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SACERDOTISA de Néstor Darío Figueiras.

Hoy en "Pesadillas de Felicidad" presentamos un cuento del autor de Sci Fi Néstor Darío Figueiras. En el cuento de hoy la felicidad lleva consigo una ascensión que nos recuerda lo mejor de Lovecraft o Machen. La conjunción de la luz y la oscuridad se desboca para preguntarnos: "¿La felicidad tiene algo de místico?



“Atrás quedaron las ganas de querer ver la luz

Visiones sombrías del camino por el que me he esforzado

 Un zombi andante masculla y suspira”

 

“Blessed Black Wings” – High On Fire

 

 

Mateo se cruzó con una veintena de zombis del Flujo antes de llegar al pasaje Florencio Balcarce. Caminaban hacia la sinapsis de Parque Centenario, arrastrando los pies y ostentando esa sonrisa estúpida, anhelantes de un nuevo baño de éxtasis. “No hay que odiarlos, ni tenerles lástima”, había enseñado Sebastián, el coordinador del grupo. Tal cosa le costaba, pero Mateo admitía que el consejo lo había ayudado a superar la pérdida de Georgina, su mamá, y Sofía, su hermana menor. Cuando ellas se volvieron adictas al Flujo, él dejo de visitarlas. Un tiempo después, su tía Pamela le contó que ambas habían viajado a la Laguna Alsina, en Guaminí, la sinapsis de escape más cercana a CABA. Eso significaba que se habían ido para siempre. A Gliese 581 C, la Fluxmind, el limbo, Felicidonia, o como mierda se llamara el lugar adónde conducía la neblinosa marea de luz alienígena. No las vería nunca más. Entonces Mateo comenzó a asistir al grupo de autoayuda.

Llegó a la Sociedad Teosófica unos minutos antes del inicio. Eliana ya esperaba frente a la vieja puerta de madera. Vestía, como era habitual, una musculosa con el logo de alguna banda de metal desconocida y minifalda negra. Tenía un porro en la boca y la vista fija en el celular.

—Eli.

—Hola —saludó ella, sin dejar de mirar la pantalla—. ¿Viste a los fluxbis que iban al lago del Centenario?

—Sí—. Aunque detestaba que usara los hashtags de moda, Eliana le gustaba.

—¿No estaban más idiotas que de costumbre?

—Puede ser. Más idiotas, más felices.

—No, Mate—. Ahora ella lo miró a los ojos—. Es justo al revés: más felices, más idiotas—. Señaló la placa enmohecida que estaba amurada al lado de la puerta—. ¿Sabés quién fue Madame Bavlatsky?

—No.

—La fundadora de la Sociedad Teosófica, en 1875. Una iluminada. Pero algunos felices idiotas la denostaron.

Sumado a que ella solía hablarle de cosas que no le interesaban, él se distraía mirando sus piernas tatuadas con cruces de Ankh y otros símbolos enigmáticos.

Se abrió la puerta.

—Pasen, chicos —dijo Sebastián, sonriente.

Eliana entró al vestíbulo. Mateo la siguió, irritado una vez más por el rechinar del parqué deslustrado. El coordinador se les unió. Cada uno se sentó en la silla de siempre. Quedaban seis asientos vacíos.

—Empecemos —dijo Sebastián.

—¿Nos vamos a esperar a los demás? —preguntó Mateo, sorprendido.

—Hoy solo seremos nosotros.

Mateo miró de reojo a Eliana, pero ella esperaba en silencio, escudada tras su acostumbrada expresión altanera.

—Eliana, ¿podrías hacer el racconto inicial? —pidió el coordinador.

Ella relató por enésima vez cómo había conseguido escapar de la embriaguez del Flujo. Obedeciendo a Sebastián, que insistía en que cada miembro debía ser enfático cuando describiera los intensos placeres a los que había renunciado, ilustró con detalle la fascinante sensación que la había esclavizado durante un año.

