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CICADAS de Jennifer Thorndike

Hoy presentamos en "Pesadillas de Felicidad" a la magnifica autora peruana elegida entre las veinte voces jovenes más relevantes de Latinoamérica Jennifer Thorndike. En este cuento podemos comprender como los derechos de pertenencia y la relación laboral en un sistema de extrema crueldad y antipatía puede originar que para llegar a la felicidad haya que cruzar ciertos limites. Y eso nos hace reflexionar y nos preguntamos: ¿Cuánto estamos dispuestos a hacer por ser felices?



1

El ruido de las cicadas es un latigazo, un cable de electricidad que se rasga y se instala en los oídos. Se detiene un momento, luego regresa. El zumbido de las cigarras, cicadas como he aprendido llamarlas en un idioma que no es el mío, muy pocas veces se escucha en las ciudades. Sin embargo, aquí se intensifica. Hace cuatro años llegué a este pueblo desolado del Midwest, de nombre impronunciable que se traba en la lengua y se escupe con asco. Horas enseñando español y cultura latinoamericana, al principio con la leve esperanza de incluir en mis clases mi insignificante investigación de estudiante de doctorado fuera de la realidad. Nada de esto le importaba a nadie. Y ahora todo se ha acabado. En menos de un mes me voy.

 

Debería estar feliz. No voy a enseñar más, menos investigar: el Midwest y este college acabaron con mi carrera académica. Haré algo útil. Debería estar contenta. Solo unos días más, unas semanas más. Entonces, un dolor punzante al lado de la sien izquierda obstruye cualquier sensación positiva. Igual el ardor en el esófago gracias a la gastritis que ellos me han causado. Y todo por tres personas que no pueden quedar impunes: el decano, la directora de diversidad y la profesora blanca progre. Las cicadas continúan con su lamento. Mi gata gris, cazadora, quiere atrapar a una que encuentra revoloteando por el jardín. Intenta, pero no puede. Se le escapa por muy poco. El sonido de los insectos se vuelve insoportable, agónico. Mi cuerpo dañado no puede soportarlo. Me tapo las orejas y cierro los ojos solo para verme con las manos temblorosas frente al teclado escribiendo una carta, diez cartas, quince correos, para justificar mi existencia en este lugar que siempre he despreciado y que también me desprecia a mí. Irme no es suficiente. No extingue la intensidad de este odio tan puro. Mi gata gris sigue persiguiendo a la cicada. Salta haciendo acrobacias, la alcanza y la somete entre sus fauces. El insecto aletea, lucha, hace más ruido. Los colmillos de mi gata penetran en su cuerpo. Luego la suelta y pone el cadáver a mis pies. Una ofrenda, una muerte que termina con ese ruido que siempre me recuerda dónde estoy. Mi gata saca pecho con orgullo. Y yo entiendo el mensaje.

 

2

Amy Bishop era profesora de Neurociencia de la Universidad de Alabama. El día que le comunicaron, con la hipocresía característica de este país, que había perdido su trabajo seguro la invadió un sentimiento de rabia que penetró cada músculo de su cuerpo.

 

Dear Professor Bishop,

 

We want to thank you for all your years of service at the University of Alabama, Huntsville. We appreciate your commitment to our mission and the well-being of our students. Unfortunately, the University Tenure Advisory Board and the Departmental Tenure Advisory Committee have decided not to grant you tenure in the Department of Biology. As stated in the Faculty Manual, you can continue teaching at UAH for one more academic year. Your contract will be terminated in May of 2011. We wish you well in your future endeavors.

 

Best,

XXX, Ph.D.

Chair of the Biology Department, UAH.

 

Bishop, incrédula, relee la carta una y otra vez. Imagina qué colegas habrían hablado en su contra, o cuáles habrían tenido la valentía de apoyarla. Probablemente ninguno. En este país, cuando hay problemas, los “amigos” ya ni te saludan, ¿no, Amy? ¿Eso también te pasó? Ella revisa cada palabra “we wish you well in your future endeavors”, relee. Cuál futuro, si su carrera está destruida, piensa, si ninguno de sus excolegas va a recomendarla más, si su resumé indica que le negaron el tenure. Entonces, desesperada, decidió que si ella no iba a continuar enseñando sus colegas tampoco. Luego se arrepiente de ese pensamiento. Pero al día siguiente, a la semana siguiente, la rabia no ha desaparecido. Entrecierra los ojos como afilando la vista y toma una decisión vacía de remordimientos.

