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B002 Y LOS CATAMITAS DEL MINISTRO DE SEGURIDAD de Matías Bragagnolo



No era una novedad en absoluto para la comunidad científica que una mujer con muerte cerebral pudiera dar a luz. Pero sí lo sería para el vulgo. Y cuando dos ONG decidieron divulgar el dato entre los usuarios de redes sociales y otros medios de comunicación masiva, este adquirió la consistencia del descubrimiento de la pólvora. No dudaron los movimientos progresistas y de izquierda, que insistían en llamar a las mujeres embarazadas “cuerpos gestantes”, en considerar esta posibilidad de llevar un embarazo a término en estado vegetativo como la confirmación de un útero como mero tránsito de un feto.

Pero la ley, más por aplicaciones analógicas de las normas que penaban la violación que por la existencia de una penalidad específica, no permitía la inseminación artificial de una mujer que no podía dar su consentimiento, a menos que ello hubiera sido objeto de un acto de última voluntad. Es decir, de su testamento. Pronto alguien dio con la solución. Estas mujeres tampoco debían ser denominadas “embarazadas”, sino “cadáveres de mujeres con capacidad reproductiva”. Y asunto, en teoría, solucionado. Ahora hacía falta despejar toda duda criminológica. La norma cuyo dictado fue necesario buscar entonces fue denominada por estos grupos de presión como “Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero”.

Vinieron así los lobbies, las marchas multitudinarias con tertulias violentas frente al Congreso de la Nación y las aguerridas discusiones por radio, TV y redes sociales. Las militantes se identificaban con pañuelos grises, a falta de un color mejor, ya que el verde, más apropiado para simbolizar el estado vegetativo de las embarazadas, había sido usado algunos años antes en otra cruzada con fines opuestos: obtener la despenalización del aborto.

Habían buscado que el ordenamiento legal recepcionara la importancia del consentimiento de una mujer para interrumpir un embarazo, pero ahora buscaban que se prescindiera de su consentimiento para engendrar si esta estaba en coma irreversible. Y no interesaba si algún periodista sensato lo señalaba. Su voz quedaba tapada por la torre de Babel virtual en que se había convertido el mundo, y no tardaba en caer en las garras de alguna denuncia inoficiosa que manchaba su reputación y lo dejaba sin trabajo. Más de una década atrás el debate era si un feto era o no una persona. Ahora ni siquiera se molestaban en discutir si alguien con muerte cerebral era o no un sujeto de derechos. Habían saltado la eterna discusión del derecho de una familia a desconectar el respirador que mantiene con vida a un ser querido en estado vegetativo. El cuerpo de ese mismo ser querido, si se trataba de una mujer, debía pasar a ser considerado un organismo sin identidad expropiado por la ley para fines reproductivos de terceros.

La cortina de humo requerida por los magnates ocultos tras la agenda progresista y los consejos de la Organización Mundial de la Salud duró los años que estos Señores del Mundo necesitaban que durara, y luego la Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero empezó paulatinamente a ser sancionada por las legislaturas de los países de Occidente, incluso los más pobres y aquejados por la superpoblación.

Ahora los magnates tendrían que buscar una nueva lucha popular que mantuviera a la opinión pública ocupada en disentir y les permitiera seguir tras bambalinas manipulando el mundo a su antojo.


* * *


Así como en la década de 2020 proliferaron en Argentina las clínicas abortivas para la clase alta, con posterioridad a la sanción en 2032 de la Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero varias fueron las clínicas privadas que destinaron al menos una sala para alojar e inseminar a las mujeres a las que un accidente o una enfermedad las había llevado hasta la muerte cerebral. El título sexto de la ley regulaba el procedimiento para la adjudicación de cada recién nacido a su familia adoptiva, aplicándose en forma supletoria la normativa general, pero eso por supuesto no impedía que las clínicas cobraran sus suculentos honorarios por la inseminación y los cuidados que los “cadáveres” y sus respectivos fetos necesitaban durante esos nueve meses.

El dinero fluía, los rubros en las facturas eran variados.