—No sé por qué, pero en Parque Chacabuco la luz pega más. Dicen que es por el cloro —explicó ella.

El Flujo había aparecido un verano, hacía dos años. No pasó mucho tiempo antes de que se advirtiera que los bancos de bruma nacarada solo reposaban encima de espejos de agua dulce estancada, incluso los artificiales, como el lago del Centenario o la pileta del Polideportivo de Parque Chacabuco, que jamás había vuelto a desagotarse. Mateo solía preguntarse quién los había llamado ‘sinapsis’. Pensaba que aquellos que explicaban el fenómeno perdían el tiempo. Por ejemplo, ¿qué sentido tenía especular sobre el motivo por el que la incandescencia no había cubierto ni ríos ni mares? Lo único que se sabía era lo que los adictos afirmaban con apasionamiento religioso —hasta que dejaban de hablar para empezar a emitir esos quejidos espeluznantes—: el Flujo era “la posibilidad de conexión con la Mente Sideral, una corriente de conciencias que desemboca en la trascendencia, un regalo que seres divinos ofrecen a la Humanidad”. Cuando sucedieron las primeras desapariciones, la mayoría de la gente tomó en serio esas palabras. Y los sitios donde los zombis se evaporaban fueron denominados ‘sinapsis de escape’.

—También dicen que cuanto menos profundas son las napas de agua, más flashero es el viaje —continuó Eliana.

—“Desde las aguas que están debajo de la tierra los atraeré a mí. Con el fulgor de mis tres ojos los seduciré y su carne será presa de mis ensalmos” —recitó el coordinador.

—Nunca habías citado la Biblia.

Sebastián rió.

—No, Mateo. Esto está lejos de los textos bíblicos. Es de un grimorio, no tan antiguo como otros: “Las revelaciones de Gla’aki”—. Otra vez crujió el parqué, un ruido ahogado pero audible—. Eliana, nos contabas acerca del efecto de la sinapsis de Parque Chacabuco.

—Sí. No sé si es por el cloro o las napas, pero ni fumando cien de estos en una orgía —Eliana levantó el porro, que había apagado antes de entrar— podría arrimarme a lo que sentía cuando me zambullía en la pileta.

Mateo nunca había probado el Flujo, pero a juzgar por la excitante imagen que ella había usado, su poder narcótico debía ser inigualable. Dijo:

—No entiendo por qué dejaste de ir al grupo de Carabobo—. Y encaró a Sebastián—: ¿No dijiste que es aconsejable concurrir al grupo más cercano a la sinapsis que uno frecuenta?

Fue Eliana la que contestó:

—Es así. Yo iba al templito ese, al lado de la autopista, el de los Rosacruces. Pero el coordinador Ariel creyó que Sebastián era el indicado para guiarme en la etapa final de la terapia.

—Efectivamente —zanjó Sebastián—. Y de hecho, esta sesión es especial: ¡hoy están terminando el tratamiento! No es casual que les dé el alta al mismo tiempo: ustedes son espíritus afines.

El desconcierto de Mateo aumentó. Eliana se levantó de su silla para abrazarlo.

—Ahora es el tiempo de nosotros. Juntos. Vayámonos a la mierda, Mate —le susurró.

El aroma de Eliana lo convenció de que todo estaría bien, pero hubiera jurado que un gemido sordo resonó debajo de las tablas de madera.

 

***

 

—Puta madre. Cada vez es más difícil manejar.

Mateo esquivaba a los fluxbis que atestaban la ruta, una procesión que marchaba desde Cañuelas hacia la Laguna de Lobos. Eliana le dijo:

—Tranquilo. Lo más importante es que la ecografía salió bien. Y esa fue la última.

—¿Y si la enfermera no sabe nada y nos mintió para dejarnos tranquilos?

Cada vez era más difícil conseguir que los atendieran en el Hospital Cuenca Alta. Tenían turno, pero no habían encontrado ni a su obstetra ni al sonografista. De hecho, en los pasillos había muy poca gente.

