En aquella época tenía la arrogancia de pensar, y muchas veces hasta decirlo, que yo no era un
profesor sino un escritor que daba clases de Literatura.
Sergio Gaiteri
Las casas están rodeadas de campos, los barrios están rodeados de campos, el pueblo está
rodeado de campos.
Dos años atrás me recibí de comunicador social y todavía no conseguía un trabajo que tuviera
que ver con lo que había estudiado. Me pasaba la mañana en una fundación que se en-
cargaba de niños y jóvenes con problemas mentales. Era secretario, cadete, pagaba facturas,
llevaba carpetas, abría la puerta y atendía el teléfono. Cosas simples que cualquiera podría
hacer.
Ayudaba a una secretaria flaca con pinta de hippie, que siempre corría de un lado a otro y
nunca estaba tranquila. Fumaba a cada rato y se tomaba muy a pecho su trabajo. Sonaba el
teléfono y antes del segundo timbre ella atendía, lo mismo con la puerta. Iba y venía a la
fundación en una bici mientras escuchaba músicos brasileños. También cantaba, aunque nunca la escuché. Ella me enseñaba qué tenía que hacer y qué no. La fundación la dirigía una vieja
que se vestía como una pendeja y la verdad que, a pesar de la edad, se mantenía. Era hija de
un economista reconocido y parecía cansada, como si todas sus fuerzas se hubieran acabado
en organizar la fundación y ahora sólo quisiera disfrutar de la vida, lejos de ese lugar.
El resto de mis compañeros eran psicólogos y psicólogas o pasantes que estaban la mañana
entera con los chicos realizando distintos talleres como de expresión corporal o música. De vez
en cuando se acercaban a la oficina a tomar mate, fumar y descansar.
Por la tarde trabajaba en un call center precario, por horas, en máquinas viejas y con vinchas
que tenían los auriculares ro- tos o el micrófono dañado. Cuando entraba una llamada tenías
que gritar para que te escucharan. Mis compañeros eran en su mayoría estudiantes o jóvenes
de barrio. En los breaks charlábamos de fútbol, música, criticábamos la empresa y organizábamos fiestas. Mientras atendíamos las consultas escribíamos mensajes sobre pedazos de
papeles y se lo dábamos a las chicas para arreglar citas o salidas para tomar cerveza y comer
pizza. Me gustaba el ambiente pero odiaba el trabajo, era secante y la gente hablaba a cada
rato para preguntarte si su tarjeta tenía sal- do o cuánto debían pagar a fin de mes. A veces se
enojaban y te insultaban como si uno fuera el culpable de que hayan compra- do tanto y se
encontraran sin un peso más para seguir gastando.
En ciertas ocasiones, algunas de mis compañeras lloraban cuan- do las trataban mal; yo, en
cambio, me paraba, miraba dónde estaba el supervisor y cortaba sin dudar.
A fin de mes escuchaban mis llamadas y marcaban mis errores. Creo que nunca logré los
objetivos, pero no me importaba: sentía, como la mayoría de mis compañeros, que es- taba
de paso en ese lugar.
Trabajaba cerca de doce o trece horas por día entre los dos laburos y cobraba muy poco, pero
no me sentía mal, me tomaba con dignidad lo que hacía.
Los martes y viernes, cuando me mandaban desde la fun- dación a hacer algunos trámites al
centro, siempre aprovecha- ba y me iba a la Junta de Educación, entraba y en el pizarrón me
fijaba si alguna escuela necesitaba profesor. Sacaba una hoja y tomaba nota de la institución,
la carga horaria, los teléfonos y apenas regresaba a casa hablaba para inscribirme. Al
principio me registraba con esperanzas, pero mientras transcurría el tiempo y los rechazos se
repetían por el poco puntaje que daba mi título me hacía la idea de que nunca iba a salir de
esos lugares.
Un mediodía, mientras almorzaba, el teléfono sonó; atendí y una mujer, que parecía disponer
de poco tiempo, dijo que me hablaba de una escuela para ofrecerme unas horas. Mencionó
el nombre y el número del secundario, pero la verdad que ni me acordaba cuántas horas eran
y menos de qué.
—Son veinte horas de lengua —dijo.
—¿Por cuánto tiempo?
—Indefinido, no sabemos hasta cuándo tiene carpeta médica la titular.
Hablamos un par de cosas más, pero al rato ya me estaba apurando para que tomara una
decisión. Era jueves y el lunes debía empezar a dictar clases. Ella necesitaba una respuesta, no
había tiempo. En ese momento se me vinieron un montón de cosas a la cabeza: enfrentarme a
un grupo de adolescentes, ponerme frente a un curso, enseñar algo que no sabía y dejar todo
lo que había hecho hasta el momento.