Las parejas de gays compraban óvulos de los bancos que cada clínica mantenía, y, en la mayoría de los casos, para abaratar el costo de comprar el esperma de un donante rubio de ojos claros, uno de los dos eyaculaba en la clásica sala especialmente acondicionada para la masturbación con fines reproductivos. En el caso de las parejas de lesbianas que no querían complicar sus cuerpos con embarazos y a la vez rechazaban el uso de un semental, o bien no lo conseguían, y debían de esta manera recurrir a las bondades de la Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero, si querían abaratar costos, una de las dos debía someterse a la invasiva extracción quirúrgica de varios óvulos. Para sorpresa de los profesionales de la salud inmiscuidos en este gran negocio, estadísticamente la mayoría parejas heterosexuales se negaba a pasar por tales menesteres, y prefería comprar tanto los óvulos como la simiente, con un control aproximado sobre los rasgos físicos del nascitūrus.

La cuestión del cuerpo femenino específico en el que cada feto sería cultivado también suscitaba algunos problemas; problemas que, una vez resueltos, repercutían en los honorarios que cada clínica cobraba. Muchas parejas insistían en conocer al vegetal en cuyo útero su futuro hijo iba a vivir. Y no siempre les agradaba la idea de llevar a cabo el procedimiento usando el cuerpo de una mujer pobre, o poco agraciada físicamente. O bien inquirían sobre el pasado de la misma, pese a que el artículo 14 de la ley prescribía su absoluto anonimato. En ese aspecto, la Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero era incluso más estricta que la Ley de Ablación de Órganos respecto de la identidad de los donantes cadavéricos. Pero las parejas deseosas de ser padres estaban pagando por un servicio bastante oneroso, y querían saber con qué tipo de mucosa uterina iba a estar interactuando su hijo. ¿Había estado casada la cuasi-difunta? ¿Qué tan promiscua había sido? ¿Había tenido enfermedades venéreas? ¿Otros hijos en vida o en coma? ¿Abortos en su historial reproductivo? ¿Había sido drogadicta, de extrema derecha, comunista, anti-aborto, política, empleada doméstica, vigoréxica, psicótica, hippie, mai umbanda, empleada estatal, mala madre? ¿Qué tan deteriorado estaba ese cuerpo? Por unos pesos extra, sin factura que acreditara el pago por debajo del escritorio, los futuros papás podían acceder, eyes only, al legajo del receptáculo del óvulo fecundado.

Y después estaban los adicionales. Si los futuros padres querían que sonara música clásica junto al cuerpo exánime embarazado, se sumaba un ítem a una factura cuyo principal rubro era el de la hidratación y la nutrición mediante una sonda enteral y la limpieza del cuerpo lleno de escaras. Si querían pasar un rato al día junto al cuerpo, para tocar el vientre hinchado y sentir las pataditas del feto, cada hora costaba casi tanto como los honorarios de un psicoterapeuta.


* * *


La clínica integral Esculapio Salvador, de la localidad bonaerense de Campo de Mayo, no fue inmune a la tentación, y en muy pocos años tuvo montado un pabellón entero dedicado al cultivo de fetos en recipientes humanos vegetativos. Los motivos por los que su servicio destacaba frente a los de otras clínicas mejor posicionadas territorial y económicamente eran sus contactos con la policía de la provincia de Buenos Aires. Los oficiales de las comisarías del partido sabían que redirigir hacia la clínica Esculapio Salvador las ambulancias que transportaban mujeres gravemente heridas por accidentes de tránsito o robos a mano armada o violaciones iba a reportarles una jugosa coima a cargo de los directores de la institución.

Así, la cantidad de “cadáveres de mujeres con capacidad reproductiva” contenidos en la clínica Esculapio Salvador nunca era menor a la media docena, proporcionando a los futuros papás y a las futuras mamás la posibilidad de elegir su respectivo útero de entre varios legajos.

En mayo de 2035 tuvo lugar el primer nacimiento inducido a un cuerpo con muerte cerebral en la clínica Esculapio Salvador. Quizás por el mero hecho de que se había tratado de una gestación experimental y no de un encargo por parte de clientes, los directores, el matrimonio del doctor Carlos Fitzgerald y la doctora Aquilina Montiel, decidieron quedarse con ese primer vástago fruto de donantes anónimos.

La elección del nombre del recién nacido fue un claro indicio de la importancia que revestía su existencia dentro del espectro afectivo del matrimonio Fitzgerald-Montiel. Lo llamaron Pedo, en alusión al feto hallado en una tumba medieval bajo la ciudad italiana de Imola en ese mismo año, noticia de la que los directores de la clínica se enteraron gracias a la revista World Episiotomy. Un grupo de arqueólogos se había encontrado, durante una excavación, con el esqueleto de una mujer. Entre las piernas abiertas, los huesos de un feto de treinta y ocho semanas de gestación. Se había determinado que la occisa había sido enterrada embarazada, y que días más tarde los gases liberados por la putrefacción habían terminado por expulsar al niño (o niña, no había manera de determinarlo) por el canal vaginal.