 

La mañana de la ejecución de su plan va a dar su clase. Todo normal. Almuerza un tuna salad, lo acompaña con una taza de café cortado. Nada raro. Va a la reunión de su departamento, se sienta en la misma silla de siempre. Antes se ha servido otro café, agarra un donut de la caja que algún adulador ha llevado. Nada fuera de lo acostumbrado. Pero, en su carteta, camuflada entre la billetera, los lentes de sol y los tissues, hay una la pistola cargada, sin seguro. Cuarenta minutos de reunión con sus ahora excolegas, los mismos que decidieron que ella no merecía continuar enseñando. Las mismas caras apáticas, las mismas discusiones inútiles que van a devolverle su trabajo, las mismas propuestas sin sentido que nunca han resuelto ningún problema en la historia de la universidad. La rabia comience a quemarle en el pecho. Cuarenta y cinco minutos y la pistola en la cartera reclamando venganza. Y la mano que se introduce, siente el metal, se aferra a la empuñadura, se suelta. Cincuenta minutos y Amy quiere levantarse de la silla y gritar, quiere tirar de puñetazos en la mesa y reclamarles a sus colegas su decisión, aunque sabe que tal despliegue de frustración solamente la va a llevar a que justifiquen aún más su decisión y la califiquen de “conflictiva”. Entonces cierra los ojos, suspira y agarra la pistola. Sabe usar el arma, sabe apuntar bien. Sin embargo, solo acierta tres tiros y solo tres colegas caen al suelo, inertes. Tres más están heridos, los otros seis escapan de la sala de reuniones ilesos. Y Amy corre por la escalera, tira la pistola a la basura, intenta abandonar el edificio. La detienen, la rabia se va extinguiendo. Más tarde aparecerá sonriendo en la primera foto que captan las cámaras de la prensa.

 

Cuánta historia en común con Amy, aunque yo no sé disparar ni tengo arma. Y a mí no me han echado y puedo huir de esta cloaca sin correr el riesgo de que me detengan. Soy yo quien lo impide. Estoy quebrada y no veo muchas alternativas para recomponerme.

 

3

Mi fracaso comenzó apenas llegué y se confirmó durante el primer invierno. El primer semestre no podía levantarme de la cama. Miraba el techo, después los frascos de pastillas en el velador. Luego, sentada al borde de la cama en una habitación sin ventanas, tomaba un antidepresivo y un ansiolítico. No hacen efecto mientras camino a mi clase, no detienen mis lágrimas cuando, encerrada en el baño de edificio, lloro preguntándole una, dos, cien veces qué hago en ese lugar donde solo hay desolación y hostilidad. La supuesta cordialidad del Midwest no aplica para los migrantes. Luego llega el invierno y ahí se confirma mi frustración mientras apaleo los treinta centímetros de nieve para desenterrar el carro. Y cuando lo logro, me siento en el interior congelado solo para darme cuenta de que se me han quemado las manos a pesar de los guantes y de que el carro no arranca porque la batería no ha resistido los -20C de temperatura. Y lloro otra vez, y camino con las mejillas congeladas y ardientes para comenzar un nuevo día ya derrotada.

 

Sabía que tenía que aguantar para conseguir los papeles. ¿Dónde más una inútil de humanidades y lenguas iba a encontrar un sponsor si no era en este college desconocido? Y es el cuarto año y ahora me veo en esa nefasta reunión donde anuncian que van a echar al 30% de profesores porque no hay fondos, o como lo anuncia el decano: “Our priority area is STEM and all the other programs that do not fit in this scheme will be under evaluation. A committee will be created for this task.” ¿Un comité? ¿Y eso para qué ha servido a lo largo de la historia del Higher Education? Nadie se queja, nadie dice nada porque aquí es mejor arrancarse la lengua antes de incomodar a alguien con reclamos. Me reprimo, me muerdo los labios. 30% de los profesores se van, pero yo no me voy a ir, yo me aferro al cargo, yo tengo miedo de no poder conseguir algo mejor. A mí no me van a echar, pienso, aunque esté en los primeros lugares de la lista, a mí si me botan les va a costar.

