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LA COMPOSICIÓN DEL RELATO de CARLOS CHERNOV

El galardonado autor Carlos Chernov nos invita a jugar un juego de búsqueda y misterio. Es el juego un juego carnívoro, sanguinario e inteligente que nos sumerge a lo más profundo de la existencia, la frivolidad y el canibalismo social. Bienvenidos a "La Composición del Relato".



Las mañanas de invierno, frías, soleadas y ventosas, se consideraban las mejores para los encuentros. Era preferible que corriera aire porque su esparcimiento, por lo general, se desarrollaba en lugares con fuertes olores. Lo más frecuente, era que el club -si se lo puede llamar de esa manera- se reuniera en basurales o en terrenos del cinturón ecológico. Ese día, sin embargo, lo hacían en un campo abandonado, un gigantesco baldío donde prosperaban los hinojos y los cardos. Esto lo alegraba, le gustaba el aroma anisado que flotaba en la brisa.

     De todas formas, el mal olor ya no les lastimaba el olfato: estaban acostumbrados. No era así cuando recién habían ingresado en la cátedra de anatomía. Lloraban durante todo el trabajo práctico, y no precisamente porque los muertos los entristecieran, sino por el penetrante olor del formol.

     La belleza de la mañana exaltaba su ánimo. Lo entusiasmaba alejarse de la ciudad. Habían viajado en ómnibus ciento cincuenta kilómetros hasta una pequeña estancia cerca de la localidad de Baradero. Ante sus ojos se presentaba el espectáculo del campo dividido en fracciones iguales, de nueve metros cuadrados, separadas entre sí por sogas rojas, con banderines en las esquinas -en los cuales habían pintado números y letras para individualizar cada lote- y pasarelas de tablones para transitar entre ellos. A él le correspondía el sector "C-7". Esto significaba hilera "C", fila "7". Una multitud de "identificadores" ya ocupaban sus sitios, cada uno en el sector que le había sido asignado. Sabían que un cadáver humano, partido en pequeñas piezas, había sido diseminado al azar por el terreno. Debían encontrar el fragmento oculto en su parcela y reconstruir en detalle la escena de la muerte.

     Todos estaban en actitud de búsqueda: hurgaban, picaban, escarbaban la tierra; zapaban, paleaban, rastrillaban los terrones; cepillaban sus hallazgos como arqueólogos. Estudiaban los materiales con el gesto reconcentrado de los detectives o los médicos forenses. Utilizaban lupas, espátulas, palas de plástico, variados cepillos y pinceles para limpiar e identificar sus descubrimientos. Agachados, permanecían absortos en el examen de algún resto, o charlaban -sin mirarse- de una parcela a otra, mientras revisaban minuciosamente cada centímetro del terreno que les había sido asignado. (Es notable lo grande que puede resultar un área de nueve metros cuadrados cuando se la inspecciona con prolijidad obsesiva.)

     Su fracción presentaba dos inconvenientes: un charco de agua -que seguramente no pudo filtrarse debido a un fondo arcilloso- y mucha vegetación baja. Sobre todo, un tipo de pasto amarillento, fibroso y difícil de arrancar. Resopló con fastidio, le esperaba una dura tarea de limpieza y desmonte antes de emprender la búsqueda en sí misma.

     Algunos ya caminaban por las pasarelas, acarreando las hierbas cortadas. Otros habían tenido una suerte increíble: se pavoneaban, orgullosos, balanceando sus bolsas de nailon con algún precoz descubrimiento en su interior. Unos y otros iban camino a los remolques que estaban a doscientos metros, en los lindes del baldío. Los que a pesar de lo temprano de la hora ya habían hecho algún hallazgo, lo llevaban para entregarlo a los "armadores". Estos siempre se quejaban de que no les alcanzaba el tiempo para reconstruir el cuerpo de manera decente. 

     Después de tres horas de registro, no encontró nada de interés. Solamente los habituales carapachos de cucarachas con los élitros desprendidos, caracoles de tierra resecos, algunas patas traseras con bordes aserrados de grillos y escarabajos, un cepillo de dientes descolorido por el sol, plumas de gallina, paloma o gorrión, una correa de ventilación de auto, restos oxidados de una lata de conservas, pelos de animales y de humanos y también hormigas vivas, escapadas del exterminio de los que prepararon el terreno. (La norma especificaba que no debían dejar con vida nada apreciable a simple vista; pero siempre algunas hormigas se salvaban.)

     El único resto que había hallado hasta el momento era un pedazo de algo semejante a carne de pollo o pulpo en estado de putrefacción. Teñida de un color rojizo, de consistencia gomosa, se disgregaba entre los dedos, friable como la materia del cerebro. Presentaba algo de sostén fibroso, no poseía cápsula ni estructura muscular: parecía el tejido de una glándula. Le recordó vagamente una molleja hervida. No creía que el "Pollo" -nombre con que había bautizado esta pieza maloliente- fuera de origen humano. Muchas veces los "sembradores" dejaban trampas para confundirlos. Pero como por ahora no tenía otra cosa, la guardó en la bolsa. Cifraba pocas esperanzas en ella.

