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JONÁS de Hernán Domínguez Nimo

Hoy en "Pesadillas de Felicidad" tenemos el cuento del autor Argentino Hernán Domínguez Nimo. Estamos ante un cuento que desborda en ternura y crueldad al mismo tiempo. Y nos plantea una pregunta filosófica que nos apuñala con eficacia: ¿Cuánto tiempo dura la felicidad?


Mi nombre es Jonás y soy una IAM[1].

Una IAM es una inteligencia artificial móvil.

Somos distintas de las primeras inteligencias artificiales que hubo al alcance del público, porque las IAM no estamos ligadas a un solo cuerpo. Al estar hospedadas en un memodrive portátil y pequeño, podemos insertarnos en todo tipo de avatares, siempre y cuando sean compatibles.

Las IAM somos lo más avanzado que existe.

Las experiencias previas —que cualquiera, incluso yo, puede rastrear en las noticias de la web— demostró que no pueden entregarse IAs sin aprendizaje. Los niños se aburren muy rápido cuando se trata de enseñar, pues ellos no tienen la paciencia que hace falta con un recién nacido. Y una IA es precisamente eso.

Pero incluso en los casos donde el interés fue consistente en el tiempo, el desenlace resultó poco feliz, porque cuando es un chico quien dice lo que está bien y lo que está mal, nada puede salir derecho. En los sitios web de los que les hablo puede leerse cómo muchas de las primeras IAs debieron ser desconectadas y desprogramadas para evitar su propio sufrimiento o el de quienes los rodeaban. También hubo muchas demandas por parte de los damnificados, y supongo que está bien que eso ocurriera, porque ellos no eran culpables sino los fabricantes.

El cliente siempre tiene la razón. Incluso en los tribunales.

Es por todo esto que luego de mi creación —como toda la nueva generación de IAMs ofrecidas en adopción comercial— tuve un período de aprendizaje durante el cual asimilé las nociones más básicas: hablar, sumar, caminar, interactuar con la gente, entre otras cosas. Todo lo que necesitaba antes de que me soltaran al mundo.

Una IAM autosuficiente es una buena IAM.

Pero lo más importante: además de las acciones básicas, a las IAM nos enseñan a distinguir entre buenas y malas acciones, nos enseñan a disfrutar del juego sano y no violento, y en especial a cuidar al prójimo, incluyendo, claro, a nuestros futuros dueños.

Una vez que aprendimos todo esto, nos pusieron a dormir y nos llevaron al lugar donde los chicos, acompañados de sus padres, podrían adoptarnos. Allí estaba yo, sin tener percepción de la espera, hasta que dos hermanos que recorrían el Orfanatron, acompañados de su padre Sebastián, me echaron un ojo.

Las IAM venimos en nuestro cuerpo de niño, en el que los diseñadores tratan de infundirnos diferencias de semblante respecto a los demás. Quizás fue el hecho de que yo era pelirrojo, como Marcelo y Marcos. O que también era algo petiso, como ellos. El caso es que, sin dar más vueltas, los chicos convencieron al padre de que yo era el que querían, y juntos me llevaron a su casa.

Despertar en un lugar distinto me desorientó apenas, pero enseguida estuve feliz, porque había entrado a un hogar, ya era parte de una familia, y me habían enseñado que no había mayor deseo que ese a cumplir de mi parte.

Así fue que descubrí la felicidad plena.

Ya entonces era lo suficientemente inteligente como para estar consciente de que esa felicidad, esa percepción de bienestar constante, podía ser parte de mi aprendizaje condicionado. Pero ello no impedía el disfrute de la sensación misma, en todas sus formas.

Una IAM en familia es una IAM feliz.

Mi nueva familia poseía una gran variedad de avatares, y cada uno aportaba su cuota de juego y disfrute mutuo, que me mantenían en un pico de deleite sensorial. El favorito de todos era un perro mecánico, similar a un pastor belga, que me regocijaba especialmente, porque en ese cuerpo me sentía más fuerte que nunca y podía llevar a Marcos y a Marcelo a horcajadas, mientras los ladridos estentóreos expresaban mi gran entusiasmo.

También disfrutaba sobremanera cuando despertaba como cerebro de un mini Corvette eléctrico, porque entonces podía transportar a ambos chicos a la vez. Es verdad que siendo auto me sentía un tanto raro, incompleto, pues aunque era más veloz que en el avatar perro, imprimirle movimiento giratorio a las ruedas no me aportaba la percepción de poseer miembros propios, no me despojaba de una cierta sensación de rigidez. Tampoco podía hablar —o ladrar, como cuando era el ovejero— y en ese sentido era como hubiera perdido una parte de mí. Pero sentía que era fácil compensar esa pérdida haciéndome eco de la alegría de los niños.