* * *


Pedo no fue criado como hijo de Carlos y Aquilina. Pedo fue atendido, en su primera infancia, por los enfermeros y las enfermeras de la clínica, y pasado su período en el Sector de Maternidad, dormía en la camilla de cualquier consultorio que se encontrara desocupado. Cuando aprendió a caminar, no era extraño verlo deambulando por los pasillos a cualquier hora, llenando de intriga a los pacientes y sus familiares, que no entendían que hacía ese niño mugriento y malvestido apareciéndose de la nada. Pronto al personal dejó de interesarle la subsistencia del hijo de nadie, y el niñito se alimentaba de las sobras de la comida de los enfermos. Aprendió a asaltar los carritos de comida aprovechando cualquier distracción de los empleados de maestranza.

Comenzó inevitablemente a desarrollar las mismas características que los niños criados por animales, en gallineros, porquerizos o manadas de lobos o simios. Su pelo caía largo por su espalda, no conocía el uso del calzado o de un cepillo de dientes y, sin duda lo más grave, no aprendió a hablar hasta cumplir los seis años de edad. Y el léxico que desde entonces adquiriría no excedería de las palabras necesarias para asegurarse su seguridad y subsistencia.

Era arisco y solitario. Solo podía aceptar un caramelo de un extraño si este se lo arrojaba al suelo desde cierta distancia. Los gatos del patio de la clínica, de hecho, mostraban una capacidad varias veces mayor de socializar con aquellos que pululaban a diario por la clínica.


* * *


Pedo tenía ya once años cuando el Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires se presentó una mañana con sus guardaespaldas en la clínica. Generó, como era de esperarse con la llegada de una celebridad, una revolución entre el personal, los internados, las visitas y los propios directores. Estos últimos se aprestaron a recibirlos en el despacho de casi cuarenta metros cuadrados que habían hecho diseñar para recibir a los adinerados clientes generados por la Ley de Aprovechamiento Gestacional de Cuerpo Entero, con sillones enormes y mullidos, pantalla gigante para mostrar videos institucionales, suelo alfombrado de punta a punta con pieles de animales silvestres y un amplio surtido de bebidas espirituosas.

Además de ser un funcionario estrella, mediático, el Ministro de Seguridad llamaba la atención motu proprio. Era apuesto, las mujeres y los gays lo amaban, medía casi dos metros de altura y tenía el cuerpo de un fisicoculturista, que disimulaba vistiendo en un estilo elegante sport, con sacos cortos y pantalones de vestir. Llevaba anteojos de marco grueso, y eso, a simple vista, hacía imposible no traer a la mente la imagen de un Clark Kent al que le tiene sin cuidado que todo el mundo sepa que es Superman.

Y sin cuidado parecían tenerle al propio Ministro ciertos rumores sobre su vida privada. Rumores escabrosos, pero que de alguna manera alimentaban el morbo erótico de sus admiradores.

Quizás el más popular de estos rumores era el de la estancia “Los catamitas”. Por fortuna nadie conocía la definición del término “catamita” —La población argentina no se caracteriza histórica y precisamente por su cultura general. Lo tuvieron a Jorge Luis Borges, claro está, pero el mejor escritor del mundo no dejó nunca de ser una clara anomalía—. Catamitus era la denominación latina que recibía el púber que oficiaba como amante exclusivamente pasivo en sus relaciones con hombres mayores en los días y las noches de la antigua Roma. El catamita no necesariamente había llegado a la adolescencia, y nunca penetraba a su amante: su función era ser penetrado o brindar fellatios.

La estancia “Los catamitas” no era fácil de hallar, ubicada en algún lugar de la provincia de La Pampa. De hecho, se accedía por helicóptero. Sus cincuenta hectáreas estaban rodeadas por una cerca eléctrica de dos metros y medio de altura, y era permanentemente monitoreada desde cuatro torres de control y por empleados de seguridad que se desplazaban por el terreno. Se decía que estos últimos eran todos asesinos a sueldo retirados.

En la estancia —y acá venía el elemento escabroso, como podrá imaginarse— se suponía que el Ministro tenía un harem de púberes androides, de esos que se importaban de Europa y los Estados Unidos. Muchachitos robots cuya fisonomía era tan compleja y avanzada que resultaba imposible diferenciarlos de los humanos. Y esos muchachitos eran, claro está, los catamitas que daban nombre a la estancia.

