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LA CUMBIA TENÍA RAZÓN de José Salem

Hoy presentamos en "Pesadillas de Felicidad" un cuento del prestigioso autor argentino José Salem. Un momento de nostalgia, un pasado que se revive y el presente insaciable que llega para devorarlo todo. Eso nos hace reflexionar y nos preguntamos: ¿En el pasado siempre fuimos más felices que en el presente?


Se agrandaba en el fondo de la calle a medida que me aproximaba. La evocaba

majestuosa, aunque nunca lo había sido. Los recuerdos no reflejan lo que fue sino lo que

nos parece que fue; muchas veces, lo que hubiésemos deseado que fuera.

Estacioné el auto. La contemplé durante unos minutos a través del vidrio polarizado.

Luego bajé. Estaba en los suburbios, hacía demasiados años que no pasaba por ahí.

La miré de arriba abajo desde cierta distancia. Me acerqué, despacio, poco a poco, y, a

medida que lo hacía, se iba achicando, recuperaba las dimensiones que tenía en mi

niñez. Apoyé las manos en la fachada. La rugosidad de la pared, que tantos raspones me

había causado, permanecía intacta. Hay cosas que no cambian. La aspereza, lejos de

molestarme, me dio placer, me transportó unas cuantas décadas atrás.

Los cuatro postigos —pintados de un celeste que no podía ser más pálido del que ya era

en el pasado— estaban cerrados. Parecía deshabitada. Tuve la sensación de que nadie

volvió a ocuparla después de nuestra mudanza; como si aún conservara nuestras

pisadas, nuestro calor, y las imágenes de mi familia rebotaran en los espejos, ocuparan

los rincones; como si todavía nos perteneciera.

Retrocedí unos pasos. Recorrí la vereda, sin prisa, baldosa por baldosa. Salvo siete que

habían sido cambiadas por otras burdamente parecidas, las reconocí a todas. En

particular, las que estaban junto al escalón que daba al zaguán de entrada. Tres de ellas

seguían cuarteadas; la rajadura de la del medio tenía la forma de una ese. ¡Cómo

olvidarme!, era mi baldosa, la que llevaba la inicial de mi nombre.

Me senté en el umbral, el lugar que más me gustaba de toda la casa. Desde ahí veía

pasar la vida: al diariero, al afilador, al policía que me regalaba un caramelo y me

revolvía el pelo, a los vecinos. El umbral no era solo el primer paso, el punto de ingreso,

el lugar donde ella empezaba —y terminaba—; era, además, el sitio desde el cual

contemplaba la existencia, el instante presente y hasta el devenir, en el que pensaba,

soñaba, volaba y temía temores de niño que luego se transformaron en temores de

adulto. O en temores adultos. Allí, sentado, todas las tardes esperaba a que llegase mi

hermano del colegio y, un rato después, mi papá.

En ese escalón me sentía seguro; tenía el mundo por delante y, detrás, cubriéndome las

espaldas, nada menos que nuestra casa con mamá adentro.

—Hola, ayer nos mudamos al lado. Me llamo Rosita. ¿Vivís acá? —preguntó una nena

que no tendría más de seis o siete años. Era gorda, muy gorda, toda panza. Tenía unas

pecas color zanahoria, grandes y feas, que le cubrían la nariz y los cachetes; el pelo del

mismo color, crespo, igual a la virulana que usaba mi vieja para sacar la grasa de las

ollas. Los elásticos de las medias amenazaban con reventar en su lucha por contener los

rollos de sus piernas.

—Sí —le contesté mirando para otro lado.

—¿Me puedo sentar al lado tuyo?, así charlamos y nos hacemos amigos —y mientras lo

decía, sin aguardar respuesta, apoyó su enorme trasero en mi escalón y me arrinconó

contra la pared lateral.

Ese día, hacía unos treinta años y en ese mismo umbral, supe lo que era perder la paz a

causa de una mujer.

Mientras balbuceaba, sin parar, no sé qué cosa y se metía el dedo en la nariz, tal vez

para evadirme de la desagradable compañía recordé el picadito de los sábados a la tarde.