     Acaso en forma prematura, se angustió por lo magro del producto de sus pesquisas. Se sintió descorazonado. Evocó la ansiedad previa a cada domingo, rogando para que no lloviera y ahora, después de tanto tiempo de búsqueda, no había dado con nada. Sabía que únicamente la mitad de las parcelas albergaban trozos del cuerpo. Por otra parte, los "sembradores" dejaban pistas -indicios suficientes como para construir un argumento- sólo en un pequeño porcentaje de los restos. Esa noche, como era habitual, apenas se presentarían entre ocho y diez relatos.

     Tuvo miedo de que su lote estuviera vacío como le había sucedido los últimos dos domingos. En esas ocasiones se había deprimido tanto, que había decidido volver a Buenos Aires en el primer colectivo que salía; el de las tres, el colectivo de los fracasados. No había aguantado permanecer hasta la noche para escuchar los relatos de los otros socios. El ambiente que se respiraba en esos viajes le recordaba la melancolía de las tardes de domingo de toda su vida: tomar mate y oír los gritos de los comentaristas de fútbol por la radio.

     Ahora descansaba sobre uno de los tablones que encuadraban su parcela, miraba distraído hacia su izquierda. Una oriental joven, de cara muy aplanada, estaba sentada sobre sus talones. Gozaba de esas articulaciones increíblemente laxas que él admiraba tanto en las asiáticas. Analizaba un manojo de pelo.

     Sospechó que, acaso, ella misma lo había traído. Algunos desesperados, para no quedar excluidos, introducían en el campo restos de otros cuerpos. Siempre eran trozos difíciles de identificar, que no parecían estar de más en el momento de reconstruir el cadáver: partes de vísceras huecas o macizas, fragmentos de músculo esquelético, raramente -por las diferencias de pigmentación-, retazos de piel en el mínimo de fraccionamiento permitido -cuatro centímetros cuadrados-. (Menos que eso se denominaba "carne picada". Además de las dificultades para la identificación, los restos trozados por debajo de ese tamaño se pudren más rápido por su mayor superficie expuesta al aire.)

     Era improbable que intentara contrabandearlo, si descubrían el engaño podían suspenderla por varias fechas. Los "armadores" estaban equipados con una balanza digital de precisión, para pesar pelo y materias aun más ligeras. La mujer usaba una gorra de béisbol de dos viseras, una sombreaba su nuca y la otra la aliviaba del reflejo del sol en los ojos. Aunque estaban en invierno, permanecer todo el día al sol sin sombrero era una imprudencia. Por debajo de la gorra asomaba su pelo renegrido. Arañaba la tierra delicadamente con un rastrillo de plástico, como los que usan los chicos para jugar en la playa.

     Al fin, con enorme desgano, suspirando, él continuó la búsqueda. Aguardaba con ansiedad que sonaran las sirenas de los remolques llamando a comer. Desde que empezó a sentir el aroma del asado, su estómago hacía ruidos cada vez más urgentes. Esperaba que el almuerzo lo rescatara de la depresión, otras veces ya le había ocurrido. Arrancó las hierbas de otro sector y luego, sobre manos y rodillas, con la nariz a veinte centímetros del suelo, rastreó y exploró. A tan corta distancia las cosas resultaban descomunales.

     Por los tablones venía caminando "El zapador", también llamado "El loco de la pala". Cavaba con tanta energía que, habitualmente, quedaba fuera de concurso por arruinar su propia evidencia. La destrozaba hasta convertirla en pulpa, después no servía para armar el "rompecabezas". Su lote terminaba como un campo bombardeado, con terrones diseminados por todas partes. Afirmaba que ésa era la única manera de hacerlo rápido. Contaban que, en cierta ocasión, los "sembradores" enterraron un perro envenenado con estricnina dentro de su fracción. Él no sabía cómo interpretar su hallazgo, se le ocurrió abrirlo en canal. Dentro del estómago encontró una nariz. Reconstruyó con facilidad el relato de un vagabundo atacado por una jauría y ganó el concurso de esa semana.

     Se preguntaba a qué se dedicaría "El zapador" en su vida cotidiana. Aquí nadie sabía quién era el otro. Por razones obvias los socios conservaban sus nombres en secreto, usaban apodos. Casi todos los miembros del club eran médicos, otros trabajaban en funerarias, eran empleados de la morgue o profesionales de diversas áreas de la salud: kinesiólogos, veterinarios, enfermeras.

     La institución no contaba con una sede, todos los domingos cambiaba de sitio. Las actividades eran secretas, no recibían ningún tipo de publicidad, ni podían llevarse a cabo en un lugar de encuentro estable. Todas las combinaciones se efectuaban a través del teléfono, en pequeñas cédulas, y sólo uno conocía la dirección de la próxima reunión. 

