AL AZAR de Mauricio Tomassetti
- Mauricio Tomassetti
- 25 ene
- 3 Min. de lectura
Mauricio Martin Tomassetti. Buenos Aires, 1978.
Periodista, editor de fanzines y revistas, corrector de textos y productor radial.
Actualmente co-conductor del programa Gentes Malas, emitido todos los lunes de 22 a 24 horas por mixtaperadio.com.ar
Integró los proyectos sonoros The Violent Shitters, Conurbano Profundo, N.A.M.B.L.A, Facción, Carnicería Las Nenas, Tercera Posición, Ascético/Predicado, The Pink House y TMSSTT. En este cuento, un Juego de Azar rutero colisiona con el destino de nuestro personaje.
***

El atado de cigarrillos abollado voló con precisa puntería hacia la tumba abierta. No era para nada fácil embocarlo desde tanta altura, mucho menos desde un vehículo en movimiento y casi siempre con viento en contra, pero después de tantas mañanas haciendo lo mismo se había convertido en una práctica relativamente fácil. El bondi atravesaba el cementerio a unos diez metros de altura del suelo, a lo largo de medio kilómetro que era prácticamente el total de la vieja necrópolis; una zona extensa y desolada de tumbas derruidas que a veces dejaba ver los restos de sus moradores, y que facilitaba el robo de huesos para prácticas poco santas. No existía ningún tipo de control en esa parte del cementerio. A nadie le importaban aquellos restos olvidados.
Y que se hubiese resuelto que una autopista pudiese atravesar gran parte de un camposanto tampoco sorprendía -ni parecía molestar- a ningún ser vivo, al menos. Cuarenta años antes la municipalidad también había habilitado la construcción de otra autopista que cortaba el único parque del oeste, que contenía gran variedad de fauna y flora; un pequeño reducto ecológico arruinado por el progreso que partió el parque por la mitad al permitir que el pesado tráfico contamine lo poco que quedaba de verde en la ciudad.
El bollo dio un golpe seco en esquina de la tumba, giró como trompo por una milésima de segundo y se fue dentro del féretro a través de una abertura del desgastado cajón, para -finalmente- rebotar contra las resecas manos que descansaban sobre el pecho del reposante. El paquete abollado quedó haciendo equilibrio hasta caer hacia la compañía de otros atados aplastados, ajados y descoloridos. Más de 10, desparramados alrededor de la cabeza del fiambre, como si de una aureola se tratasen.
Claro que había que tener muy buena vista para ver dónde caían, pero el tirador ya tenía identificada la tumba gastada, rota y sin ornamentos, que alguna vez debió estar pintada de un celeste claro. Era una losa apenas elevada del terreno.
Se le hizo costumbre arrojar los paquetes desde arriba del micro, cuando viajaba al trabajo por la mañana: parecía ser que el asunto de tirar cosas al cementerio hacía un poco más entretenida sus viajes. No le gustaba leer el matutino ni la sexta al regresar, por eso se había hecho adepto a la puntería. Una de esas raras mañas o secretos lujos personales que suelen tener los tipos solos cómo hacer del baño con la puerta abierta, escupir en ciertos lados, o afeitarse solamente en determinados días.
Cada jornada laboral era similar a la otra, igual que cada semana y cada mes. Sin novedades. Cigarrillos. Viaje. Bollito al hoyo. Trabajo. Regreso. Al resto del pasaje del colectivo le importaba poco y nada lo que hicieran los demás, mucho menos que un tipo se asomase a revolear algo por la ventanilla. Todos viajaban a sus trabajos ensimismados, como apagados, sin que nada los arrancase de sus mundos. Hasta que ocurrió aquello.
Había otro ñato que viajaba cada tanto en el mismo micro con el tipo de los bollos: su único espectador, testigo de las hazañas y punterías. Hasta que un día no lo vio más y se enteró del resto por el diario porque él si leía la sexta.
Había ocurrido una mañana en que ambos pasajeros no coincidieron en el colectivo trompita, aquellos Mercedes Benz 1114, y por eso se perdió del incidente. Los días siguientes todo el pasaje -sacado a la fuerza de sus mutismos- no dejaron de comentar lo sucedido.
Aquel hombre se estiró para cumplir su proeza diaria y revolear como siempre el bollo por la ventanilla, pero es madrugada había llovido y el colectivo patinó. La ventana estaba muy abierta -había mucha humedad y hacía mucho calor- y los elásticos del 1114 se torcieron hacia la derecha todo lo que pudo aguantar su suspensión. El tipo estaba muy expuesto al lado de la ventana y la inercia hizo el resto. Según se comenta terminó aplastado con la jeta contra los bollos de papel envejecidos y abrazado de forma macabra con el morador de allá abajo.
El ñato se quedó pensando en toda aquella esa historia tan rara y como ocurre en esos casos terminó soñando por la noche con el asunto.
-El 56, la caída. El 47, el muerto. Que lindos numeritos -pensó al otro día en voz alta, y los jugó a la quiniela cuando salió de la fábrica. Acertó en las cuatro cifras.
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