Cuando la luna desaparece y la noche se vuelve inmensamente oscura, los motores se encienden y las avionetas vuelan sobre los campos y las casas, rociando agroquímicos que se mezclan en la tierra y en la sangre.
La escuela queda a unos cuarenta kilómetros de Córdoba. En auto llegaba en unos treinta o
cuarenta minutos, en cambio en colectivo tardaba casi una hora. Había días en que la ruta se
llenaba de camiones con acoplados repletos de soja, maíz y papa. Camionetas cuatro por
cuatro que iban y venían y peones en bici que se tiraban a la banquina cuando escucha- ban los
motores.
El pueblo era de características típicas: en el centro, una plaza con banderas rotas, la
municipalidad, el banco, un bar y un pub. Dos o tres cuadras de casas y se acababa esa parte.
El resto se extendía al costado de la ruta entre campos llenos de legumbres, casas lujosas y
edificaciones precarias.
La secretaria, la misma que me había hablado ese medio- día, me hizo firmar los papeles.
—Acá, ¿qué pongo? —pregunté.
—Su legajo. Abajo su documento.
—¿Y dónde dice… “condición”?
—Suplente.
La directora me dio el discurso de bienvenida, un discurso más bien escueto. Su voz daba
miedo, era una voz como impostada y parecía gritar y no hablar. Con su boca formaba de
manera perfecta cada letra. Usaba un perfume raro, fuerte. Esa mañana, recuerdo, sonaba un
cd de música clásica en la computadora.
Mi primer día fue tranquilo. Hasta tuve tiempo de sacar mi cuaderno rojo y hacer un par de
anotaciones, al estilo de un diario personal.
Día uno, la bienvenida: me costó levantarme. Di vueltas en la cama, cerré los ojos. Estaba muy
ansioso. Tenía miedo de dormirme. No pude descansar, sólo dormité.
La secretaria usa el pelo recogido. Parece linda pero demasiado seria. Me hizo firmar los
papeles. Su trato fue correcto, frío, miraba los documentos, yo la miraba a ella. Al final, cuando
se dio cuenta que no entendía nada, me ayudó.
No tuve clases. Los chicos tenían retiro anticipado o algo así. Me volví en colectivo leyendo
“Los Suicidas” de Di Benedetto, robado de la biblioteca de la escuela.
Día dos: los profesores no tienen sala. Se juntan en una cocina chiquita. Ahí toman mate y
conversan. Apenas llegué se presentaron y me dijeron sus nombres y la materia que daban.
Tomé mate con ellos, mates ricos y dulces. Escuché chistes y sus historias. La directora me
acompañó al aula, me presentó y los chicos me miraron con cara rara pero se quedaron en
silencio. Ella se fue y los chicos siguieron en silencio. Me presenté. Pro- metí ayudarlos.
Día tres: hoy tuve demasiadas horas seguidas. Antes de entrar a cada curso tengo que preparar
la clase, estudiar de nuevo, porque no me acuerdo nada.
Me enteré de que la directora era antes profesora de música. Me parece que mucho no la
quieren.
Día cuatro: me llamaron la atención. Me sentí mal. Los chi- cos me pidieron que organizara un
sorteo y todo se convulsionó. Gritaban y yo no podía hacerlos callar. Levanté la voz, hice sonar
el borrador en el pizarrón pero nadie me escuchó. La chica que sacó el número ganador (que
en realidad no ganaba nada, sólo entregar una semana más tarde el trabajo que había
quedado pendiente de la otra profesora) se abrazaba con su amiga y daban vueltas alrededor
del curso como si acabaran de ganar un Mundial. Me agarré la cabeza hasta que la situación se
calmó de golpe. Pensé que mis gritos habían funcionado, pero cuando levanté la cabeza me di
cuenta de que la directora estaba en la puerta, con cara de asco, observando a los chicos de
una manera que daba miedo y sin decir nada, sólo con la mirada que iba de arriba hacia abajo
como menospreciando a la ganadora. Los chicos se callaron y recién ahí habló, con esa voz
impostada, sin dejar de rebajar con la mirada: “¿por qué tanto alboroto?” Intenté explicarle
pero no me escuchó, siguió con la mirada clavada en la ganadora y se fue.
