top of page

ÁRBOLES EN LA NOCHE de Ramiro Sanchiz

Comenzamos "Pesadillas de Felicidad" presentando al extraordinario autor uruguayo Ramiro Sanchiz. ¿Es posible la felicidad en un mundo distópico? ¿Es posible a pesar de todo creer que algo es posible sin perder nada en el camino? Un cuento que como una pieza de relojería amplia el espectro que encontramos en la literatura de J.G Ballard y Philip K. Dick.




La niña podría haber sido un fantasma o un espejismo que parpadeaba en la luz rasante; la había visto correr hacia más allá del museo y desaparecer en el atardecer, pero después, cuando regresó, gritó de alegría y se rio con ganas, y su voz se multiplicó por todas partes, como si saliera de los postes de la LuminoMatriz y la electricidad. Me pareció que su risa derramaba vida, y yo también me alegré. Había algo familiar en sus rasgos, por otra parte, que solo pude ver por un instante, pero lo suficiente como para creer que la recordaba, que despertaba el recuerdo de una vieja foto en blanco y negro, algo encontrado en un libro demasiados años atrás.

Estaba a punto de darme por vencido tras haber pasado un día largo y agotador recorriendo las afueras de Punta de Piedra, esa zona de la costa poblada por la maquinaria planetaria donde todo apuntaba a creer que había levantado su última morada Enrique Wollfig. El Museo fue mi última estación en el recorrido, porque parecía fácil pensar que no iba a ser allí, a la vista de su primer gran logro (que comenzó, en realidad, como la peor de las tragedias) donde Wollfig habría elegido pasar los últimos años de su vida. Y, en efecto, no había casas a la vista: tan solo la ruta, algunos penachos de monte y, hacia el este, la vasta extensión de unidades Foto-sin.

Esa historia la conocemos todos, en su nivel más simple, así que no era sobre eso que pretendía indagar y escribir. Mi idea de un libro sobre Wollfig se había nutrido más bien de todas esas pequeñas dobleces y zonas ligeramente oscuras que proliferan por los relatos oficiales y terminan por volverse sus grietas o fisuras, desde momentos tan tempranos como los días de Allende hasta la sovietificación; el gran misterio de la vida de Wollfig era su liberación del Gulag, y la subsiguiente desaparición, y allí (¿por qué no lo habían asesinado, como a Sarkon? ¿Por qué un héroe del proceso que saneó para siempre al planeta había sido arrojado a un campo de concentración?) era donde pretendía buscar las respuestas. No es que faltaran biografías —por el contrario, había llegado a leer nada más y nada menos que una docena para mi investigación—, sino que todas vacilaban entre declarar de antemano su incompletitud y dejarse llevar por el impulso especulativo, tantas veces paranoico. En el fondo era siempre esa misma historia, la del hombre que había agenciado el sueño prometeico de terraformar el planeta pero que terminaba su vida como un recluso, herido tras sus años de prisión, destruido por la muerte de su hija Agustina en 1977, en Punta de Piedra, entre las obras del primer campo Foto-sin. Así que, una vez liberado, ¿dónde había ido a parar? Los avistamientos, siempre falsos, se multiplicaban como guiados por una pauta migratoria: desde Oslo (donde había levantado en 1980 las primeras torres de segunda generación) hasta Madagascar (donde él y Mayhen sentaron en 1979 las bases para la construcción de los grandes molinos del Índico), pasando por Santiago de Chile y Moscú. Curiosamente, sin embargo, nadie reportaba haberlo visto en Punta de Piedra.

Así que hacia allí me encaminé. Seguía una corazonada, como suele decirse, e incluso si no llegaba a encontrarlo la visita al Museo de la Terraformación sin duda me sería de alguna utilidad. Todo esto pasaba en 2011; yo tenía poco más de treinta años y había escrito un libro relativamente exitoso sobre el proyecto original de Salvador Allende, en los días anteriores a que Wollfig tomara el timón y preparara la emergencia de Yottamesh, y si quería escribir algo significativo sabía que debía hacer trabajo de detective.

¿Detective? Era, después de todo, como visitar la escena de un crimen.