—Los tres vimos a la beba en la pantalla. Escuchamos su corazoncito. Ella está bien.

—Es cierto. Pasa que… Ya sabés. A veces me preguntó por qué Uribelarrea. Podríamos habernos mudado a Córdoba. Ahí tengo amigos. Pero este pueblucho del orto…

—En este pueblucho, papá me dejó una casita hermosa, frente a la plaza central, en la que estamos comodísimos. Y además me dijiste más de una vez que esta vida te encanta, que sos feliz. ¿O no?

—Sí, Eli. Perdoname. Soy un boludo. Ahora somos una familia. Y tenemos todo los que necesitamos.

—Y soltaste a tu vieja y tu hermana. Ahora nos tenés a nosotras… Ah, ¿sabés qué? Lo pensé mucho y creo que sí, que a la beba hay que bautizarla Sofía.

Con alegría inusitada, Mateo logró llegar a la entrada del pueblo. Condujo la camioneta hacia la plaza. Avanzaba por una de las diagonales cuando algunos vecinos salieron a la calle para aplaudirlos.

—¿Qué…?

—¡Es una muestra de afecto, Mate! Saben que falta poco para que nazca nuestra hija.

Uno de los viejos parecía más exaltado que el resto. Hizo señas pidiendo a Mateo que frenara y bajara la ventanilla. Él miró a Eliana.

—Está bien. Es Amancio, uno de los dueños de El Palenque —dijo ella.

El anciano asomó la cabeza y abrió la boca desdentada:

—¡Albricias! ¡Hace mucho tiempo que no tenemos un nacimiento en el pueblo!—. Miró con avidez los senos henchidos de Eliana, apretados por el top de lycra negra—. Ah, la criatura será bien alimentada. Pero estos niños crecen rápido y absorben todos los nutrientes de la madre—. Le alcanzó un tupper cerrado—. La Rosaura le preparó un plato especial, querida.

—Gracias, don Amancio —contestó Eliana—. ¡Qué lindo gesto!

—Faltaba más, por favor. Lo indicado para parturientas es un bocado antes de amamantar.

—Pero estoy de treinta y seis semanas… Lo pondré en el freezer.

—No. Lo necesitará pronto. Ese bebé ya quiere salir.

Mateo miro con recelo el envase.

—¿Qué es? —le preguntó al viejo.

—Hígado de perro.

¿Eh?

—¡Gracias, don Amancio! —se apresuró a decir ella—. Mándele mis saludos a Rosaura—. Le pegó un codazo a Mateo.

—Gracias —refunfuñó él.

 

Después de que Eliana se durmió, salió y caminó por la plaza octogonal. Miró las estrellas. Inspiró profundamente. Observó la parroquia y pensó que tenía que aflojar con el ateísmo y agradecer a Dios por su dichosa vida. Entonces descubrió que los vitrales destellaban, iluminados desde adentro de la nave.

La voz chillona de Rosaura lo sobresaltó:

—Se desveló el párroco. La ocasión lo amerita. ¿Sabía que a la plaza y la iglesia las diseñó Pedro Benoit, a finales del mil ochocientos? Seguro hubiera querido presenciar lo que va a pasar.

—¿Y qué va a pasar?

—Las tradiciones parecen ritos absurdos hasta que se manifiesta su razón de ser… Mejor vaya a descansar.

—Buenas noches, doña —dijo. Volvió a su casa pensando que esos viejos raros metían miedo.

 

***

 

Lo despertó el largo gemido de un perro. Se giró y vio que Eliana no estaba en la cama. Se levantó y fue al baño. Sus pies descalzos notaron la humedad en el piso. ¿Había roto bolsa? Se vistió rápidamente.

—¡Eli!

La única respuesta fue otro gañido estremecedor que venía de la calle. Cuando atravesó la cocina, un olor hediondo le produjo arcadas. Prendió la luz y vio que el tupper de Amancio estaba sobre la mesa, abierto.

¡Eliana!