     El "Zapador" era un tipo rubio, de labios carnosos y cara muy larga, armada de poderosas mandíbulas porcinas. Presentaba una deformación en la espalda, quizás una escoliosis. Tenía las piernas torcidas, una forma de mirar torcida, era todo torcido, en falsa escuadra: un jorobado. Le resultaba antipático pero, desgraciadamente, ese sentimiento no era mutuo. Por alguna ignota razón “El zapador” siempre venía a saludarlo. Le hizo muecas de complicidad concupiscente, señalando con torpes cabezazos a la vecina de parcela.

     -Está buena la japonesa, -le dijo, guiñando un ojo.

     -Vengaremos Pearl Harbour, -contestó él secamente.

     "El zapador" le mostró un ojo que llevaba en la bolsa:

     -Es el testigo mudo..., la dumb evidence, el ojo vio al asesino. Todavía no se me ocurrió nada -sonrió.

     -Sangre en las conjuntivas, muerte por asfixia -dictaminó él.

     -Puede ser..., lo voy a pensar... -comentó dubitativo y se fue caminando entre las parcelas. Él se asombró de que un órgano tan delicado como un ojo hubiera sobrevivido indemne en manos de "El zapador".

         

     Continuó removiendo el predio durante otra hora. La vecina asiática masticaba una especie de bastoncitos de pescado, de carne blanca y exterior rojizo. Estuvo tentado de pedirle uno hasta que se acordó del "Pollo": la similitud entre las dos carnes le quitó el apetito. Dentro de un rato los llamarían a comer y, aunque ella no probara el asado, debería salir de su parcela como todos. No permitían que nadie permaneciese en el área cuando los identificadores no estaban en sus lugares: se podían robar materiales entre sí.

     Al fin se hartó de buscar y fue a dar una vuelta. Cargó un atado de hierbas malas y comenzó a caminar hacia los remolques. A los cincuenta metros se topó con un conocido, un proctólogo que trataba con sadismo a sus pacientes. Años atrás, en una guardia, lo había visto quemar con un encendedor la pierna de una chica que sufría una crisis de nervios –dijo que era una simuladora.

     Ahora este médico le mostraba su hallazgo.

     -No tuve que buscar mucho, -le dijo sonriente. Dentro de su bolsa se veía un pie izquierdo de señora. En el corte de la pantorrilla se observaba la sección transversal de la tibia y el peroné. Su empeine, pálido, blando e hinchado, sobresalía de un zapato negro, de taco bajo; un zapato práctico, algo severo.

     -Todavía no sé qué voy a inventar.

     -Ya se te va a ocurrir algo -respondió él y siguió su camino. El proctólogo era un idiota. Por jactarse de su hallazgo le daba pistas. No estaba prohibido exhibir lo que cada uno descubría, pero no era conveniente.

     No había recorrido veinte metros cuando tropezó con un viejo amor: Daisy. Rememoró las insistentes miradas que intercambiaban en el quirófano con los ojos subrayados por los barbijos. Ella era una especie de inglesa, de nariz larga, piel blanco-rosada y cabello rubio. Siempre resfriada y distante.

     -No sé si esta herida es post mortem o si los tejidos todavía conservaban la vitalidad -le dijo. Extendía hacia él una pieza pero, sonriendo, se la mostraba a medias-. A veces la sangre es tan espesa que cortan la piel y la herida no sangra. -Y sin cambiar de tono le informó:- Le hice una lipoaspiración a Patricia -(se refería a la última mujer de él).

     -Ah... 

     -Me pasó algo raro en el quirófano. Me di cuenta de que las curvas femeninas de Patricia, digamos... sus gordas curvas, -sonrió- habían pasado a un frasco. Era una grasa amarillenta, que se enfriaba y se iba poniendo más blanca y dura, como grasa de vaca. Tendrías que haberla visto. Pensar que los hombres se vuelven locos por esas redondeces... Es increíble que la atracción sexual se base en la distribución de las grasas del cuerpo, ¿no te parece?

     Él asintió en silencio, Daisy siempre estaba celosa. Pensó en retrucarle, decirle que cuando tenía relaciones con ella le pasaba algo peor. La acariciaba y no podía evitar cierto sentimiento de repulsión, -anulado durante escasos momentos por el deseo sexual-. Imaginaba todas sus capas: la piel, la grasa subcutánea -líquida y macilenta-, los músculos rojizos -se los imaginaba desollados-, los tendones y las aponeurosis con reflejos blancos, los huesos embebidos de sangre.

     Pero hoy no estaba de ánimo belicoso, en cambio le dijo:

     -Todavía no encontré nada, salí a dar una vuelta para refrescarme.

     Ella puso cara de comprensión.

     -Ya se va a presentar algo cuando menos lo esperes.