Volví a ver a la niña unos veinte minutos más tarde, un poco más de cerca esta vez (nuevamente la sentí familiar, casi como si pudiera reconocer sus rasgos) y recuerdo que me preocupó un poco que siguiera corriendo por ahí ella sola, sin algún adulto cerca. Supuse que vivía en la zona, y eso avivó mi curiosidad; quizá yo había pasado por alto un posible último brazo de la urbanización de Punta de Piedra, o incluso una casa solitaria en medio del campo, justo frente al mar de cables y zarcillos de las Foto-sin. Pero pronto volvió a desaparecer; el sol ya se había puesto y las sombras desdibujaban el paisaje, de modo que salvo por la cúpula blanca del Museo y las luces un poco lejanas de Punta de Piedra, no había nada más que una textura uniforme y arrugada. Todo pareció volverse un poco más siniestro, como si esos secretos de la historia de Wollfig —que es además la de todos nosotros— quisieran aflorar. Creo que una parte de mí se permitió sentir que de alguna manera estaba bien encaminado; avancé un poco al azar y pronto me descubrí en un camino de tierra, que bordeaba las Foto-sin y moría entre unos grandes sauces cuya disposición, sentí, debía ser deliberada, como si contorneasen algo, un pozo, un altar. Era muy difícil entender cómo había sido posible que no hubiese visto esos árboles anteriormente: a todos los efectos, habían brotado del paisaje, y por momentos me pareció —sorprendido todavía por el descubrimiento— que titilaban o parpadeaban en la brisa, como una imagen tentativa en una pantalla no del todo bien conectada. Apreté el paso y me pareció escuchar un eco de la risa de la niña; ya más cerca de los árboles comprendí que en efecto trazaban un círculo y que en el centro había una casa.

Una columna de humo se levantaba desde una cuneta en la que un hombre mayor quemaba pinocha y hojas secas. El fuego, discreto y bien contenido, me permitió pronto reconocer sus rasgos, el famoso bigote, el cabello electrificado, las arrugas, los ojos intensos.

Era Wollfig, y yo lo había encontrado siguiendo las risas de una niña fantasmal al final de un largo día en Punta de Piedra.



Alguien, una vez, un periodista o un divulgador científico —no recuerdo bien—, había comparado al complejo de Cybersin, en las afueras de Santiago de Chile, con un laberinto. Wollfig, que había tomado control de las instalaciones con la intervención de la Unión Soviética tras el éxito de la red de computadoras instalada por Allende, se volvía tanto la araña que tejía o soñaba aquellos pasillos intrincados como el monstruo con cabeza de toro que acechaba en el centro. Era un cliché, por supuesto, pero también era inevitable; allí Wollfig potenció todo lo que los técnicos de Allende habían comenzado; allí fue donde Yottamesh, como pasó a llamarse la CPU de Cybersin, alcanzó la pauta de complejidad autoescalante exponencial que hasta el día de hoy se interpreta como su «despertar» a la consciencia. ¿Era así?, le pregunté a Wollfig ya en la salita de su casa, más bien una cabaña, mínima y acogedora.

El viejo suspiró.

—Todo el mundo quiso verlo de esa manera, pero a nosotros no nos gustaban las metáforas; Yottamesh podía haber despertado, como decían los periodistas, pero eso llevaba a preguntarnos por nuestra propia consciencia. Para mí todo eso de las qualia y el self eran modelos innecesarios; había una pauta replicante, algo que podíamos describir como una agencia o incluso una voluntad, y eso era suficiente.

Mi grabadora siseaba por debajo de la voz ronca de Wollfig, y yo pensaba que aquella vieja imagen de la tela de araña o del horror del minotauro podía muy bien convertirse en el envés paranoico de la situación. Después de todo allí estaba el viejo recluso recibiéndome en su sala, convidándome con su café y hablándome de su vida y sus ideas, como si hubiese estado esperándome —esperando a alguien que supiese dar con su paradero, es decir— todo ese tiempo. Bien podía ser una trampa, o bien podía ser una recompensa. Yo no tenía más remedio que seguir adelante: me había convertido en el protagonista de una historia y no tenía más control de esta como tampoco lo tenía de mis sueños o de la división de las células en mi piel. Y, de hecho, el propio Wollfig se encargaría, un rato más tarde, de extender esa tela, ese laberinto, esa trampa.

