigo. Pasaba el cepillo
por mi cabeza tratando de que me duerma.
No te preocupes renacuajito, mañana seguro en la radio explicarán qué pasó.
Mañana le preguntaré a Pavel, él siempre sabe todo.
El sábado me desperté tarde, sentía en la lengua un gusto metálico muy desagradable. Mamá
Olga no había dormido en toda la noche. Los sábados toda la familia limpiaba el departamento
minuciosamente. A mí me tocaba limpiar toda la vajilla, aún, cuando ésta estuviera limpia, si
no lo hacía no me dejaban salir a jugar en toda la semana. Me había acostumbrado a hacer
esta tarea acompañado por el sonido de la radio, me gustaba la música. Por la ventana vi a lo
lejos pasar volando un helicóptero, nunca había visto uno. Lavar todo me llevó una hora. Pavel
aún no había regresado, Olga maldecía diciendo que como siempre se habría ido de baile con
muchachas de mala reputación. Anna volvió de hacer los recados y comentó que había visto a
algunos militares pasearse con barbijos. De pronto interrumpieron la música para anunciar que
la noche había habido un incendio en la planta, más precisamente en el sector cuatro. Mi
madre se puso pálida. Anna la sentó en una silla y me pidió que le hiciera compañía mientras
ella volvía. Mi hermana salió al pasillo y dijo que hablaría con el señor Kiririn, un ingeniero del
primer piso que trabajaba en la planta, aunque en un sector distinto al de Pavel.
Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Mamá tenía un rosario apretado en su puño,
pero no rezaba, miraba un punto perdido de la mesa. Yo tenía miedo y me decía que nada
había pasado, que nada le había sucedido a Pavel, mi hermano, el todopoderoso, el que todo
lo sabía. No podía haber pasado nada, él mismo me había dicho la noche anterior que si
hubiera un accidente en la planta habríamos muerto todos en la ciudad. Anna volvió y trajo
buenas noticias. Kiririn le confirmó el incendio en el sector cuatro, le dijo que tenía entendido
que no hubo víctimas, y que los empleados del sector estaban obligados a permanecer en la
planta hasta que cesara el fuego.
¿Por qué no lo apagan los bomberos? -Renegó mamá Olga, era la primera vez que la
escuchaba cuestionar al sistema.
Es por precaución -le explicó Anna-. Los bomberos no están calificados para lidiar con la
tecnología de planta. -Se me inflaba el pecho orgulloso de mi hermano mayor. Lo imaginaba a
Pavel entrando por una ventana y rescatando del fuego a una bella muchacha, luego se
enamorarían y se casarían.
Cuando mamá se tranquilizó y todo volvía a su curso habitual pedí permiso para salir a jugar,
pero me lo negó rotundamente. Nadie de la familia saldría de la casa hasta que Pavel volviera.
¡No era justo! Protesté y amenazó con darme una cachetada. Era su casa, era su hijo el que
estaba afuera, y, mientras papá no volviera, era ella quien ponía las reglas a la familia. Anna
propuso que leyera en el dormitorio. Sacó de la biblioteca unos libros al azar y me los ofreció.
Encontré uno que me atrajo, uno de un señor Nabokov. Durante unas horas me entretuve con
él, hasta que mi madre, mientras acomodaba ropa limpia en el dormitorio, tuvo la curiosidad
de ver qué leía. Me reprendió a los gritos, diciéndome que ese escritor era un pervertido, que
no era un autor para mi edad, que me iría al infierno y que me acusaría con mi padre. ¿Qué
había hecho de malo al leer fábulas de hadas y duendes? Volví a protestar, a exigirle que se me
dejara salir a jugar con los otros niños. Esta vez mamá amenazó con encerrarme en el baño.
Fue Anna quien, tras convencerla, a la tarde llevó la radio a nuestro cuarto y propuso jugar a
bailar disfrazados. Anna era muy divertida, se ponía los vestidos de nuestra gorda madre y la
imitaba. Yo me ponía las camisas de Pavel y la desafiaba. Nos reímos mucho. Después de
cenar, llevó las barajas al cuarto y jugó conmigo hasta la media noche. Dormimos abrazados.
A media mañana me despertaron los ruidos de mamá revolviendo la casa. Anna estaba en la
cocina con Dimitri Gorenko, un sargento camarada de papá. Papá siempre hablaba por radio
con él desde la frontera de Termez, a través de él nos hacía saber que estaba bien. Mamá
ordenó que me cambiase rápido, que nos íbamos. No entendía nada, pedí explicaciones pero
me devolvió la misma orden que antes.
