top of page

UN SOLDADO DE PLOMO SE PIERDE EN SU PESADILLA de Poldark Mego







El cabo García estaba recostado en una incómoda camilla de hospital. Las paredes percudidas y mohosas se descascaraban como la piel de un gigantesco reptil. Las esquinas eran el hogar de viejas telarañas y un ventilador que giraba con pesadez al centro del techo. El cabo tenía la frente cubierta por una miríada de frio sudor, aunque, en el exterior, el sol selvático masacraba inmisericorde y casi se podía tocar el vaho que el calor arrancaba de toda la existencia. De improviso la puerta se abrió y el soldado vio interrumpida su soledad por un grupo de militares, ataviados de gallardía y disciplina, que soportaban estoicamente los treinta y ocho grados que abrazaban aquella parte de la selva amazónica. El sequito de uniformados se presentó por una razón, una muy particular, el cabo García lo sabía. Admitir conocer la razón no era, sin embargo, motivo de calma; todo lo contrario, la experiencia que sus colegas de armas venían a recopilar de la boca del propio protagonista no podía ser, cuando menos, causante de tranquilidad. Rodearon al cabo, levantando ante él una pared infranqueable de rostros impertérritos y miradas vacuas. Lo observaron con una soslayada aura indefinible. Las preguntas de rigor comenzaron inmediatamente después de los saludos protocolares. El cabo García no tenía fuerzas para responder la metralleta de interrogantes que acribillaba sus recuerdos, pero como buen militar, sabía que el sufrimiento terminaría al final del proceso. Si sobrevivía al mismo, luego podría descansar en paz, y con suerte, esa paz sería eterna, ya que la languidez de su cuerpo y espíritu socavaba toda voluntad por permanecer atado a los lazos terrenales. Había experimentado, en la última misión, una seria de sucesos de extraña naturaleza que prefería olvidar, aunque parecían estar talladas a fuego en su memoria, y a falta de una benevolente amnesia, anhelaba el toque de la muerte, y que el limbo del olvido le haga olvidar el horror que vivió. Para poder librar la última gota amarga del vaso y despedirse del grupo de investigación, tuvo que retroceder en el tiempo hasta una semana atrás, cuando lo destacaron, junto a una tropa, a los remotos confines de la zona en disputa con un grupo subversivo en el corazón de la selva amazónica. No era la primera vez que era enviado ahí, y pese a ser una locación tensa, jamás había entrado en conflicto directo con el grupo paramilitar, nunca, hasta hace una semana atrás. El cabo García recordó, con la voz entrecortada, de aquellos que libraron de una muerte segura, cómo es que después del intercambio de disparos, las órdenes a gritos y la retirada apresurada terminó perdido en medio de la indómita espesura selvática. Extraviado. Aislado. Rodeado de un manto de diversas tonalidades verdes. Un laberinto sin paredes, lleno de pasadizos, ramas, espinas, charcos, barro, vapores, gases, olores, ruidos; cientos de ruidos, miles de ruidos. Panorama agobiante para alguien que ya iba con el corazón acelerado, y por un momento decidió regresar sus pasos ¿Cuántos pasos? ¿Qué ruta fue? ¿Qué camino improvisó? Saberlo era la diferencia entre la salvación y la vesania. La selva de desesperación que crecía dentro de él lo estaba asfixiando. Lo devoraba. En medio de la foresta, que recobraba la compostura luego de la reyerta, el cabo García siguió avanzando, penetrando en sinuosa ruta entre los árboles, esquivando rocas y montículos, saltando sobre cualquier cosa que encontró amenazante. Con los sentidos totalmente desplegados y la adrenalina intoxicándolo hasta que no dio más y se detuvo. Y al hacerlo lo hizo también su cordura. O eso creyó. Pues ante él se desplegaba un claro, una hoya en medio de la arboleda como si una mano divina hubiera arrancando los troncos en el radio de algunos kilómetros, dejando una cocha alimentada por débiles afluentes, rodeada de musgo y extrañas formaciones rocosas. El cabo García cayó de rodillas, fatigado. Trató de contener a su palpitante corazón llevándose las manos a su tembloroso pecho. No estaba seguro de lo que veía, pues la vegetación de aquel lugar, sumada a una extraña neblina que emanaba de la formación de agua, daba la impresión de no pertenecer a ninguna zona conocida. El aura del estanque y de todo el escenario era insana, sospechosa, con un cariz malévolo, como si aquellas aguas estuvieran malditas y corrompieran toda la extensión del páramo. Un impulso, que hasta la presente entrevista no lograba clarificar como parte de su voluntad o una fuerza ajena a su naturaleza