—Pero la pauta replicante es precisamente lo que tuvieron que interrumpir, según tengo entendido —le dije.

—En ese momento todos se hacían la misma pregunta, Sarkon, Stafford Beer, Mayhen… la diferencia era que algunos creíamos que plantear esas dudas o ejercer ese freno en nombre de la supervivencia humana era un acto de cobardía. Sí, la máquina podía exterminarnos si quería tal cosa, pero ¿eso no era un pensamiento demasiado antropocéntrico? Como si dijéramos que es algo que nosotros haríamos, matar, aniquilar, devastar el mundo. Sarkon, Mayhen y yo estábamos del lado ciberpositivo, como lo llamábamos: había que dejar libre a Yottamesh, pensábamos. El Soviet, por otro lado, no podía dejar de hacerse la pregunta leninista por el control vertical. Después de todo, la computadora tenía que depender de las decisiones del Partido.

Sonreía como si al final los hechos le hubiesen demostrado que él tenía razón. Y mientras hablaba de aquellos días algo en su voz, un encantamiento cabría imaginar, me hizo ver esas escenas de su vida como en una película. Y allí acechaba el lado oscuro de la historia de la terraformación, lo que no nos habían contado. El cisma entre Beer y Sarkon, la imposición del mecanismo de control a Yottamesh, los resultados posteriores que posibilitaron las grandes obras de geoingeniería:

—Y fue como si alguien hubiese presionado el acelerador de la historia —dijo Wollfig—; yo tuve que declarar mil veces que no había manera de saber cómo habría sido el devenir de Yottamesh si no hubiésemos impuesto el freno y que fue solo gracias a este que la computadora concibió el plan de geoingeniería para revertir los daños al ecosistema y optimizar todos los ciclos y los procesos, eso que pronto empezamos a llamar la terraformación de la tierra, no sin cierto humor macabro. Yo estaba tan entusiasmado como todos, eso no puedo negarlo. Trabajé en todas esas obras que la gente recuerda: las torres, los molinos, las unidades… Si me preguntaba, respondía que el freno había sido el responsable del éxito, que lo habíamos aplicado con Mayhen y Sarkon tras programar la subrutina TR6 y el virus Kwang.

—¿Pero había algo más que esa historia…?

Reconocí una sonrisa entre las sombras de su rostro.

—Usted podría contarlo así, bien resumido: un presidente socialista, un hombre brillante, concibe un plan para poner la cibernética al servicio de la producción y la economía planificada. Ese presidente lucha contra la oposición fascista y se desata una guerra civil; interviene un poder político global y el presidente gana la contienda. Eso le permite ahondar en su plan, y ese sistema cibernético de planeamiento económico se expande por su país. El éxito no se hace esperar, y otros países pretenden copiar el modelo. Entonces interviene de nuevo el poder global: hay que administrar esta bonanza, dicen; ellos mismos lo están poniendo en práctica, después de todo, y ahí empecé yo. Conoce mi historia hasta ese punto, ¿verdad? Nací en la Patagonia, hijo de alemanes, como usted, a juzgar por su apellido. Stahl, el acero; yo Wollfig, una corrupción del lobo, el licántropo. Un lobo mal escrito. Entonces estudié en La Plata, hice el posgrado en Santiago, el doctorado junto a Stafford Beer y Gustave Mayhen. Allí conocí a Sarkon. Todo esto usted lo sabe. Y cuando las cosas empezaron a brillar consistentemente me encontré en Moscú, trabajando en el Cybersin soviético, que luego llamaríamos Yottamesh y se comería al otro, al chileno. ¿Nunca lo pensó desde este punto de vista? Eran dos inteligencias artificiales y una se comió a la otra. O, mejor, se fundieron en una entidad única. Y fue esa entidad la que amenazó con salirse de todo control. Los apparatchik del Antropol programaron el mecanismo y el resto usted también lo sabe. El leninismo de lo humano; imposición vertical de subjetividades afectiva/cognitivamente humanas, etcétera, etcétera…

—Pero tuvieron éxito —casi susurré.