Como en aquella época casi no pasaban coches a la hora de la siesta, el partido se

jugaba en la calzada, en el cruce de las dos calles; lo jugaban los grandes, pero papá no

participaba. Yo lo miraba desde la terraza, tenía mejor perspectiva, al igual que la

paralítica que vivía en la esquina quien también lo observaba desde arriba y era hincha

incondicional de su marido; no paraba de gritar, de alentarlo, de mover los brazos con

energía. Toda la fuerza que le faltaba a las piernas se concentraba en sus brazos que no

descansaban un segundo mientras la pelota rodaba. El futbol en las calles. Los vecinos

como espectadores. Distracciones de los barrios de antaño. Distracciones posibles.

—Hola, soy Rosita, vos no sos... —comenzó a decirme un pedazo de mujer que se había

parado frente a mí. No la dejé terminar.

—¡Rosita! ¿La de acá al lado?

—Sí, la misma. No lo puedo creer. ¿Qué hacés por acá?

Fue una verdadera lástima que entonces no se sentara a mi lado y me arrinconara contra

la pared como lo había hecho el día en que la conocí. Así es la vida, se burla de

nosotros. Nos arrincona en el momento menos indicado, aunque no lo hace cuando lo

deseamos con todas nuestras fuerzas. Se había transformado en un minón. La musculosa

que llevaba puesta era una locura. A diferencia de la rugosidad de la fachada de casa,

algunas cosas si cambiaban; y cómo, concluí.

—Nada en especial. Vine a recordar viejos tiempos, hace mucho que quería volver.

Algo de melancolía, tal vez. Hoy tenía un rato libre y me animé. Extrañaba Lanús.

¿Seguís viviendo al lado?

—Sí —contestó Rosita. No puedo dejar a mamá sola, está mayor y muy enferma.

—Claro, me imagino... —le estaba diciendo cuando todo cambió de repente.


Un tipo que apareció de la nada la agarró del brazo y otros dos se tiraron encima mío.

Estaban armados. Me manotearon las llaves y nos subieron a mi coche.

A Rosita la sentaron adelante, de copiloto; a mi atrás, entre los otros dos. Ya estaba

oscureciendo.

—Al primero que intente alguna pelotudez son boleta, los dos. Entienden, ¿no? —dijo

el que manejaba—. Y vos no te des vuelta, no mires a tu machito. Si joden te vamos a

hacer gozar, los tres, y después se la damos a él también. Eso para empezar. Mejor que

les haya quedado claro —agregó, dirigiéndose a las tetas de Rosita.

El que estaba a mi derecha hablaba por un móvil.

—Tenemos dos pichoncitos. Mandanos el coche al puente que en veinte estamos allá; y

prepará el aguantadero. Sí, tiene un buen coche, alemán; el tipo calza buena hora,

zapatos lustrados y una buena camisita. ¡Un dandi! —decía a su interlocutor.

Maldito auto y maldito reloj, pensé. Soy un reverendo boludo. Con la ola de inseguridad

que acecha Buenos Aires y yo yendo a la Cochinchina de punta en blanco. Ya no era

más mi casa, ya no era más mi gente ni mi barrio. Eso me pasa por ponerme

melancólico. Que la baldosa, que el umbral, que los recuerdos... Está visto, me dije, los

sentimientos siempre te juegan en contra, hasta pueden llegar a matarte. Lo ideal, por

lejos, es ser un congelador, un freezer, dejar que las cosas te resbalen. ¡Qué

sentimientos ni mariconadas! Me prometí tenerlo muy en cuenta si salía de esa.

Anduvimos un buen rato, no sé si diez minutos o dos horas, aunque pareció una

eternidad. Fuimos hacia el sur. El coche se detuvo. Nos vendaron los ojos. Nos ataron

las manos con una soga rasposa, puño con puño. Enseguida se escuchó la frenada de

otro auto. Nos hicieron bajar y subimos a ese otro. Nos acomodaron, más bien nos

encajaron, en el hueco inferior que existe entre la banqueta trasera y los asientos

delanteros. Los dos arrancaron al mismo tiempo; anduvimos bastante hasta llegar a

destino.