     Él se alejó a paso lento. Tiró las hierbas detrás de los remolques, orinó en uno de los baños químicos y volvió camino a su parcela. Más adelante, observó a lo lejos a un hombre a quien apodaban "Piraña". Examinaba lo que, a primera vista, parecía ser un cuello. ¿Lo engañaban sus ojos o presentaba un "surco de ahorcadura"? Esa era una prueba casi perfecta sobre la cual basar un relato de suicidio. Sintió cómo lo torturaba la envidia. "Encima ese pie hinchado... seguro que es el cadáver de una vieja, con eso puede agregar al alegato la estadística de incremento de suicidios en la vejez." Sufrió un escalofrío de angustia. Todavía no había descubierto nada. Regresó con urgencia a su lote y se puso a buscar desesperado. 

         

     A las trece sonaron las sirenas llamando a comer. Todos abandonaron sus parcelas y caminando sobre los tablones convergieron en la zona de los remolques. A un costado habían instalado mesas y bancos sobre caballetes. En esas mismas mesas tendría que entregar, antes de la noche, la pieza descubierta. Ahora las habían despejado para el almuerzo.

     Alrededor del asado merodeaban infinidad de perros. Acarició a uno que estaba echado con las patas delanteras cruzadas. Su hocico negro y la dulzura de sus ojos húmedos le evocaron a un cervatillo. Eso siempre le extrañaba: encontraba la cara de algunos perros parecida a la de los ciervos. En realidad, se trataba de perros bravos, los utilizaban para desanimar a los curiosos ocasionales.

     Por una desdichada casualidad le tocó sentarse al lado del "Cisco Kid". Lo llamaban de esta manera porque se paseaba golpeando la caña de sus botas de montar con un rebenque de barba de ballena. No usaba las botas náuticas de goma amarilla reglamentarias del club. Si bien no componía relatos, casi siempre formaba parte del jurado: era uno de los socios fundadores. Los rumores le atribuían un pasado de médico militar. Era cortés hasta la violencia. Se refería una pelea que comenzó cuando él y otro hombre de mentalidad similar, se hallaban parados frente a una puerta. Con gestos, cada uno invitaba al otro a entrar primero. Ninguno de los dos podía ceder, estaba en juego demostrar quién era el más educado. La pugna terminó a empujones y trompadas.

     "Cisco-Kid" comió en silencio toda la carne que le sirvieron y, después del postre, mientras masticaba satisfecho un trozo de alquitrán para blanquear sus dientes, le contó que mantenían en la casa a su tía débil mental, porque su padre la consideraba un depósito de órganos frescos y en buen estado. Era consanguínea por parte de ambos progenitores. Decían que su idiotez se debía a esta falta de cruzas, pero la gente los difamaba, algunos se atrevían a afirmar que había sido causada por alcoholismo del abuelo. A esa tía le daban casa y comida, lo juzgaban un buen negocio.

     -Es como cuando uno compra un auto importado, necesita tener otro idéntico para sacarle los repuestos.

     A su derecha, dos socios hablaban acerca del crecimiento pasmoso del club y del desprendimiento reciente de parte de sus miembros para fundar una nueva institución.

     -Un crecimiento casi tumoral.

     -La muerte es lo que más vende, mucho más que el humor y el sexo. Los atrae como a las moscas.

     -No sé cómo será en otros lados, pero la necrofilia es una pasión muy argentina.

     -Es algo muy nuestro, -dijo el primero, con gesto sentido.

 

     Él regresó con tristeza a su parcela. Hacía mucho frío, el cielo era de un celeste seco, cristalino. No existía otra solución que la de meter las manos en el charco, ese ojo de agua en medio de su lote. Si removiendo el fondo y escarbando no encontraba nada, estaría obligado a cavar por toda la superficie de su fracción. La perspectiva lo deprimía. Se puso guantes de látex, aun así, no se consideraba del todo protegido de lo que acechaba dentro del agua barrosa. Pero no podía usar los guantes de electricista, de gruesa goma negra, porque perdería demasiada sensibilidad táctil. 

     Con asco y cautela metió las manos en el agua helada. Tanteó el fondo, sólo distinguía ligeras irregularidades en el fango, después palpó con más confianza. Siguió haciéndolo durante un largo rato, hasta que sus manos dentro de los guantes quirúrgicos quedaron endurecidas por el frío. Las retiró del agua y aplaudió para hacerlas entrar en calor.

     Sintió ganas de llorar; en ese momento de angustia, lo descubrió en la orilla del charco. Era un objeto agusanado, a primera vista creyó que se trataba de una oruga -pálida, anillada-; era un dedo.

     Un dedo blancuzco, sucio de lodo, sobre todo en los pliegues de las articulaciones. Lo limpió agitándolo en el agua, lo dejó en el suelo y tomó un trozo de diario. (Por abajo, el diario estaba húmedo, negro, ya comenzaba a transformarse en una pasta fértil. Por arriba, la cara expuesta al sol estaba seca, aureolada de amarillo, arqueada como un pergamino.) Respiró el aire silvestre de la tarde con enorme felicidad, un dedo era un resto óptimo para urdir un relato de muerte. Dobló el diario en "U", y con un palito empujó el dedo dentro de él.