empujándolo al peligro, lo llevó a ponerse de pie e ir hacia la cocha. El estanque de agua turbia, hogar de vapores y niebla lo atraía poderosamente. Mientras sus pasos forzados lo acercaban, la comunión de elementos que lo rodeaban comenzó a tener un sentido pérfido, detalles mínimos que había pasado por alto a su primera impresión. Vio, entonces, a través de la escasa claridad que el espejismo de vapores le permitía, que las formaciones de roca tenían cierta textura, que asemejaba a la carne de los seres vivos. Notó un ligero palpitar proveniente de un roca, que se detuvo en el acto; parecía que la piedra se hubiese detenido de manera consciente, como si la araña cazadora se hubiese movido antes de tiempo delatando su presencia ante la presa. El cabo García encontró inexplicable aquel acontecimiento, pero no más extraño el hecho de seguir avanzando hacia la orilla de la posa de grises aguas. El musgo, entonces, se le antojó como el entretejido de una enorme tela de araña y los troncos que despuntaban en medio del agua a colmillos de una enorme oquedad abierta y hambrienta. Entonces, el cabo García empezó a llorar; sin reparo rompieron las lágrimas su rostro y mojó los pantalones porque, de alguna manera, sabía que no podía estar en la selva de su patria. Aquel entorno malsano no era tierra conocida, y aquella bestia, que exigía alimentarse de su carne, no era parte de la creación divina. Lloró porque se encontró desvalido, abandonado, vulnerable a merced del extravagante paraje. Alzó la vista buscando a su dios y lo que vio le ayudó a comprender que en algún momento de su desesperada huida atravesó algo -una puerta, un pasaje, un camino-, pues el cielo mortecino de la noche le presentaba una estela gobernada por dos lunas. Y aquello hizo que germinara en él un miedo comparado a la espesura más indómita, y ese mismo terror sirvió de impulso para expulsarlo de la enajenación en la que se hallaba. Se libró de las ataduras invisibles que lo subyugaban y corrió en dirección opuesta al gran señor del lago, el cual renegó agitando rabioso las aguas de su dominio. El cabo García quiso regresar por donde vino, pero se vio rodeado de la misma pared de irreverente vegetación. Creyó dar con el pasaje por donde llegó a aquella siniestra realidad y corrió con renovadas fuerzas. En su regreso concluyó que la ruta que había usado sirvió de conjuro para desembocar en aquella zona de un universo ajeno, y creyó que repitiendo el patrón a la inversa lograría volver a su hogar, a la selva de su realidad. Tratando de hacer memoria, mientras aminoraba el paso, dio saltos donde recordaba que lo hizo, creyó ver los mismos árboles, las mismas rocas y objetos amenazantes que esquivó con destreza; en su cabeza no permitió la duda, pues esa dama malintencionada iniciaría con susurros fugaces para terminar zozobrando su mente en el yermo del desconcierto. Al final del recorrido, el cabo García dio con algunos árboles mutilados por el plomo y se derrumbó sobre la hierba, con una sonrisa demencial en su rostro y el corazón desbocado. Se desmayó. Luego de unas horas, un equipo de rescate del ejército, dio con él. El grupo de investigación no le creyó. Estaba tatuado en la expresión de cada uno de ellos. El cabo García sabía que lo tildarían de loco, pero no podía mentir, aunque quisiera no podía ocultar la verdad, pues ésta lo atormentaba de tal manera que ningún medicamento le otorgaba el descanso reparador o alejaba las pesadillas. Cada vez que el cabo García cerraba los ojos la monstruosidad lo llamaba desde su guarida acuática. Incluso podía sentir el olor a muerte atravesando el plano onírico para implantarse dentro de su cerebro, corroyendo su cordura. Los militares discutieron entre ellos, le instaron al cabo a decir la verdad, lo exhortaron, lo amenazaron y él, entre gritos y expresiones simiescas, se negó a dar otra versión, una historia más “lógica”. Por fin los uniformados, encolerizados al creerse tomados por tontos, decidieron poner a prueba la historia del cabo. Lo levantaron contra su voluntad, lo maniataron a una silla de ruedas y lo llevaron fuera del ala psiquiátrica del sanatorio. Lo conducirían hasta el camino donde se supone que estaba el pasaje hacia la otra dimensión. El cabo García luchó con todas sus restantes fuerzas, pero su espíritu terminó por derrumbarse y aceptar lo innegable cuando al salir del nosocomio elevó la vista, a la joven noche que acaecía, y contempló tres lunas llenas sanguinolentas.


Biografía: Poldark Mego Escritor Peruano de Ciencia Ficción, Terror y Fantasía.

Comments


bottom of page