El curso quedó en orden. Al rato tocó el timbre y respiré aliviado. Antes de irme, la directora
me habló. Dijo que los chicos no pue- den gritar, no pueden cantar, no pueden saltar, no
pueden correr y menos festejar de esa manera. Tenía ganas de preguntarle qué pueden hacer
los chicos entonces, pero me quedé callado.
Día cinco: Hablé con otros profesores y les pregunté cómo manejaban el curso. Me dieron
consejos, uno de ellos me dijo que no me preocupara. Es cuestión de tiempo.
Día seis: En el recreo de las dos me crucé con la chica del sorteo. Me habló en voz baja y me
mostró su mochila. Adentro estaba el libro de Roald Dahl “Historias extraordinarias”.
También lo había robado.
Dejé el cuaderno rojo, me dediqué a preparar clases y charlar con la profe de Ética. Sentados
en el sillón de cuerina, gastado y roto, hablábamos de política, educación, su hijo, su ex marido
y sus ganas de salir.
El piloto no tuvo en cuenta el viento. Despegó y roció los campos, pero el veneno se fue para
las casas y se metió en los tanques de agua. Los chicos vomitaron sangre.
Al mes y medio sufría bastante con un curso en especial: PRIMERO “A”, el mismo donde estaba
la alumna ganadora del sorteo. No sabía cómo manejarlo y un jueves todo se volvió
incontrolable. Estaba en la sala de profesores y el timbre sonó una vez, pero no me levanté de
la silla porque ese timbre es para los alumnos, reglas de la escuela. Al minuto se escuchó el
segundo timbre, salí rumbo al PRIMERO “A” rogando que fuera un día tranquilo, pero apenas
crucé la oficina de las celadoras me di cuenta de que medio curso estaba afuera. Algunos se
escondían detrás de los canteros y de a uno los tenía que ir llamando para que ingresaran.
Para colmo, SEGUNDO “A” estaba en hora libre, así que miraban el alboroto y querían ser
parte de él. Levantaba la voz y pedía que entraran pero ellos preferían estar afuera. Los chicos
de SEGUNDO se metieron con los de PRIMERO y en un momento llegué a tener más de sesenta
alumnos gritando, saltando, golpeándose, y uno que le pagaba patadas a la puerta hundiendo
la chapa porque se quería ir y yo no lo dejaba. Otros se insultaban y se paraban arriba de los
bancos, saltaban y caían sobre los hombros de los compañeros. Una nena lloraba porque un
gordo grandote le tiraba de los pelos y le decía que su padre era un policía botón. De los cursos
del frente se cruzaban los alumnos, mandados por otros profesores para ver qué pasaba, y se
quedaban con la boca abierta al ver ese manojo de chicos que parecían querer romper el aula,
los pasillos, el patio, la escuela, pisarla, patear- la, prenderla fuego y convertirla en cenizas. La
celadora llegó a los pocos minutos y la chica del concurso corrió a buscar a la directora
mientras yo seguía con los intentos de controlar algo que era imposible. Se cruzaron alumnos
de otros cursos y hasta profesores que querían ayudar pero en realidad complicaban aún más
la situación: detrás de ellos venían más chicos y entraban al aula del desmadre, que en un día
normal, y con todos sentados, apenas cabían treinta, pero que en ese momento llegó a tener
más de cien personas en una completa anarquía, conmigo en el medio, gritando como loco,
agarrando a chicos de los hombros y empujándolos para que se sentaran.
Pedí licencia por una semana. Los primeros días los pasé en cama reflexionando sobre la
docencia y preguntándome si realmente estaba preparado, o si sólo era un pendejo perdido
que no podía con esa responsabilidad. Luego intenté hacer una vida normal: leer, escribir,
olvidarme de la escuela y salir, como solía hacerlo.
La profesora de Ética me llamó por teléfono un domingo. Me preguntó cómo estaba, me pidió
que le contara lo que había pasa- do y se cagó de risa. Me dio consejos para dominar el curso,
cómo poner cara de malo, borrar mi sonrisa estúpida y manejarme con mucha autoridad.
Además, me contó que en la escuela pasaban cosas peores como para acordarse de un
docente que recién empezaba y perdía el control de los alumnos constantemente.
Regresé y nadie mencionó ese jueves de locura, en cambio, en la sala de profesores sólo se
hablaba de la avioneta, que no había tenido en cuenta el viento y que había rociado un barrio
entero con agroquímicos, cerca de la escuela. Muchos alumnos eran de ese lugar y vomitaban
sangre.