—¿A qué debo el honor de su visita, señor Ministro? —preguntó Carlos, que había decidido oficiar de anfitrión principal, frente al estado de embelesamiento en que estaba su esposa. Ni siquiera los había puesto nerviosos que los dos esbirros del funcionario hubieran revisado de arriba abajo el recinto, en busca de micrófonos ocultos o cámaras de seguridad. Lo trascendente era que alguien realmente importante había venido a verlos. ¿Cuántas clínicas privadas tenían el honor de recibir la visita del Ministro de Seguridad más guapo de la historia argentina?

Habían mandado a traer masas finas, porque el Ministro había dicho que no había desayunado. Un café con leche humeante ya había sido depositado delante suyo, sobre la mesa ratona.

—Me trae un asunto de índole sexual, si puedo serles franco. Y puedo serles franco porque si algo de lo que hoy se hablará en este despacho sale de estas cuatro paredes, ustedes estarán muertos. Y no lo tomen como una amenaza, por favor. Les pido que no se turben en absoluto. Simplemente acabo de exponer una cuestión de causa-efecto, que no necesariamente tiene que terminar materializándose en nuestra realidad, ¿verdad?

—En absoluto —respondió Carlos. Su nivel de exaltación había bajado algunos grados. Ya no se sentía tan afortunado por esta honoraria visita.

El Ministro pareció relajarse. Removió los hombros dentro del saco y se acomodó los anteojos sobre la nariz antes de seguir hablando.

—Tengo entendido que vuestra clínica es una de las mejores en lo que respecta a la técnica de aprovechamiento gestacional de cuerpo entero.

—Gracias —dijeron ambos médicos a la vez.

—Y no solo eso ha llegado a mis oídos —continuó el Ministro, haciendo caso omiso del agradecimiento—. También he tenido oportunidad de observar las fotografías del primer niño nacido en esta clínica usando este método.

El matrimonio Fitzgerald-Montiel palideció al unísono. ¿Quién le había tomado fotos a Pedo? ¿Cómo habían podido ser tan estúpidos de dejar que ese engendro en estado de semi-salvajismo se mostrara delante de todo el mundo dentro de los márgenes de la clínica, de donde, claro está, jamás se había atrevido a salir? Todo había ocurrido con tanta naturalidad y negligencia... Displicentes, simplemente lo habían dejado estar, año tras año.

Carlos carraspeó, titubeó, y por fin pudo decir, intentando sonar gracioso:

—Sí, es Pedo. Es algo así como la mascota de la clínica. Je, je. Nos encantaría presentárselo, pero vaya uno a saber en qué parte del edificio está escondido en este momento. No le gusta mucho estar con la gente. Pero es un buen muchacho. Ya tiene once años. ¿Desea adoptarlo?

El Ministro había pegado la pera al estrecho superior del tórax y juntado las puntas de los dedos con las de la mano opuesta. Habló sin mirarlos. Parecía a punto de enojarse.

—Veo que voy a tener que ser todo lo explícito que vuestra seguridad vital me lo permita.

Instintivamente, Aquilina se removió en el sillón que compartía con su marido, acercando su cuerpo al de este, un gesto que no había llevado a cabo en mucho tiempo. No era la cercanía física algo que alguna vez hubiera caracterizado a ese matrimonio de más de treinta años.

—Seguramente estarán al tanto de la existencia de una casa-quinta en La Pampa —prosiguió el Ministro—. Y también habrán oído hablar de mi harem de preadolescentes androides. Son nueve, para ser más preciso. Uno ahora está averiado, pero pronto estará operativo de nuevo, así que siguen siendo nueve. Todos tienen once años, como vuestro niño. No voy a negar que de alguna manera he encontrado la felicidad con esos nueve robotitos en esa mansión. La felicidad sexual, no necesito aclarar. Pero llegó el día en que no fue suficiente, en que la temperatura de esos cuerpos...

El Ministro calló cuando escuchó a sus espaldas la puerta abriéndose. Era una mucama, que traía las masas finas. Miró de reojo y con curiosidad al funcionario, mientras dejaba la bandeja sobre la mesa ratona. El mirado no acusó recibo de la tímida atención prodigada. Una vez que la puerta se cerró, siguió hablando.

—Decía que los androides son excelentes amantes, pero que por más tejido vivo que contengan sus orificios, por más humedad similar a la natural que tengan esos mismos orificios, es solo eso. Similar. Casi igual. Pero no igual. Por eso fue que decidí conservar a los nueve efebos pero empezar a sumar carne y hueso al harem.