     Se incorporó con rigidez -él no disfrutaba de las dóciles articulaciones de la oriental-, y empezó a estudiarlo cuidadosamente.

     Se trataba del anular izquierdo de una mujer regordeta, baja y cincuentona. (Aunque pertenecían al mismo cuerpo, el dedo aparentaba menos edad que el pie que le había enseñado el proctólogo esa mañana.) La uña estaba pintada de un rosa vinoso, a la luz del sol brillaban puntitos plateados dentro del esmalte. Supuso que esta mujer poseía una fantasía exuberante para sobrecargar hasta tal punto su maquillaje. De acuerdo con su sociología casera, estaba ante un dedo de clase media baja, pintado de manera artificiosa, con muy mal gusto.

     Observándolo, se hacía evidente que la persona no trabajaba con sus manos. Se notaba por su tamaño que era alguien con poca fortaleza física. El pulpejo estaba arrugado y blanquecino, como si lo hubieran sumergido en agua largo tiempo. Esto tal vez era producto de la vejez, el formol o acaso se debía al rocío nocturno. Razonó que había sido de un ama de casa. Quizás el dedo olía mal y provocaba cierto efecto adversativo sobre el olfato de los animales; esto impidió que lo devoraran los perros, gatos o ratas. Lo acercó a su nariz esperando encontrar olor a ajo, cebolla, lavandina, limpiapisos con fragancia a pino, nicotina. Pero el dedo no olía a nada.

     Un estado de ánimo triunfal aguzaba sus inclinaciones detectivescas. Tiempo atrás, todas estas conclusiones hubieran sido consideradas superfluas, pero ahora, con la nueva Comisión Directiva, había triunfado la línea "historicista". Los primeros socios, los fundadores, se ocupaban más del hallazgo anatómico, de las rarezas de la muerte; les interesaba la materialidad y, de manera secundaria, la exposición conjetural de lo ocurrido. La tendencia actual privilegiaba la reconstrucción histórica por sobre los avatares del cuerpo, éste era sólo un pretexto para narrar.

     El dedo, como todo resto humano -como la calavera a Hamlet-, invitaba a meditar. Pero él no cavilaba acerca del sentido de la vida y la muerte, se preguntaba por cosas concretas.

     Evaluó que el tajo había sido causado por un instrumento pesado y de filo poco preciso. La herida era anfractuosa, de bordes irregulares y festoneados. La piel se retraía sobre el hueso astillado, como labios que no alcanzan a cubrir dientes incisivos demasiado prominentes. No se trataba del tipo de corte neto que produce un bisturí, un puñal afilado o un buen alicate. La amputación había sido practicada con un golpe, como los que dan los carniceros para destazar un hueso de res. La diferencia radicaba en que no habían utilizado una superficie de apoyo lisa y dura -lo cual hubiera sido más eficaz para conseguir una herida recta-, en este caso, el dedo había sido seccionado sobre la tierra y se había hundido unos milímetros, junto con el instrumento de corte, lo cual había disminuido la fuerza del arma. (Como cuando los boxeadores rotan la cabeza, acompañando el puñetazo de su rival para amortiguar el impacto.) Esto se colegía, además, por el barro metido en la sección transversal de la falange.

     Lo entusiasmó percatarse de que los "sembradores" habían dejado rastros de una historia muy corriente y plausible. Estaba frente al relato forense del robo de un anillo y del ulterior asesinato de la víctima. Era obvio que todo llevaba en esa dirección. Las líneas lógicas de lo sucedido serían fáciles de seguir.

     El ladrón había querido quitarle la alianza. Con los años, los dedos se hinchan, engordan, se deforman. Imaginaba la desesperación de la mujer por deshacerse de ese anillo que no quería abandonarla –en estos casos los nervios no ayudan-. Se figuró que el asaltante la amenazaba con una cuchilla. (Visualizaba con claridad una pesada cuchilla de carnicero, de aquellas con la hoja de hierro manchada de óxido y el mango de madera con remaches de bronce y restos de mugre grasosa en las grietas.)

     La mujer, entretanto, sin agua jabonosa para quitarse el anillo, estaría mojando su dedo con saliva -la poca que podía reunir con la boca seca de miedo-. También gastaría sus fuerzas en suplicarle compasión al delincuente. Le estaría prometiendo dinero o joyas que guardaba en su casa.

     Posiblemente él la había asaltado en la calle, donde le robó la cartera y el reloj y, al no poder sacarle el anillo, la habría arreado a un lugar apartado. Por los rastros de tierra en el hueso del dedo, tendría que describirlo como un "robo en descampado".