Apenas bajamos, un coro de perros nos dio la bienvenida; no paraban de ladrar. Uno,

especialmente, que me hacía acordar a mi mujer cuando yo llegaba del trabajo con más

de diez minutos de demora de la hora habitual. Me olfateaba; el perro, digo, aunque mi

esposa también lo hacía a su manera. Tan cabrón era el bicho que llegó a morderme la

botamanga del pantalón. O quizá no lo era y solo tenía hambre.

Los ladridos se mezclaban con la cumbia que, a todo volumen, sonaba en la casa en la

que entramos: fuiste mi vida, fuiste mi pasión, fuiste mi sueño, mi mejor canción, todo

eso fuiste, pero perdiste.

Había un fuerte olor a humedad y a fritura, un tufo rancio, acumulado, espeso, muy

parecido al que conocí en mi primera infancia. Un olor que no se olvida. El de la

pobreza.

Me llevaron del brazo hasta una habitación. Me di cuenta de que era pequeña por el eco

de las palabras. Advertí que Rosita estaba a mi lado cuando nos dijeron:

—Si se portan bien los dejo juntos. Al primer grito o forrada que intenten, los

amordazo.

Tras unos minutos de silencio, entró un tipo. No era ninguno de los que nos habían

llevado hasta ahí. Me di cuenta por la voz áspera, arenosa, expulsada por una

carraspera.

—Cumplan las órdenes, no se hagan los vivos y pueden zafar. Queremos plata, nada

más. Hagan todo lo que les decimos y nadie les va a tocar un pelo, ni siquiera a vos,

colorada, que sos una tentación —largó, y agregó:

—Vos, flaco, dame el teléfono de algún familiar o amigo que sea capaz de poner guita

para salvarte.

Le di el número de teléfono de mi hermano y su nombre. Antes de irse, soltó:

—Espero que tu hermanito no se mande ninguna macana. ¡Ah!, en un ratito les traen la

comida, hagan de cuenta que están en un cinco estrellas —y salió desternillándose de

risa; sus carcajadas se confundían con el ritmo cumbianchero, frenético, que repetía de

repente una mañana cuando desperté, me dije todo es una mentira.

—Parece que nos quedamos solos.

—Sí, parece. No puedo parar de temblar —dijo Rosita en el mismo tono de voz, apenas

audible, en el que le había hablado.

Noté que estaba muy cerca, sentada en el mismo colchón tirado en el piso. Privados de

la visión y con la apretada soga que nos lastimaba las muñecas, nos quedaba el habla.

Sin habernos puesto de acuerdo, decidimos ignorar la hediondez que largaba el colchón

cada vez que, mínimamente, cambiábamos de posición.

—Decime que de esta salimos vivos. Estoy muy asustada; no por mí, por mi mamá. Si

me pasara algo no tiene quien la cuide —continuó. —Y a vos, ¿quién te espera afuera?

¡Bah!, si querés contarme.

La verdad es que no tenía ninguna gana de contarle mis cuitas, pero lo pensé bien y me

di cuenta de que, tal vez, fuese la última charla de mi vida. En cualquier momento la

cosa podía reventar para cualquier lado. O nos liberaban o nos limpiaban; o caía la cana

y solo Dios sabía qué podría ocurrir.

Advertí que hablar con Rosita haría que no pensara en la situación, que el tiempo

corriera y que al fin pasara lo que tuviese que pasar.

—Mi mujer —le contesté—. Aunque si no aparezco seguro que se pone contenta. En

realidad, si estos tipos me liquidan quizá me hagan un favor.

—¿Qué estás diciendo? —interrumpió—. ¡No será para tanto!

Yo me planto y digo basta, basta para mí, porque estoy desenamorada de ti, la música

invadía el cuartito.

—Mirá, mi matrimonio es un fracaso. Nos acostumbramos a soportarnos. Y cuando

aceptás eso, fuiste.

—¿Y por qué no te separás?

—Es muy complicado. Mónica es la hermana de mi cuñada, la esposa de Jorge. Dos

hermanos casados con dos hermanas. A veces parecemos un matrimonio de cuatro.

¡Ojo!, no vayas a pensar que somos swingers, ni ahí. Y vos ¿Te casaste?

—No, Sergio. No me casé ni tuve ni tengo novio.

—¿Por qué siempre sola? De piba muy linda no eras, digo, por lo gordita. Pero ahora

estás hecha una diosa.