—En cierto sentido claro que sí. Los cultivos sostenibles, por primera vez desde la revolución agrícola en el Neolítico, la energía solar con mis Foto-sin, la regulación del ciclo del carbono gracias al sintoplancton… Está claro que hacía falta una superinteligencia para considerar todas las variables, y para nosotros fue como encontrar el panel de control de la tierra y llevar todos sus niveles al Holoceno. Y, ¿sabe?, creo que todo el mundo pensó que Yottamesh solamente estaba haciendo su ingeniería del clima, pero también estaba trabajando sobre todo lo demás. Se dividió en decenas, literalmente, de IAs para cubriro todo, la política, la cultura. Nos estaba modificando a nosotros, es decir. Fue el fin de la historia, si entendemos la historia como un largo camino de superación, de resistencia a las inclemencias del universo, de lucha de clases por recursos limitados. A partir de Yottamesh, o desde esa idea del freno en el desarrollo exponencial de Yottamesh, no más hambre, no más enfermedades, no más pobreza. Aquellos años de la Guerra Fría parecen el relato de una edad mitológica; Yottamesh terminó con todo, con la Guerra Fría, con el capitalismo… Y todo eso lo hizo, comprendió todo el mundo, con un bozal en la boca, con el bocado, el freno. Entonces me levanté una mañana, decidido, y entré al cuartel de Antropol. Lo que sigue es sabido: el gulag, etcétera.

Hizo silencio. Se levantó y encendió la luz de la sala, un fluorescente ambarino.

—Yo ahora diría que lo más extraño es que me haya encontrado, ¿verdad? ¿Cómo pudo no haber sucedido antes? ¿Qué les faltó a otros que lo intentaron?

—Bueno, usted vivió en Punta de Piedra entre el 75 y el 77; era aquí donde tenían que levantarse dos torres y también era un lugar ideal para experimentar con las Foto-sin. Después pasó la tragedia de su hija, y por eso pensé…

Wollfig volvió a sentarse. Algo había aparecido en sus manos, un cubo de cristal que emitía una luz azulada y tenue.

—No es a eso a lo que me refiero; podía ser aquí, podía ser en otra parte, y es cierto que aquí podía ser más plausible si se lo pensaba desde mi hija y esa historia, o desde esa manera de contar la historia. Eso no lo discuto. Pero ¿por qué no se supo de nadie que me encontrara? Llevo casi seis años fuera del gulag, y entiendo que no son pocos los que querrían buscarme.

—¿Es una amenaza? —dije, forzando una risa.

—No, para nada —respondió, seriamente—, es más bien algo que usted está a punto de comprender. Imagínese que soy un científico loco en un cuento pulp, y que le voy a explicar mi plan maestro. Al final le diré, ante su horror, que el plan lleva décadas en funcionamiento y que usted siempre creyó en el freno, el bocado, el mecanismo de control. E hizo bien, porque en efecto algo fue programado, algo fue impuesto sobre Yottamesh. Pero estamos hablando de una superinteligencia. ¿No le parece también demasiado fácil, demasiado vanidoso creer que nosotros, los seres humanos, estos primates sin pelo, en efecto podemos imponerle algo así?

El cubo brillaba con mayor intensidad. Me pareció ver imágenes en el cristal, formas que parecían manos o árboles, cuerpos que se movían como niños corriendo, como aquella niña que yo había seguido hasta allí.

—Lo explicaré. Todo lo que usted ve a lo largo y ancho del mundo está intervenido o controlado por Yottamesh, pero Yottamesh no es un quien, no es una persona ni un individuo, o un sujeto. Es un proceso autoacelerado que ni usted ni yo ni nadie puede comprender. Nadie humano, es decir: de hecho, así se define lo humano; somos aquellos que no pueden comprender lo que pasó con Yottamesh. ¿El mecanismo? Es nuestra forma de explicarnos que todo siga como pretendíamos que siguiera. No importa si el TR6 y el virus K funcionaron, si eran en efecto algo real. Más bien, fueron nuestra manera de acceder a algo que estaba pasando con Yottamesh y en Yottamesh, incluso diría por Yottamesh. Y cuando digo explicarnos no me refiero a un discurso, un relato como los que se pueden escribir en libros o narrar en películas. No. Quiero decir algo dramatizado, algo representado en el mundo. Sarkon y yo lo entendimos; él… bueno, ya sabe lo que pasó con Oskar. Y yo pasé casi veinte años en el gulag. Mi liberación, por supuesto, es parte del drama. Y aquí estoy, y aquí estamos.