 

Entonces me veo escribiendo una carta larga, tres hojas, intentando probar mi valía. No soy un desecho, no soy descartable. Me necesitan. ¿Para qué? ¿Para enseñar a cuántos alumnos por semestre? Menos de treinta. ¿Cuántos alumnos tienes en el major de español? Menos de diez. Esto no va a funcionar. Pero ¿no soy yo la única profesora latina de este college? ¿No soy yo la que representa a esos estudiantes? A mí no me van a botar, y si me botan les va a costar mucho, sonrío mientras redacto un correo incendiario reclamando que no formo parte del comité de diversidad que tiene ocho integrantes blancos y una directora birracial. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Unos días después, me encuentro con el decano que me dice que recibió el correo y luego, en supuesta broma, afirma, but wait, you, ¿Latina? ¿aren´t you too white? ¿isn´t your last name from New England? ¿Ah? ¿De verdad me acaba de decir lo que he escuchado?, pienso mientras se aleja. Entonces vuelvo a escribir, ahora con copia al presidente, un correo donde detallo lo que me acaba de decir el decano, hombre blanco, del pueblo, que su mayor mérito es haber sido hijo de un profesor también del pueblo que consiguió que lo contrataran ahí. Frenética y en máxima alerta, escribo y lo acuso de discriminación. Exijo estar en el comité de diversidad, exijo que se tome en cuenta todas las instancias en las que se me ha discriminado antes de decidir si me echan o no. Mi nombre tiene que salir de la lista del 30% de despedidos o les va a costar, amenazo.

 

El presidente responde con la invitación al comité. El decano no dice nada. Calla, sin saber qué hacer.

 

4

Haber pedido mi inclusión en el comité de diversidad es la peor decisión que pude haber tomado. Mi estrategia para sobrevivir a los despidos afirmando que los estudiantes latinos me necesitan se desmorona a medida que enfermo cada vez más de la gastritis. Ahora también tengo la piel cubierta de pequeñas manchas rojas que delatan mi estado emocional. Tampoco es que pueda atender las demandas de estos estudiantes si estoy agotada. No hay día que no tenga que defenderme a mí misma.

 

El decano me indica que voy a ser co-Chair del comité junto con la directora de diversidad. A ella no le cae bien la noticia pues siempre ha sido la que manda en todo lo concerniente a diversidad, aunque su trabajo ha sido bastante mediocre. Entonces ataco, quiero tener algo de poder para que nadie piense en echarme. .“You have done nothing for our Latino students”, grito, “you know nothing, and it´s ok, you don´t have to know” porque ahora soy yo la que levanta ese estandarte, nadie más, nadie sabe tanto como yo ni es tan útil como yo. Nadie, is it clear?

 

Entonces, la directora de diversidad se queja, dice que siempre estoy a la “defensiva” –calificación ideal para eliminar cualquier argumento válido– y que le he dicho que es una incapaz. Lo niego todo y escribo otro correo a todos los de comité diciendo que ella no me respeta y que no me ve como su igual. Irónico, ¿no?, afirmo. Agrego que cree que yo estoy a su cargo y que son los alumnos latinos quienes afirman que ella no hace nada por ellos. Por supuesto, no recibo respuesta. Todos callan, en complicidad. Todos en silencio porque quién va a defenderme a mí si recién me entero de que la directora de diversidad es exalumna del college, igual que el decano. Ilusa, elegiste a un pésimo enemigo. Me rasco el salpullido hasta sacarme sangre. En este país donde la meritocracia existe, aquí estoy yo con el esófago ardiendo, mi doctorado de universidad de prestigio, mis conocimientos inútiles, y mi voluntad anulada. Pero ella, poderosa, emerge con su degree de este college mediocre que le permite tomar decisiones porque tiene el apoyo de los exalumnos, esenciales para obtener donaciones.