     (Sabía que los "sembradores" habían despedazado el cadáver -seguramente sustraído de la morgue judicial o de algún entierro reciente- en cualquier otro sitio. Pero habían dispuesto los indicios y pistas para componer una historia de este tipo.)

     El ladrón la habría empujado a punta de cuchillo por algún baldío ciudadano, pinchándola en la base de la espalda. Caminarían esquivando neumáticos podridos, botellas resecas por el sol, alambres de púas traicioneras. Ya lejos de las luces de la calle, mientras ella seguía rogando, él la habría agarrado del pelo y tironeado hasta obligarla a ponerse de rodillas. Habría colocado la mano izquierda de la mujer sobre la tierra, con la palma hacia arriba y, para que no pudiera retirarla, se la habría pisado con firmeza. Luego habría apoyado el cuchillo sobre la raíz de los dedos.

     Recién en ese momento ella se habría dado cuenta cabal de lo que él iba a hacerle. (Aunque lo intuía, la idea habría tardado en formarse con claridad en su mente porque era demasiado horrible.) Todavía lo rechazaría. Lucharía con su mano libre, como una niña orgullosa que, negando la realidad, forcejea con un adulto.

     Él le ordenaría algo que terminaría de paralizarla y la haría abandonar toda defensa. Le diría que sacara el resto de los dedos de abajo del filo o se los iba a tener que cortar todos. (Su tono sería amable, como si estuviera preocupado por la mujer, como si quisiera evitarle un daño innecesario. Ese mismo tono también daría a entender que la sentencia era inapelable.) Ella habría llorado y gemido, pero al fin obedecería. Al hacerlo, tácitamente habría aceptado, para salvar a los otros, perder el anular, el dedo del corazón.

     Habría contraído con sufrimiento el auricular, mayor e índice sobre la palma de la mano, -no resultaba fácil, sus dedos eran cortos y viejos, además, los dedos humanos tienden a moverse en bloque-. Él se lo permitiría levantando por un instante la herramienta. El dorso de los dedos exceptuados quedaría apoyado contra la hoja del arma. Entonces, cuando todo hubiera estado conforme él lo deseaba, pegaría un fuerte tacazo sobre el grueso lomo de la cuchilla -como si punteara la tierra con el filo de una pala-, y el dedo se separaría de la mano.

    

     Ahora, él volvió a mirar el dedo que sostenía dentro del diario. Observó el surco del anillo en la carne asalchichada. Razonó que, en medio del susto y el forcejeo, tal vez a la mujer no le había dolido tanto como parecía.  

     Repasó la escena que había reconstruido, le faltaba saber cómo y por qué la había asesinado. De repente, intuyó que el ladrón antes de matarla la había violado.

     Al principio desechó la idea, le parecía improbable. Después reconoció que su pensamiento estaba influido por sus propios gustos: a él no le atraían las cincuentonas gorditas. Debía considerar que después de esa escena, ella se habría transformado. Ya no era la misma mujer. Habría gritado, desesperada de dolor, humillada, en cuatro patas como una perra. Al mutilarla él la había poseído totalmente. Un instante después de la amputación, ella sentiría una especie de melancólico alivio: ya había pasado lo peor. "Ya pasó, ya pasó...", se diría intentando calmarse. La mano sangraría sobre la tierra, la sangre sería oscura porque de noche no se distinguen los colores.

     Entretanto, él habría guardado el anillo en su saco y todavía la tendría sometida, arrodillada en el suelo. La mano del ladrón estaría entrelazada con el pelo de la mujer como quien sujeta una rienda. El cierre de la pollera se habría roto por haberse agachado con brusquedad -a través del agujero se verían enaguas o bombachas de satén-. Acaso eso lo había excitado. Ella se le haría deseable contra el deseo de ambos. Sería una mezcla de asco por la mujer mutilada y una terrible piedad por lo que le había hecho. Posiblemente lo excitaba poseerla de manera tan absoluta. La sujetaría del pelo nuevamente, le alzaría la pollera sobre la cintura y la violaría. Ella le rogaría, le suplicaría, "por favor no, por favor no...", y de esa manera estimularía aun más el sadismo del ladrón, que le pegaría en la boca para que se callara y gozaría al hacerlo y la penetraría con una erección que se le habría hecho insoportable a él mismo.     

     Estas imágenes se cruzaban y barajaban como fotografías en su cabeza. Se figuraba que el delincuente era un hombre joven. Deducía que haciendo este tipo de vida nadie podía llegar a viejo -tampoco debía importarle-. Le maravillaba el desprecio absoluto del ladrón por el dolor del otro; pero de repente lo acometió un ataque de odio, se acordó de su abuela, también era gordita, de manos blandas y aceitosas, se pasaba el día en la cocina.

     Para completar su relato debía explicar como llegaba el ladrón a asesinarla. Imaginó que después de la violación ambos yacerían sobre la tierra húmeda del baldío. Ella apretaría un pañuelo contra la herida para contener la pérdida de sangre. Estaría algo débil por la hemorragia y el dolor, confundida, sollozaría en voz baja, intentaría incorporarse.