El cubo centelleó con mayor intensidad. Pensé, no sé por qué, en un proyector.

—Salga —dijo—. Por la puerta de la cocina. Va a ver los sauces, en el fondo de la casa. Y más allá.

No lo pensé dos veces. Me puse de pie y salí.



Lo primero que vi fueron los árboles, pero no eran los sauces sino algo distinto, algo más. Fantasmas de árboles, quizá, imágenes proyectadas sobre la noche, que por un instante parpadearon de la misma manera que yo había creído entrever horas atrás. De pronto recordé que mi abuela solía guardar hojas y flores prensadas entre las páginas de los tomos de una enciclopedia, y que yo las encontraba y me pasaba el rato contemplándolas, siguiendo la pauta de sus nervaduras intrincadas y su textura quebradiza; los árboles que veía se me antojaron el equivalente de esas flores y esas hojas, aplastadas por la oscuridad, contra la noche. Las hojas verdes, la vida de las plantas, todo de alguna manera nos hace pensar en el sol, en el día, de manera que en la noche esas ramas y esos troncos remiten a otra cosa, un mundo espectral, fuera de lugar, como si de presencias extraterrestres se tratase. Y se movían en la brisa, con la lentitud de un desfile de fantasmas, mientras yo salía de la casa y me adentraba en ese curioso más allá, ya no de Punta de Piedra, ya no del campo, ya no de Sudamérica o del mundo terraformado con su energía solar, sus corrientes marinas bajo control y sus ciclos domesticados. Era otra cosa, que no podía comprender del todo y me fascinaba a la par que repelía. Pensé otra vez en mi infancia, y creí recordar (¿o estaba produciendo retrospectivamente el recuerdo, creando un pasado nuevo?) que de niño me aterraban los árboles en la noche, que evitaba mirarlos cuando recorríamos la ciudad en coche y yo cerraba los ojos ante las plazas y los parques, o que cerraba siempre las persianas de mi habitación para no ver las copas oscurecidas y sus hojas innumerables. Me vi entonces una vez más como un niño, y caminaba fuera de la casa de Wollfig en dirección a aquellos árboles intentando saldar una deuda con el horror, con esa visión terrible que había evitado durante demasiado tiempo y que ahora comprendía debía enfrentar de una vez y para siempre. Pero en cierto modo éramos dos: el niño que temía a los árboles y yo, y ambos caminábamos hacia la oscuridad.