 

Y en ese comité no puedo hacer nada ni por mí, ni por nadie. Humillada, sigo peleando en cada reunión, me repongo, caigo en el desamparo otra vez, pierdo la paciencia. No me reconozco. Intento defenderme y recojo los pedazos de mi cuerpo perdidos en cada pelea para, en algún momento, reconstruirme. La profesora blanca progre que se quedó callada cuando anunciaron que despedirían al 30% de profesores, pero que cree poseer alma de revolucionaria, decide también quejarse sobre mí elaborando agudas mentiras. Dice que en la última reunión del comité levanté tanto la voz que la “dejé traumada” y que ahora me tiene miedo. Me tiene miedo, a mí que no soy ni ciudadana de este país, que soy baja de estatura comparada a ella, y debo pensar veinte kilos menos. Lo que yo recuerdo es que le dije que era una hipócrita por defender la propuesta de la directora que claramente beneficia solo a sus alumnos leales, los cinco o seis que la defienden porque siempre les da plata o se los lleva de viaje. Y la defiende porque siempre es cool ser amiga de una persona más oscura que tú. Y el cobarde del decano secunda y agrega que soy demasiado apasionada e intensa, a niveles inaceptables.

 

Otra vez me veo escribiendo correos, uno tras otro. Siento asco de mí misma, ¿acaso no puedo conseguir algo mejor? Entonces decido postular a otros trabajos, hago entrevistas, me siento fuerte. Me convierto en una bestia que, usando sus garras, sale poco a poco del abismo. Y cuando me ofrecen el nuevo trabajo, estoy manejando. Entonces paro el carro y grito lo más fuerte que puedo. Me voy, soy feliz. Me seco las lágrimas de alegría cuando comienzo a sentir que me ahogo. Los odio, pienso y abro la ventana para tomar una larga bocanada de aire. Sin embargo, sigo asfixiándome.

 

5

Mi gata sale a dar uno de sus últimos paseos por el jardín de las cicadas, que rugen al percibir su presencia. Buscan, sin cesar, incomodarla. Pronto nos subiremos al auto sin mirar atrás y partiremos por esa carretera que diecisiete horas después me llevará camino hacia la felicidad. Pero ¿cuál felicidad, si acá nadie ha pagado?, escucho. Me altero, no entiendo qué me sucede. La imagen de Amy Bishop con la pistola levantada apuntando a sus colegas se me aparece. Reunir al comité en tu edificio, esperar paciente, atacar cuando no lo esperan. Pero no tengo un arma, no sé disparar. Además, yo soy una buena persona, las buenas personas dejan pasar todo el daño que les han hecho y vuelven a comenzar, ¿no?

 

Oscurece, mi gata entra. No ha logrado cazar a la cicada, pero no va a rendirse. Mañana intentará vengarse y apagar el zumbido que se burla de su fracaso. Yo voy a la cama y ella se acurruca a mis pies. Cierro los ojos y trato de descasar, pero de pronto se me aparecen imágenes atormentadas protagonizadas por aquellos que me han hecho daño. El decano y la profesora blanca progre sangran por la boca, la lengua cercenada. La profesora blanca progre parece ahogarse con la sangre, mientras que el decano está agachado buscando la lengua perdida hasta que unos gritos agónicos interrumpen su tarea. Es la directora de diversidad, tiene muñones por manos, las cuencas de sus ojos están vacías. Desesperada, se ve que no entiende qué ha sucedido. Entonces me veo a mí misma con el pelo enmarañado, la ropa con manchas rojas, un machete en la mano. Sonrío. Que me perdonen los muertos de esta felicidad absurda. Y escucho “pero ¿acaso no eras una buena persona?”. Me despierto y siento el pecho encendido. No sé si es ansiedad u odio, pero la sensación comienza a extenderse por todo mi cuerpo.