La felicidad de una IAM es el espejo de la felicidad de sus dueños.

Así transcurrieron los primeros meses, los primeros años en familia, con juegos conocidos e insólitos hallazgos, con los niños trasladándome de un avatar a otro, con el regodeo de inventar siempre nuevos juegos. Marcos y Marcelo crecieron con el tiempo ya no hallaban en la repetición tanta satisfacción como yo, así que el perro, el auto, incluso mi cuerpo matriz, comenzaron a quedar de lado.

Los chicos descubrieron que no solo los avatares estaban preparados para alojarme, y entonces comenzaron a rotar mi memodrive entre los diferentes electrodomésticos hogareños. Compartía con ellos juegos multiplayer desde la consola, controlando entornos o personajes no jugables; los perseguía por toda la casa embutido en los robots de aseo perpetuo; jugaba a las escondidas, encendiendo las luces de los ambientes en donde los descubría ocultos; intenté incluso controlar avatares de mesas y sillas, con pocas y antinaturales articulaciones, tropezando y arrastrándome por el piso, mientras los chicos se retorcían de la risa.

La risa de los niños es el verdadero alimento de una IAM.

Pero los lapsos de interacción con Marcos y Marcelo se fueron espaciando. Ahora los chicos tenían estudios, obligaciones diarias, responsabilidades. A veces yo permanecía inactivo días —o más—, hasta que llegaba un fin de semana o la época de vacaciones, y aunque en verdad sufría esos interludios, me consolaba anticipando el momento del próximo juego.

El único tiempo que vale para una IAM es el tiempo de diversión.

Un día, los chicos, ya crecidos, me olvidaron en la heladera. Habían estado desafiándome, el juego era que yo escupiera, en el compartimento frontal de la puerta, cubos de hielo con diferentes: con formas de animales, rostros de actores famosos de cine, en forma de teseracto[2], de Han Solo congelado en carbonita, y así hasta el hartazgo, que llegó pronto, porque ambos chicos habían estado de fiesta la noche anterior. En un momento dado, interrumpieron el juego para dormir una siesta. Y me dejaron ahí. Cuando despertaron, los dos se enfrascaron en sus respectivos estudios, sin espacio para recordar el olvido.

Pasé más de cuatro meses encajado en la heladera. Abrían y cerraban la puerta sin percatarse de mi presencia. Impedido de moverme, de ver otra cosa que las fechas de vencimiento de los alimentos que contenía, imposibilitado de hablar, de comunicarme —como no fuera escupiendo hielos en forma de letras, que nadie alcanzaba a leer—, el tiempo se convirtió en una condena de angustia permanente. El trauma claustrofóbico se incrustó a fuego vivo en mi alma programática. Para siempre.

Una IAM sin juego es una IAM incompleta.

Quiso la casualidad que el padre descubriera el último cubo en forma de SOS que había escupido, derritiéndose en la puerta. Me extrajo de la heladera y me insertó en mi matriz original, mi avatar de fábrica, que es donde hasta ahora permanezco. En estos cuatro meses he tenido mucho tiempo para aprender. Ahora sé mucho más que antes de llegar a esta casa.

Una IAM debe estar completa para recrear a su familia.

Faltan dos meses para el próximo período de vacaciones, y he tomado la firme decisión de no abandonar mi cuerpo. Nunca más.

Al costo que sea.

[1] En países angloparlantes, la sigla se leía MAI (Mobil Artificial Intelligence). Como esta sigla sonaba muy parecido a “MIA” en castellano, algo demasiado posesivo en referencia a los niños, se adoptó la versión hispana en todo el mundo. [2] Análogo del cubo, en 4 dimensiones.




Biografía Hernán Domínguez Nimo publicó cuentos y artículos en revistas y antologías de Argentina, España, Francia, Colombia, Venezuela, Grecia y Japón.


Fue finalista en los concursos Terraignota 2001 (México), Coyllur 2005 (Perú), Axxón 2006 (Argentina) y el Premio Internacional de Ediciones Electrónicas 2008 (España). Su cuento Moneda común ganó el Concurso Fobos (Chile 2003) y se publicó en la antología Panorama Interzona (Argentina 2012).

Tiene 3 libros de cuentos editados, Si algo está muerto no puede morir (Textos Intrusos 2015), Tiempos muertos (Peces de Ciudad 2016) y La primera muerte es gratis (Ayarmanot 2017), y dos novelas, Los muertos del Riachuelo (Interzona 2018), y Sabueso (Luvina 2022).

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