Carlos intentó parecer sorprendido y levemente escandalizado. Aquilina empezó a ensayar una cautelosa expresión de espanto y pesar.

—Usted está diciendo... —empezó el director— que quiere llevarse a nuestro niño... para sumarlo a su harem.

—Y por un muy buen precio. Un precio que pueden inclusive poner ustedes, incluso por encima de los valores del mercado. Vuestro niño me gusta mucho. Si me permiten la infidencia: no he podido dejar de pensar en él desde que vi las fotos.

—Es sumamente inmoral lo que nos está pidiendo, señor Ministro. Con el mayor de los respetos se lo manifiesto, sepa disculparme. Somos gente honesta y...

—¿Tan honesta como para usar como prostíbulo el pabellón de embarazadas en estado vegetativo? ¿No es así? ¿No pagan acaso los fetichistas de las embarazadas para pasar un buen rato con esos cuerpos exánimes sin que los padres que contrataron los úteros se enteren? ¿Acaso no ofrecen ustedes ese servicio en la DarkWeb?

Los tenía. Ninguno de los dos, aun sin haber tenido la posibilidad de deliberar a solas, estaba del todo seguro de que el Ministro los estuviera amenazando con divulgar el secreto de la clínica si no le vendían a Pedo. Pero no había duda de que les estaba haciendo ver que si de una cuestión de moral se trataba, ante una buena oferta monetaria ambos carecían de escrúpulos.

—¿Se llevará definitivamente al niño, entonces? — Esta vez era Aquilina quien hablaba, en un tono casi inaudible.

—Así es —asintió el Ministro—. Nada le faltará conmigo. Como nada le faltó al niño de carne y hueso anterior a él, que para mi desgracia... ¿Puedo ver a vuestro niño? En persona, quiero decir.

—Es que no sabemos en qué parte de las tres plantas de esta clínica puede estar —respondió Carlos, casi suplicando—. Él...

El Ministro miró hacia los rincones que ocupaban sus dos guardaespaldas y se limitó a hacer un leve cabeceo hacia la puerta que tenía a sus espaldas. Ambos salieron sin más.

—Les decía —prosiguió— que mi anterior niño humano, el primero que tuvo este harem en particular, perdió la vida hace apenas tres días, sin que yo hubiera podido llegar a disfrutar de sus encantos. No sé si esto será parte de las habladurías, pero mis androides poseen un diseño personalizado. Es decir, en primer lugar son calvos, porque de esta manera yo puedo colocarles pelucas, de una extensa colección que poseo. Esto es muy útil para los juegos de fantasía a los que los someto. Después, no tolero que tengan genitales. Al fin y al cabo, son mis catamitas. ¿Para qué quieren sus penes y sus testículos si solo su boca y su ano importan? Entonces estos androides son eunucos. Y el mismo tratamiento pretendí dispensarle al muchachito que compré, al humano. Contraté a un buen cirujano, para llevar a cabo la emasculación en la quinta misma. Pero por algún motivo la anestesia no fue suficiente, y el niño despertó en medio de la operación, y escapó del improvisado quirófano que teníamos en una de las habitaciones para huéspedes. “No me toques, me estoy muriendo”, fue lo que le dijo al empleado de seguridad que intentó detenerlo en mitad de la noche, a centenares de metros de la mansión. Dijo eso y cayó al pasto. Para cuando pudimos regresarlo al quirófano ya había muerto desangrado.

El Ministro estaba visiblemente conmocionado al recordar lo sucedido. Las lágrimas habían empezado a caer cuando mencionó el extraño pedido del niño al guardia. “No me toques, me estoy muriendo”.

El matrimonio estaba a punto darle el pésame al unísono cuando un griterío se escuchó afuera, en el pasillo. Los alaridos perrunos se intensificaron hasta que la puerta se abrió y los dos guardaespaldas entraron llevando a Pedo. Cada uno lo sostenía por un brazo, y gracias al continuo pataleo, podía decirse que lo trasladaban en el aire.

Cuando el niño vio a los directores y al Ministro la curiosidad fue más fuerte y se calló. El funcionario, secándose las lágrimas, se puso de pie y caminó lentamente hacia eso que sostenían sus hombres. Lo observó cuidadosamente, cada vez más cerca. En un acto de poca prudencia, intentó separarle los labios para verle los dientes. El chasquido de la mordida que no llegó a ser los sobresaltó a todos.