 

Entonces levanto, bajo las escaleras y abro mi computadora. Son las 6:30 de la mañana y convoco a una reunión de urgencia con el comité de diversidad. Miento diciendo que una estudiante quiere reunirse con nosotros por un problema grave con uno de los entrenadores deportivos. Les digo que los espero a las dos de la tarde en sala de conferencias de mi edificio y agrego que sé que todos están libres porque he revisado sus calendarios. Dos horas después veo que aceptan la invitación irritados, con ganas de que se defina la lista de despedidos porque antes de mi llegada al comité nunca había habido problemas. Un rato después subo al auto para ir a comprar una vela y un encendedor al supermercado. Porque yo no necesito un arma, ni saber disparar. En el pequeño edificio donde está el departamento de español, también está el de arte y su taller. Mi edificio siempre huele raro porque en él trabajan con diferentes materiales, muchos de ellos inflamables. Entonces entro al edificio, el olor característico penetra en mis fosas nasales. Siento que mi pecho y mi cabeza hierven. Tomo la llave maestra de la sala de conferencias. Tengo los ojos muy abiertos, pero ciegos, solamente útiles para ver el fuego purificador. La sala de conferencias está llena de libros viejos que se encenderán tan solo con un chispazo de ese fuego tan mío. ¿Pero esto va a funcionar? Dudo, no creo. La felicidad tan cercana se me escurre por entre los dedos.

 

La 1:50, la 1:55, las 2:00. Llegan, están el decano, la directora de diversidad, la profesora blanca progre y unos colegas más que son inocentes. Aunque no lo son, me consuelo, ellos tampoco me apoyaron, se quedaron callados, como tus colegas, ¿no, Amy? Amy Bishop está sentada a mi lado, pone una mano sobre la mía. Asiente, son unos cobardes, dice. ¿Eres feliz en la cárcel, Amy? ¿Te arrepientes? Ella sonríe. Soy feliz, susurra. Comienza la reunión, explico la mentira por la que los he reunido. Luego callo y espero. Mis colegas discuten inútilmente. Yo me levanto, digo que voy un momento al baño. Al salir cierro la puerta y los miro por la ventanilla. Escuchan que echo llave. What´s happening?, dice el decano intentando abrir la puerta. Open the door!, grita la profesora blanca progre. Muevo la cabeza negativamente y les enseño un papel que dice: “This building has never been safe because of the Art workshop. They work with highy flamable substances. Can you smell it?” Entonces, les enseño la vela, el encendedor, mis instrumentos liberadores. El decano trata de romper la ventana, pero no se rompe. Es a prueba de balas, me dijeron cuando recién comencé a trabajar aquí, por eso de los tiroteos. La directora de diversidad y los otros colegas tratan de abrir las ventanas que dan a la calle, pero están selladas por eso de los suicidios, recuerdo. Y yo los miro, Amy también. Están desesperados, aterrorizados. Amy se ríe. Y yo enciendo el encendedor y siento que me estabilizo. El fuego dentro de mí comienza a extinguirse. Y al fin soy verdaderamente feliz.


Biografía Jennifer Thorndike (Perú, 1983) es escritora y académica. Se doctoró en Estudios Hispánicos en la Universidad de Pennsylvania. Ha publicado las novelas (Ella) (Borrador Editores, 2012) y Esa muerte existe (Penguin Random House, 2016), los libros de cuentos Cromosoma Z (Bizarro Ediciones, 2007) y Antifaces (SEd, 2020) y el trabajo de investigación Ser improductivo, enfermedad, precariedad y migración en la era de la biopolítica (Albatros Ediciones, 2022). Sus novelas cuentan con varias reediciones. Sus cuentos son parte de diversas antologías y han sido traducidos al portugués, francés, italiano, serbio, inglés. En 2016 fue elegida por la FIL Guadalajara como uno de los veinte escritores latinoamericanos más destacados nacidos durante la década de 1980. También ha ganado el Hatch Award por su trabajo creativo y académico y el Team Player Award por su trabajo por la diversidad y justicia social. Actualmente vive en Philadelphia y es directora asociada del Student Center for Diversity and Inclusion en Drexel University

 

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