Salió, preguntándose por qué mierda ella siempre quería arreglárselas sola. Pensó que no encontraría la camioneta, pero estaba donde la había estacionado. Corrió por la plaza, guiándose por los espantosos aullidos.

¡Eli!

Dos hombres salieron de las sombras y lo sujetaron por los lados.

—¡Tranquilícese, hombre! —dijo Amancio, que apareció delante de él—. Les dije que la criatura ya venía. Pero no se preocupe: estamos procurando más alimento para la mamá —y señaló en dirección a una de las diagonales.

Un grupo de hombres masacraba a unos perros bajo el cono de luz halógena.

—De paso, hacemos un bien a la comunidad. Los callejeros se multiplican sin control.

Mateo forcejeó, pero no pudo soltarse. Sus captores lo arrastraron y lo ataron a un árbol, frente a la iglesia. Amancio percibió que él iba comprendiendo.

—Sí, Eliana está en la parroquia. ¿Qué mejor lugar para parir? Rosaura es una partera de lujo. En Cuenca Alta no la habrían atendido. No queda nadie. Cañuelas es una ciudad fantasma. Todos van a la laguna. Debería ver la ruta: columnas de kilómetros de largo, vagabundos de la noche caminando hacia la luz... ¡Glorioso espectáculo!—. El viejo se entusiasmó—. Nuestro Señor los atrae a todos con el centelleo de sus ojos, ahora que está naciendo su mejor sacerdote… Me corrijo: ¡sacerdotisa! Sofía es el híbrido perfecto, hija de una adicta a la luz y de uno que siempre la rechazó. Quien reconcilie las naturalezas opuestas en sí mismo podrá oficiar los rituales que nunca nadie se atrevió a ensayar, los del último tomo de las revelaciones de nuestro Señor… ¡Alabado sea Gla’aki, el que subyace, el que fluye por debajo de todo hasta manar!

¡No! ¡Eliana! ¡Sofía!

Los gritos de Eliana se mezclaron con el lamento de los perros moribundos. Pero cuando irrumpió el llanto de su hija, jadeos siniestros brotaron de las entrañas de la tierra, haciendo temblar el suelo. Haces de luz irisada atravesaron los vitrales hacia el cielo nocturno. Vio que Amancio regresaba a la iglesia. Entonces lo golpearon en la cabeza.

 

***

 

Cuando recobró la conciencia, brillaba el sol. Lo habían desatado. No encontró a nadie en la parroquia. Subió a la camioneta. No había nadie en las calles. Salió a la ruta. Estaba desierta. Apagó el motor y prendió la radio. Después de buscar un rato, una débil voz se abrió paso a través de la estática para anunciar que “las ciudades han sido abandonadas”. No quiso escuchar más. Entonces se dio cuenta del ominoso silencio que había caído sobre el mundo. No se oía ningún sonido, ni humano ni animal. Ni el viento soplaba.

Lloró calladamente, por temor a romper esa quietud maligna.

Intuyó que viajar hasta Buenos Aires para interrogar a Sebastián sería inútil. Buscó en el GPS de su celular: trescientos setenta y tres kilómetros hasta la Laguna Alsina. Arrancó y aceleró.


Biografía Néstor Darío Figueiras (18 de noviembre de 1973). Escritor, músico y productor musical.

Fue traducido al francés, al catalán, al italiano, al húngaro y al griego. Obtuvo el primer y el

segundo puesto del Premio Ictineu 2012, en la categoría “Mejor cuento traducido al

catalán”. Publicó “El cerrojo del mundo está en Butteler” (Textos Intrusos, 2016),

“Capricho #43” (Peces de Ciudad, 2017), “Plenaluz / Entreluz” (Ayarmanot, 2020, una

novela-artefacto de CF y fantasy que incluye una banda de sonido compuesta, interpretada

y producida por él mismo) y “Playlist”, (en co-edición por Ediciones Ayarmanot en 2022 y

MIG21 Editora en 2023).


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