Anna tenía preparado un bolso con mi ropa. Me advirtió que no dijese nada a nadie, nos
íbamos y nos íbamos en ese preciso instante.
¿Y papá?
Está viajando para aquí desde la frontera de Afganistán.
Entonces ¿por qué nos vamos?
Habló recién con Gorenko, le pidió que nos sacara de la ciudad.
¿Por qué?
No te puedo decir, es secreto de Estado.
Afuera estaba la camioneta del Partido, la había llevado el camarada de papá. El sargento
cargaba nuestras cosas al vehículo. Sentado en la puerta del edificio estaba Oleg. Estaba
distinto, su piel estaba bronceada. Traía consigo la caja de cartón. La abrió y me la mostró. Su
ardilla estaba dura, no se movía, ni siquiera respiraba.
No entiendo -me dijo-. La caja tenía agujeros para que pudiera respirar. Le había dado nueces
para que comiera.
A lo mejor era una ardilla vieja.
¿Por qué no viniste a jugar ayer?
Mamá Olga no me dejó. Es por mi hermano.
Ayer jugamos toda la mañana. Hubiéramos seguido a la tarde, pero varios de nosotros nos
sentimos mal.
Preguntó adónde nos íbamos. Mamá interceptó cualquier tipo de contestación que pudiera
darle. Le dijo que nos íbamos de paseo por unos días, nada más. Los cuatro abordamos la
camioneta. Antes de que arrancase pregunté dónde estaba Pavel. Nadie contestó y el coche
arrancó.
¿Dónde está Pavel? -Volví a preguntar.
Nos vamos a Odessa -me dijo Gorenko-. Es una linda ciudad, te va a gustar.
Mi hermano dice que los de Odessa no nos consideran ucranianos.
Anna me abrazó fuerte. Mamá rompía en llanto.
La última noche le pegué porque le dijo a su hermano que aquí mandaban las industrias que
nadie quería tener. ¿Cómo iba a saberlo? -Mamá Olga lloraba con más fuerza.
No comprendía nada. El camarada de papá miraba al frente y trataba de manejar lo más
rápido que pudiese.
¿Dónde está Pavel? - Insistí.
Nadie me contestó.
¿Y Pavel? ¡Yo no me voy de aquí sin mi hermano mayor!
Todos me miraban, y en esa acción brotaban lágrimas de cuanto ojo me apuntase. Finalmente
fue Anna quien me dijo:
Renacuajo, no fue un incendio, fue una explosión.
Mi hermano Pavel, y otras treinta personas, había muerto en esa maldita planta de energía
nuclear que lleva el nombre de la ciudad vecina de Chernobyl.
Esa misma tarde de domingo, llegaron a Prípiat dos mil setecientos autobuses, para vaciar de
personas a la ciudad. No les dijeron el por qué.
El 26 de abril de 1986, en la ciudad ucraniana de Prípiat, cercana a la frontera con Bielorrusia,
un error humano en el Sector Cuatro de la planta de Energía Nuclear de Chernobyl, produjo el
accidente nuclear más grave de la historia. Se estima que la cantidad de material radioactivo
liberado fue unas 500 veces mayor a la liberada por las bombas atómicas arrojadas en
Hiroshima y Nagasaki en 1945. En el contexto de la guerra con Afganistán, las autoridades
Soviéticas mantuvieron el accidente como Secreto de Estado, comenzando la evacuación de la
población dos días después. Para sofocar los efectos de la catástrofe se utilizó a casi 600.000
personas sin equipo protector, de las cuales 100.000 murieron a causa de la exposición a la
radiación.
La palabra Chernobyl significa en hebreo Hierba Negra, este es el nombre de la variedad más
común del ajenjo.
Biografía Juan José "Juanci" Laborda Claverie nació en San Luis, Capital, en 1980. Estudió Comunicación
Social. Publicó el volumen de cuentos Historias e histerias, la nouvelle El cirujano, y los
poemarios Insert Coin y Cómo enamoré a Schwarzenegger, repelí una invasión alienígena y
arruiné a Danny DeVito; y participó en distintas antologías locales y nacionales de narrativa y
poesía. Recibió premios y menciones en diferentes concursos narrativos.
Lleva adelante el sello Color Ciego Ediciones.
Desde 2011 conduce Cuentos Criollos, programa radial sobre la nueva narrativa argentina, que
es retransmitido en distintas emisoras de todo el país.
Coordinó talleres de redacción literaria para niños y adolescentes, y también otros destinados
a público adulto.
Como reseñador y crítico colabora para Revista Kundra, Sólo Tempestad y para Radio Nacional
San Luis.
Colabora ad honorem con la realización de audiolibros para Editorial Nudista, Córdoba.
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