     Conjeturó que la posibilidad de que, en un acceso de rabia e indignación, la mujer agrediera al ladrón era remota. Estaría mentalmente humillada, paralizada por el miedo. De todas maneras, construyó la escena. La mujer envalentonada le asestaría un carterazo desesperado o tomaría la cuchilla del suelo. El delincuente enfurecido, primero le sujetaría los brazos, después le pegaría con la mano abierta o directamente con el puño -hasta ahora el hombre había demostrado ser muy eficaz en cuestiones de violencia-, la desarmaría de inmediato y sin más trámite la acuchillaría hasta matarla. Sin embargo, nada de esto le resultaba probable.

     No era plausible que ella lo provocara, dándole un pretexto para nuevos castigos. Él opinaba que el ladrón la había matado por dos razones. Como cualquier delincuente profesional sabía que una cosa es un robo con arma blanca y otra muy distinta una mutilación y violación. La mujer era la única testigo del crimen, lo podría reconocer en una ronda de sospechosos -por supuesto, el ladrón tenía antecedentes-. El otro motivo era subjetivo: verla le daba repugnancia, la había convertido en un ser que suscitaba lástima. Sin duda la mujer ya nunca sería la misma: era su creación, él la había engendrado. Acabar con ella era casi un acto de piedad.

     

    

     Él estaba asombrado por la lógica de los cambios que habían ocurrido. Ella se había transformado en deseable para el ladrón a partir de su humillación; luego, por ser testigo de un delito grave, se había convertido en víctima de uno mayor.

     También el dedo había mutado: como parte de la mano de la mujer, no tenía mayor trascendencia, era un dedo más. Amputado, el agujero que dejaba, lo destacaba por su ausencia. (La gente no podría dejar de mirar hacia esa mano donde faltaba un dedo.)

     El dedo había adquirido el aire siniestro de cualquier pieza anatómica separada del cuerpo y, como todas ellas, era un objeto curioso, llamaba la atención. Por otra parte, no servía para nada. Era fascinante e inútil. Amputado, se había convertido en un cadáver en miniatura, daba asco -a él le repugnaba tocarlo aun a través de los guantes de goma; lo sostenía dentro de un diario y lo movía con un palito-, como algo impuro, contaminado.

     Intuyó oscuramente que una gran excitación brota cuando alguien se convierte en cosa. Era una aplicación -sexual y rudimentaria- de la ecuación de Einstein que da cuenta de las transformaciones de la masa en energía. Una pequeña cantidad de materia libera una gran cantidad de energía. Recordó casos de ahorcaduras que derivaban en suicidios accidentales. Personas que jugaban a entrar y salir de la asfixia. Al borde de la muerte se metamorfoseaban a sí mismos en cosas, buscaban el límite de la estimulación sexual.

      

     Alrededor de las cuatro de la tarde despertó de su febril ensueño forense con el relato listo. Estaba seguro de que su narración ganaría el concurso de la semana y, quizás, del mes. Posiblemente recibiera un ascenso. Sin embargo, se consideraba de buena práctica continuar la búsqueda, a veces los "sembradores" esparcían pistas falsas en forma deliberada -al fin y al cabo, se trataba de un juego-. En ciertas parcelas diseminaban varios restos; algunos completaban la historia, la ratificaban, otros, la contradecían. Por precaución, a desgano, siguió explorando. La tarde se le estiró interminablemente en medio del aburrimiento y la expectativa ansiosa por el encuentro de la noche.

     Hacia las seis desistió, fue a tomar mate con un grupo que también había abandonado la búsqueda. Calentaban una pava sobre el fuego de carbón de un brasero. Ya habían entregado su material a los armadores. Cada uno lo hizo por separado como exigían las reglas. Lavaron las piezas, ocultos detrás de los remolques y se dirigieron a la mesa que les correspondía según el trozo hallado. Él fue a la que se anunciaba como "Brazos", entregó su fragmento y le dieron un recibo que decía "Anular izquierdo". El cadáver de la mujer se restauraría por partes, luego se expondría sobre una tabla.

     Cuando se alejaba de los remolques lo sorprendió un pensamiento: ¿qué hacían con los cuerpos reconstruidos después de finalizado el juego? Lo mismo se había preguntado cuando a los nueve años lo operaron de las amígdalas. Su padre le explicó que las habían tirado al incinerador del sanatorio. Suponía que idéntico fin debían de sufrir los despojos de los animales de laboratorio cuando terminaban de experimentar con ellos. Se dijo que no importaba lo que sucediera con el cadáver, tanto si lo cremaban como si lo enterraban, de todas formas, lo único que permanecía inmortal era el nombre, que ni siquiera era de uno. Sabía que correspondía a los "armadores" deshacerse del cuerpo, se rumoreaba que tenían una enigmática costumbre: todos los cadáveres, ya se tratara de hombres o mujeres, eran rebautizados con nombres femeninos.     