El Ministro se volvió hacia el matrimonio y habló de manera por completo imperativa.

—Por supuesto que, para evitar correr riesgos inútiles, deberá ser emasculado en estas instalaciones. Quiero decir, en vuestro quirófano. Y será afeitada su cabeza, claro está. Pero primero que nada, y confirmando el estado de salvajismo y falta de educación formal en que se encuentra, será absolutamente necesario practicarle una lobotomía prefrontal antes de que pueda llevármelo conmigo.

Las mandíbulas de Carlos y Aquilina cayeron en sincronía. Ella fue la primera que logró articular palabra.

—Pero, señor Ministro... ¡No tenemos neurocirujano en nuestra clínica!

—Nadie dijo que eso hiciera falta.

—Me temo que sí, señor Ministro. Ello implica trepanaciones, y no...

—Nada de eso. Mire: no quiero sonar petulante, son ustedes los médicos y no yo. Pero esto es algo muy sencillo. ¿Tienen ustedes algún picahielo en la cocina?

Aquilina tartamudeó.

—Cre... cre... creo que sí.

—Perfecto. Y por alguna parte tendrán un martillo, quisiera creer. Solo hace falta eso. Se inserta la punta del picahielo sobre el conducto lagrimal, bajo el párpado, un buen golpe, repetimos en el otro ojo, y las vías nerviosas entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro quedan seccionadas. Solo le llevará un par de meses volver a la normalidad, y será un muchacho de lo más dócil. Mientras tanto, también podrá serme de utilidad. Lo llamaré B002, ya que a mis chicos los identifico con la letra A sumada al respectivo número entre el 1 y el 9, y el pobre que se desangró era el catamita B001. Este diablillo será su sucesor.

Dicho esto, hizo un gesto ambiguo a sus guardaespaldas y se fue sin saludar ni haber tocado las masas finas.


* * *


El matrimonio Fitzgerald-Montiel reinvirtió el precio de Pedo en la compra de un tomógrafo para la clínica integral Esculapio Salvador. Sin haberlo siquiera planeado, el primer vástago del método de gestación usando mujeres con muerte cerebral, once años después, resultó ser el más redituable.


* * *


B0002 caminó por primera vez desde la mansión hasta la pileta de natación. El sol lo encandilaba, y se vio obligado a cerrar aun más sus ojos todavía hinchados y amoratados por la lobotomía. Solo llevaba puesto un pañal, porque ambas operaciones lo había dejado con algunos problemas (estimaban) temporales para controlar esfínteres.

Llegó dando leves tumbos al borde de la pileta, donde languidecían los nueve catamitas androides, algunos dentro del agua, nadando o sobre colchonetas inflables, y otros recostados en reposeras. Algunos vestían shorts, otros estaban desnudos. Pero ninguno se burló de él por usar pañales.

—Hola, yo soy A003, y tengo once años. ¿Vos cómo te llamás?

No había posibilidad, por el momento, de que B002 procesara lo que le estaban diciendo.

—Hola, yo soy A001, y tengo once años. ¿Vos cómo te llamás?

Nada. B002 estaba demasiado embotado como para responder algo.

—Hola, yo soy A008, y tengo once años. ¿Vos cómo te llamás?

Miraba a cada interlocutor con estupor. Apenas intentando esbozar una sonrisa.

—Hola, yo soy A004, y tengo once años. ¿Vos cómo te llamás?

Ni siquiera había atinado a sentarse. Seguía de pie, con los hombros caídos.

—Hola, yo soy A005, y tengo once años. ¿Vos cómo te llamás?

No tenía manera de determinar que todos esos androides tenían su misma edad. Y que al año siguiente también tendrían esa misma edad. Y que así cada año. Hasta que él, B002, se convirtiera en un hombre, un hombre entre niños de once años. Y su cuerpo desentonara con el harem. Y ya no fuera atractivo para el Ministro de Seguridad.






Matías Bragagnolo publicó las novelas PETITE MORT, EL BRUJO, LA BALADA DE CONSTANZA Y VALENTINO, EL DESTINO DE LAS COSAS ÚLTIMAS, DORMIRÉ CUANDO ESTÉ MUERTO y CLOACINA. En 2015 dictó en Espacio Enjambre un seminario sobre el cut-up. Colaboró en 2018 con la columna “Literatura sin límites” para el programa “El sonido y la furia”. Escribe ensayos sobre música, literatura y cine para el diario Perfil y la revista Metacultura.

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