—Qué decís... si casi no me viste. No había pasado ni un minuto cuando esos tipos nos

agarraron; y ahora, con la venda, no creo que puedas verme demasiado —adiviné una

sonrisa de Rosita, sus mejillas más enrojecidas que nunca.

—Es cierto, aunque bastó un segundo para darme cuenta de lo hermosa que estás. Si

hubiera sabido que te pondrías así me hubiera casado con vos, te lo juro.

—No digas eso ni en broma.

—¿Por qué?

Un silencio repentino, como una cuchillada inesperada, interrumpió la conversación.

Rosita tomó aire, su respiración recuperó la armonía.

—Bueno, yo te lo digo, total, quizá en un ratito todo se acabe y no quisiera morirme con

esto adentro: siempre estuve enamorada de vos. Desde que te vi, por primera vez,

sentado en la entrada de tu casa. Tenías nueve años, dos más que yo. Nunca voy a

olvidar ese día. ¿De qué te reís?

—Discúlpame, es que me acuerdo del culo gigante que tenías. ¡Ocupaba todo el umbral!

—dije, a pura carcajada. Ella también se puso a reír descontroladamente.

—¿Qué carajo les pasa? Se están cagando de risa. Ustedes están pirados —soltó,

asombrado, el de la voz rasposa que apareció de repente.

En realidad, tenía razón. Secuestrados, vendados, tirados en un colchón húmedo y con

las manos atadas, nos reíamos como dos chicos.

—Mirá viejo, hablé con tu hermanito. Parece que mucho no te quiere el guacho. Me

dijo que no llegaba ni ahí a juntar antes de la madrugada las cincuenta luquitas verdes

que le pedí por los dos. ¿Sabés qué más dijo el muy hijo de puta?, que tal vez podía

llegar a juntar la mitad de la guita y que, entonces, te largara a vos solo, que por la

colorada no ponía un peso porque no la conocía. ¡Flor de sorete! Quedé en llamarlo en

un rato. Si juntó lo que le pedí, los dos afuera; de lo contrario, de todas formas, antes de

la madrugada se termina todo. Acá, en la villa, la yuta nos tiene muy marcados. Por las

dudas, los pozos en el baldío ya están preparados —alcanzó a decir, mientras salía de la

habitación.

Arrastrándome con la cola, me corrí unos centímetros hacia donde estaba Rosita.

Nuestras rodillas se rozaron, permanecieron en contacto unos instantes, comenzaron a

frotarse, se refregaron cada vez con más intensidad. Privados, también, del tacto, solo

nos quedaban las bocas, el gusto. Las salivas de mezclaron.

—Acabo de cumplir el sueño de mi vida: un beso tuyo —confesó Rosita.

—Acabo de tomar una decisión: de esta salgo muerto o divorciado —repliqué.

Cada uno apoyó un hombro contra la pared. Nuestras piernas, recogidas como podían,

en parte encimadas, intentaban anudarse, se acomodaron, y seguimos besándonos. Las lenguas, desaforadas, se buscaban, se entrelazaban. Le mordí los labios carnosos.

Gimió. Gemí.

—Puta que están calientes, pero vayan terminando. Para lo que sigue, dos minutos más

dos minutos menos es lo mismo —interrumpió el de la voz áspera.

Fuiste mi vida, fuiste mi pasión, fuiste mi sueño, mi mejor canción, todo eso fuiste, pero

perdiste. La cumbia no paraba.


Biografía José Salem: Argentino. Abogado y escritor. Vive en París. Estudió periodismo, historia del arte en la Fundación del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, y lengua y civilización francesa en la Sorbona de París. Ha publicado el libro de relatos Donde la vida nos lleva (Paradiso Ediciones, Argentina, 2021). Varios de sus cuentos, algunos inéditos, fueron publicados en diferentes medios de Argentina (Infobae, revistas Ulrica y BeCult) y de Francia (La otra orilla).

Es autor de tres novelas en lengua española : Dominó -de próxima aparición- ; Cuarenta y nueve días bajo la niebla y El Cauca, aún inéditas, y de la novela en lengua francesa L’imprudence de l’inconscient (La imprudencia del inconsciente).

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