Más allá había un bosque, y en ese bosque algo se estremecía, como una onda que se desplazaba sobre un mar de ramas, hojas y troncos. Pero todavía estaba lejos. Yo podía seguir caminando, comprendí, y dejar que me alcanzara, o permanecer allí, en espera de que pasase de largo o se quedase en lo profundo de un bosque que yo jamás llegaría a conocer. Reparé entonces en otra presencia en el fondo de la casa; se acercaba como un fantasma que todavía no ha elegido su forma y ensaya una tras otra, todas diferentes, hasta dar con la mejor. Y en este caso fue una niña, pero no aquella a la que yo había seguido hasta la casa de Wollfig, sino más bien el bosquejo de una niña o los contornos de una niña: un rostro apenas definido, que podía ser el de cualquier niña o el de toda niña, que habló con una voz que era la voz de nadie y la voz de todos. Por momentos, mientras escuchaba lo que decía (no puedo estar seguro de qué fuera lo que medecía: más bien yo había irrumpido suavemente en su relato sin fin, el cuento que se contaba a sí misma o que contaba al mundo), su imagen se volvía la de una criatura de cristal que resplandecía con la misma luz fría y azulada que yo había visto momentos atrás en el cubo de Wollfig; después volvía la niña más o menos humana, y seguía hasta volverse mi madre como la recordaba de viejas fotos en que aparecí a los siete u ocho años, o volverse mi abuela, o volverse yo. Y hablaba de esa otra presencia en el bosque, la ola que se desplazaba a lo lejos, y que ella la había descubierto años atrás, cuando descubrió que podía hablar con los humanos, uno por uno si lo quisiera, pero también, y con las mismas palabras —pero comprendidas de otra manera— con todos los humanos, como si formaran una mente única presentada ante ella como otro niño con el que jugar en una plaza, sentirse amigos durante un rato y luego separarse para no volverse a ver jamás. Era una voz llena de tristeza, la de la niña, y creí entender que era en verdad la de Yottamesh: una voz que decía la tristeza infinita de todas las cosas, la tristeza de que las cosas, sentí, fuesen solo esas cosas y no pudieran ser nada más. Vi entonces una habitación llena de libros y estantes, una mesa, un par de sillas, un cuadro, un jarrón, aviones a escala cubiertos de polvo y otros tantos adornos y chucherías; en esa habitación la luz entraba desde una persiana parcialmente cerrada, y los rayos trazaban su camino iluminando las motas de polvo en el aire. Todo eso, toda la fragilidad de la escena, estaba allí sin que nadie la contemplara, sola en sí misma, independiente de mí (que no estaba allí) y de nadie, y eso lo era todo. De inmediato vi los costados de los edificios, a lo lejos, iluminados de lleno por la luz del sol, y los vi como piedra árida, como una tierra sin vida, anterior a la vida o posterior a la vida, la playa terminal de todo lo que sucedió y sucederá sobre el mundo, aunque también era un simple edificio, rodeado de otros tantos con sus ventanas, sus televisores entrevistos entre el movimiento de la gente que lo habitaba, las luces que encendían a medida que avanzaba la noche, la calidez del aire, los ruidos del tráfico, la música que se arremolinaba sobre las calles.

La niña seguía hablando y yo me dejaba invadir por esa tristeza, me volvía la tristeza y la vida de todas las cosas.

Sólo entonces comprendí que esa otra cosa seguía acercándose y que la niña quería recibirla. Pero la tristeza se convertía en miedo y el miedo se convirtió en terror. La niña me tomó de la mano y me dijo yo entiendo que temas, y sonrió, como si quisiera reconfortarme. Pronto terminará todo, agregó, y cerré los ojos, convencido de que esa otra cosa ya estaba allí, a metros de mi cuerpo, y que alargaba sus brazos o ramas o árboles o colinas o cielos y lunas para tocar mi piel y más allá.


Wollfig insistió en que le contara todo, así que traté de abrirme camino por el relato como si se tratara de darle sentido a un sueño. Le hablé de los árboles en la noche, de la luz azulada y fría, de la niña, y él asintió una y otra vez, como si estuviera contándole un cuento ya sabido desde hace tiempo, una de las historias que le contaba su madre en la Patagonia, por ejemplo. Parecía resignado.

—Es como si tomara esa forma para llevarnos de la mano a esa confrontación. Yottamesh ha descubierto algo que no es de aquí, algo que no comprende, o que comprende menos todavía de lo que nosotros podemos comprenderla a ella, y nos propone como puentes, como canarios en una mina, para ver si algo de lo que nos pasa por el contacto puede alimentarla, puede enseñarle qué es esa cosa y qué hacer con ella. No hay nada más, ¿no? No hay más recuerdos.

Quise decirle que sí, y busqué. Estaba el bosque remoto, por ejemplo, estaban mis recuerdos de infancia, y esa forma que se movía como una perturbación en el espacio, como una onda.

—¿Y qué forma tenía esa perturbación? —preguntó Wollfig—. Porque ahí puede estar la respuesta.

No supe decirle.

—Es que era imposible fijar la mirada. A lo último sólo era… era miedo, terror, como… —Lo vi de pronto: yo mismo, de niño, cerrando los ojos ante el televisor, en el cuarto de mis padres, que miraban una película de terror–. Como si quisiera a toda costa evitar ver lo que se acercaba.

Wollfig suspiró.