Hicimos una nota, el profesor de Música la redactó y yo fui uno de los primeros en firmarla. El
profe de Física me contó los casos de cáncer que había en el pueblo y la profe de Biología me
dijo que su hija se enfermaba a cada rato y que los doctores le habían dicho que tal vez la
causa de los males eran esas fumigaciones. En mi caso, cada vez que llegaba a la escuela me
picaban las piernas.
Ese día no dictamos clases, pasamos la mitad de la tarde hablando. La inspectora y la directora
querían que volviéramos al aula pero nuestra postura fue firme. A las dos horas, el profe de
Plástica habló con el gremio, y estos con el ministerio, y así hasta llegar al teléfono de la
inspectora, que le importaba más no perder un día de clases que los chicos contaminados, y
recién en ese momento pudimos suspender las actividades.
En el lapso que duró la presión del gremio y la decisión de mandar los chicos a la casa, salí un
rato a caminar. Observé a los alumnos de los cursos bajos, el modo en que andaban de un lado
a otro, sin necesidad de un timbre o una celadora o un profesor que los mandara al curso, y
caminaban, corrían y jugaban con libertad. Los más grandes tomaban gaseosas y mandaban
mensajes, tirados en la cantina o en los pasillos, o se acercaban y simplemente estrechaban mi
mano y me preguntaban si los iban a mandar a casa. Otros me relataban de- talles
escalofriantes, como la descripción de los vómitos y las caras de los infectados.
La chica del sorteo se deslizaba en una silla empujada por una amiga; se la veía feliz.
En el pueblo, los hombres y las mujeres, los niños y las niñas se enferman más de lo habitual y
sus narices se llenan de mucosidades y sus gargantas carraspean. A algunos les lagrimean los
ojos. Todos saben por qué, pero nadie hace nada.
Las clases se suspendieron apenas por dos días y pronto la escuela volvió a la normalidad.
Pensaba que se iban a hacer marchas para pedir que los productores respetaran las leyes de
fumigación. Pero todo quedó en la nada. Mucha gente vivía del campo y muchos chicos
trabajaban en tiempos de cosecha. En la sala de profesores el tema pronto se dejó de hablar,
también había bastantes docentes casadas con agropecuarios. Esa tarde me fui de la escuela
pensando en la titular y sus ganas de volver antes de tiempo. Mientras me alejaba del pueblo y
me rascaba la pantorrilla me di cuenta de que la escuela también estaba rodeada de campos.
Día cuarenta y uno: la profesora de Ética dejó las horas. No me animé a invitarla a salir. A mí
también me queda poco tiempo. A veces siento esa sensación de lo que puede dejar de ser.
Biografía Fabio Gabriel Martínez:(1981) Campamento Vespucio, provincia de Salta. Participó en la
Antología de jóvenes narradores de Córdoba Es lo que hay; (Editorial Babel 2009). Su primer
libro de relatos Despiértenme cuando sea de noche; fue editado por Editorial Nudista en
2010 y reeditado en 2012, recibió el tercer premio en el género cuento en Fondo Nacional de
las Artes. A mediados del 2013 publicó su primer novela “Los pibes suicidas” (Editorial Nudista)
finalista del Premio Cambaceres organizado por la Biblioteca Nacional. Ese mismo año la
provincia de Salta lo galardonó en el concurso provincial literario por su libro “Dioses del fuego
y otros relatos”. Fue parte de la colección Leer es Futuro llevada a cabo por el Ministerio de de
Cultura de la Nación.
A partir del año 2016 se volcó a la gestión cultural y organiza los eventos de literatura y música
en vivo “Historias Contemporáneas” y “Sinfonía del Sentimiento”. Uno de sus principales
objetivos es que los y las artistas que participan cobren por su trabajo.
En el 2017 el Concurso de cuentos de General Cabrera le otorgó el segundo premio a su cuento
“Las fiestas terminan primero”.
En el 2018 Editorial Nudista reeditó su último libro de cuentos “Dioses del Fuego y otros
relatos”. Este mismo año participó como expositor de la Feria Internacional del libro de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
En el 2019 la editorial Borde Perdido le editó el libro “El grupo antipop del norte argentino”.
En el 2020 la provincia de Salta le otorgó el primer premio en el Concurso provincial de
literatura infanto juvenil por la novela corta “La asombrosa laguna del cielo”.
El año pasado, el Fondo Nacional le otorgó la beca creación para que pudiera terminar su
novela Que la fuerza te acompañe.
En 2022 fundó su propia editorial Antipop donde publicó su último libro La guardia de la noche
y reeditó Los pibes suicidas y La asombrosa Laguna del cielo.
Coordina talleres de escritura creativa de manera virtual y presencial.
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