    

     Regresó caminando con lentitud hasta su parcela, debía esperar todavía un rato, hasta que anocheciera. En los remolques le prestaron el Clarín. Le molestaba ensuciarse los dedos con tinta y en general no le interesaban las noticias de los diarios, pero estaba muy aburrido e inquieto. A su alrededor los últimos identificadores terminaban de revisar sus lotes. Los que habían hallado alguna pieza y logrado articular un relato en torno de ella, lo repasaban con los ojos cerrados o la mirada puesta en el cielo, como los chicos cuando recitan una lección.

     Se instaló sobre un tablón frente a la fracción de la asiática. La mujer seguía buscando afanosamente con su rastrillito de plástico. "Qué paciencia", pensó él. Juntó sus pocos instrumentos y los guardó en un bolso. Abajo del bolso descubrió el "Pollo", y sonrió al evocar el desaliento de la mañana.

     Extendió el diario sobre sus rodillas y comenzó a leerlo. Al rato lo distrajo un sonido. La oriental emitía finos suspiros y lamentos un poco disonantes. Estaba sentada sobre los talones, éstos se clavaban en sus nalgas. Él se dijo que ese culo era tan chato que no daba pena usarlo para sentarse encima.

     -¿Qué te pasa?

     -No encontré nada, es el tercer domingo que me quedo afuera -respondió desconsolada.

     -Y eso que inspeccionaste todo. Yo pensé: esta chica es una buena "identificadora", a lo mejor la minuciosidad le viene de la práctica del ikebana y del bonsai.

     Ella asintió, mientras gordas lágrimas rodaban por sus mejillas. Descargaba la tensión de todo un día de búsquedas estériles. Él no soportaba ver llorar a una mujer. Estaba oscureciendo, de alguna corriente de agua cercana provenía un aire húmedo y frío.

     -Yo encontré este pedazo de glándula, pero me parece una de las típicas trampas de los "sembradores". No creo que sea humano.

     -A ver -dijo ella impaciente.

     Él le entregó la bolsa y la mujer examinó la pieza a la luz de una linterna de bolsillo.

     -No sé si pasará la inspección. Siempre falta algo de páncreas en el cuerpo -comentó él-, es tan frágil, nunca lo sacan sin romperlo. A lo mejor te lo aceptan. O quizás es otra cosa, por ahí se murió de una insuficiencia suprarrenal o de un cáncer de tiroides.

     -Voy a probar-, afirmó decidida.

     -Siempre me llamó la atención la flexibilidad de tus articulaciones, son increíbles. ¿Puedo ver?

     Ella asintió con un movimiento de cabeza, sin decir palabra. En la penumbra creciente él no veía su cara, se arrastró hasta la parcela de la mujer. Por los tablones todavía pasaban algunos identificadores rezagados caminando hacia los remolques. Sentada sobre sus rodillas y empeines, estudiaba la pieza, la palpaba dentro de la bolsa en la oscuridad. Él se le acercó por detrás en el helado crepúsculo del campo y la tomó del cuello. Ambos tenían las manos secas y rojas y las narices rojas y mojadas por el frío. La empujó hacia adelante sujetándola por la nuca, hasta que la mujer apoyó las palmas en tierra. Sin soltarla del pelo, él la exploró con su pene, a ciegas, hasta que encontró un orificio natural y se metió en él. El coito fue rápido, luego ambos se incorporaron sin comentarios. Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia los reflectores de sodio que iluminaban de manera cruda la zona de los remolques.

 

 

 

 


Biografía

 Carlos Chernov (Buenos Aires, 1953). Médico psiquiatra y psicoanalista.

Ha publicado Amores brutales (Cuentos, Editorial Sudamericana, 1993. Premio Quinto Centenario del Honorable Concejo Deliberante de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1992).

Anatomía humana (Novela, Editorial Planeta, 1993. Premio Planeta de Argentina, 1993).

La conspiración china (Novela, Editorial Perfil, 1997).

La pasión de María (Novela, Editorial Alfaguara, 2005).

Amor propio (Cuentos, Editorial Alfaguara, 2007).

El amante imperfecto (Novela, Editorial Norma, 2008. Premio La otra orilla, 2008).

El desalmado (Novela, Editorial Emecé, 2011. Premio Único de Novela Inédita de la Municipalidad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires).

El sistema de las estrellas (Novela, Editorial Interzona, 2017)

Amo (Cuentos, Editorial Interzona, 2019)

Amor se fue (Novela, Editorial Interzona, 2023)

Textos inéditos:

Rojo (novela)

Movimientos en el agua (poesía).

Ha dictado un curso de literatura argentina en la Johns Hopkins University.

Ha recibido la beca de la Civitella Ranieri Foundation en 2010.

Sus textos han sido traducidos al inglés, francés, italiano y húngaro

 

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