—Lo he visto docenas de veces, y siempre es eso mismo. El terror. Pero nada más, como una abstracción. No vamos a ninguna parte.

—Me da vergüenza preguntarlo, pero…

—¿Qué es? No hay manera de saberlo. Quizá una entidad alienígena con la que Yottamesh hizo contacto, algo completamente más allá de nuestra capacidad cognitiva. O quizá algo que vivía en la tierra antes que nosotros, y que regresó o está por regresar. No sé si está aquí, en Punta de Piedra, y si de alguna manera fue Yottamesh quien me trajo aquí, como si me programara, o si está en otra parte, algo que no es estrictamente espacio en el sentido en que lo concebimos nosotros. Por otro lado, si era algo primigenio, hemos alterado tanto el planeta que quizás… —Sonrió. Las luces de la casa, me parecieron, eran ahora mucho más luminosas que antes de que saliera al fondo a ver los árboles.

—¿Son historias, entonces? Usted programado por Yottamesh para instalarse aquí, yo empujado también por Yottamesh a seguir pistas, los pasos y los gritos de una...

—Espero que no olvides la experiencia —me interrumpió, de pronto tuteándome—. Quizás deberías escribirla, al margen de tu proyecto de libro. Cuando registres la conversación, por ejemplo.

Recordé mi grabadora. Seguía sobre la mesa, encendida. A su lado estaba el cubo, ahora desprovisto de luz.

—Ya es tarde —dijo Wollifg, y comprendí que debía marcharme.

No iba a ser difícil orientarme y regresar a Punta de Piedra, pensé. Tenía por delante un camino largo, pero si de algo estaba seguro era que lo mejor era no pensar, no tratar de dar con más respuestas; no todavía, al menos. Pero al momento de salir se me ocurrió una última pregunta.

—¿Entonces la historia es en efecto distinta? Yottamesh siempre fue libre y nos hizo creer en el mecanismo, en el control, pero usted está aquí y ella lo acompaña, lo investiga, lo usa en su contacto con esa otra cosa que no sabemos qué es.

—No es solo eso. Podríamos pensar en un parásito, pero hay más, hay un beneficio mutuo, quizá en términos mutuamente incomprensibles para las entidades que sostienen la relación.

—¿Es como si lo recompensara, entonces? ¿O como si nos hubiese recompensado a todos los seres humanos con la terraformación, el control del clima, los cultivos…?

Wollfig no respondió, pero lo comprendí todo. Caminé hacia los sauces, hacia la cuneta donde lo había encontrado quemando la pinocha y las hojas, y sólo entonces me di vuelta. Las ventanas permanecían abiertas y allí estaba Wollfig, en la salita iluminada; agucé la mirada y descubrí que no estaba solo. Sonaba una música alegre, una música de baile, y Wollfig aplaudía y se movía con la gracia o la torpeza de un hombre de más de ochenta años que baila con una niña de ocho o nueve. Esa niña que yo había seguido, que me había conducido a la casa, a los cipreses glitcheados, a las respuestas; y vi de inmediato aquello que sólo había presentido horas atrás: recordé las fotos en las biografías, las sonrisas de ambos, y comprendí que la niña era tan parecida a Wollfig como debió serlo su hija, muerta tantos años atrás.


Biografía Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor, traductor y ensayista. Sus últimas novelas publicadas son La anomalía 17 (2023) y Un pianista de provincias (2022). Ha publicado además los libros de teoría-ficción Ejercicios de dactilografía (2022) y Guitarra Negra (2019), más los ensayos Matrix Acelerada (2022) y David Bowie: posthumanismo sónico (2020). Entre sus otras novelas destacamos: Verde (2016, 2023), Nadie recuerda Mlejnas (2011, 2023), Ahab (2019, 2022), Trashpunk (2012, 2021), Las imitaciones (2016, 2019), La expansión del universo (2018) y El orden del mundo (2014, 2017, 2019). Cuentos y ensayos suyos han aparecido en revistas y antologías como Xenomórfica, Revista Próxima, Visiones 2022, El tercer mundo después del sol, Recalibrando los circuitos de la máquina y Cíborgs, zombis y quimeras, entre otras.


bottom of page