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EL CAMINO de T.P.Mira Echeverría

  • T.P. Mira Echeverría
  • 22 feb
  • 25 Min. de lectura

Escritor profesional con más de diez años de experiencia en la literatura de géneros (Urban Fantasy, New Weird, Science Fiction & Queer) que ha sido publicado hasta ahora en Estados Unidos, España, Francia, Italia, Bulgaria, Gran Bretaña, Brasil, Colombia, Argentina y Cuba.

Con varios libros (cuentos y novelas) publicados en varios países, numerosas participaciones en antologías internacionales y en revistas de prestigio.

También he recibido distinciones por mis trabajos literarios y así como en la categoría de artículo, ensayo e investigación literarias. En el cuento "El Camino" nos llevará hacia un destino de transición y cambio interno, externo y universal.



***




El traqueteo de la carreta marcaba el ritmo de sus pensamientos. Ylor miraba las colinas ondularse bajo el sendero por el que avanzaba con somnolencia y algo de tristeza. Y por ahí discurrían sus ideas.

Adelante, tirando del carro sin ningún esfuerzo, el abedígrado trotaba con pereza. Sus patas gruesas y fuertes levantaban nubecillas de polvo rojizo en el camino. Su lomo se curvaba como una colina más bajo el sol color manteca de la mañana, destellando ora en verde, ora en violeta, ora en celeste, según el vaivén de sus pequeñas y abigarradas escamas irisadas.

El viento era suave y los árboles, desperdigados aquí y allá, susurraban historias viejas y oscuras.

Ylor se cerró el cuello del abrigo. Había una belleza serena en el azul verdoso del césped interminable que tapizaba las estribaciones, en el sauce que dividía el camino, con sus ramas retorcidas como volutas de humo por sobre las ensortijadas hojas verde jade, y en las flores que flotaban en la brisa, con sus pétalos como papel arrugado color té.

Y había una sensación de fuerza y limpidez en ese aire frío.

Ylor cerró los ojos y alzó la cabeza al calor lejano del sol de marfil. Un velo de luminiscencia se instaló en sus párpados mientras el mundo oscilaba a su alrededor con aquel traqueteo.

Sabía que adelante, más allá de las colinas cubiertas de vivo césped y parceladas por hileras de árboles ansiosos por narrar historias, estaba el puerto esperándolo. Pero, más que nada, estaba el océano. Brillante y hermoso océano gris, reluciendo bajo el diminuto sol de hueso como una manta de estrellas diurnas compitiendo por hacerse notar.

El puerto era puerta abierta y cerrada al mismo tiempo. Una promesa de lugares lejanos y fantásticos hacia los que no podía embarcarse. Todo un mundo fuera de su alcance.

Y aunque Ylor ya no era un niño y sabía de la distancia que existe entre los deseos y su cumplimiento (o entre los sueños atisbados en la lejanía y su apariencia al tenerlos en la mano), también confiaba en que cada nuevo día era un sitio sin descubrir y, sobre todo, confiaba en su intrínseca ignorancia, en el hecho de que él no sabría nunca nada de la vida por venir antes de vivirla.

Su piel, cubierta de un corto y denso pelaje del tono exacto de una nuez de acompo, se estremeció una fracción de segundo antes de que la inmensa bola de fuego cruzara el cielo delante suyo como si siguiese el mismo camino que él, pero desde las alturas.

Era algo blanco y casi tan brillante como el escueto sol de primavera que hoy lo alumbraba. Bramó como una bestia herida mientras se precipitaba al otro lado del paisaje, entre los árboles y el puerto.

No tuvo que detener el carro porque el abedígrado clavó sus patas en el polvo del camino y alzó su larga cabeza para seguir aquel portento con el mismo asombro que él.

El firmamento se llenó de pronto con una luminosidad anaranjada y extraña, casi como la que provoca el sol de otoño, hasta que, poco a poco, el natural color nacarado del cielo fue regresando y, con él, el rumor del viento y la serenidad del mundo.

—¡Tranquilo! —musitó Ylor al abedígrado, palmeando su grupa en un intento por transmitirle confianza tanto al animal como a sí mismo.

El abedígrado dio un par de pasos inseguros y luego comenzó a trotar con recelo. Ylor notó un olor diferente en el aire, como el del combustible de emergencia de los grandes barcos a vela, pero diferente de algún modo.

Agitó la pértiga a un costado del animal, azuzándolo con el gesto, y la carreta comenzó a quejarse bajo la tensión del peso y la velocidad. El abedígrado, sin embargo, aceleró de buen grado; parecía aliviado de alejarse de aquel acontecimiento extraño lo antes posible.

Cuando llegaron a la cima de la siguiente colina, Ylor detuvo de nuevo la marcha y se paró sobre el asiento de la carreta. Comenzó a otear el horizonte que se extendía al frente en busca de la bola de fuego, pero sólo había árboles susurrantes y césped verde azul hasta la próxima loma que ocultaba el resto del mundo.

Ylor suspiró y volvió a sentarse. Otra vez la pértiga y, esta vez, la necesidad de frenar al abedígrado que parecía escuchar o presentir algo que él no podía captar y que lo hacía descender el camino demasiado rápido.

—¡Tranquilo! —repitió casi en un grito.

El abedígrado emitió un silbido agudo de agitación.

Ylor detuvo al animal que comenzó a corcovear y removerse en el lugar.

Entonces él también lo escuchó. Era un sonido muy, muy bajo, como un tambor gigantesco y denso que provenía del otro lado de un grupo de árboles, casi en el límite con la siguiente loma.

De pronto el animal intentó retroceder y chocó con la carreta. Ylor cayó al suelo justo a tiempo para evitar el chorro de líquido negro que derritió gran parte de la carreta y del animal en un simple segundo.

Era un haz fluido y denso como el alquitrán caliente disparado a presión. Surgía de un sitio ubicado entre los árboles, a su derecha, y había borrado de la faz del paisaje una decena de árboles junto con parte de la carga de la carreta y su querido animal.

Retrocedió lo más rápido que pudo y se puso a salvo detrás de un sauce amplio y alto, cuyas hojas parecían querer esconderlo arremolinándose a su alrededor y tanteando su cuerpo. Ylor dejó que la planta lo reconociera, que notara que no era una amenaza para ella ni tampoco un alimento. Pronto el sauce detuvo sus hojas y comenzó a susurrar las cosas que pasaban por la mente del joven. Había llanto y miedo y curiosidad en esas voces vegetales que lo rodeaban y ocultaban como una cortina de esmeraldas.

Ylor continuaba con la vista fija en el cuerpo del abedígrado que se derretía lentamente en el charco negro. El verde, el celeste y el violeta de sus escamas reducidos a un oscuro y pastoso carbón. Respiraba agitado y no había advertido que el flujo de líquido ya se había detenido. Por alguna razón, su mente evitaba ver la fuente de aquel derrame que ahora se mostraba blanca e inmensa en medio de un cráter no muy profundo. Una estructura de algo muy parecido al material del que estaban hechas las tazas de su juego de té favorito.

Hubo un nuevo surgir de líquido negro, pero fue breve y reducido en potencia y radio. Después, otro líquido helado y transparente se arrastró por el suelo levantando volutas de vapor blanquecino hasta desvanecerse en esa misma bruma.

Ylor trasladó su atención a la inmensa esfera blanca y lustrosa cubierta de grietas como una vajilla rota. Entonces miró a su izquierda, algo se quejaba por entre los arbustos florecidos con manojos de pétalos de oro.

Ylor rompió su inercia y se acercó a los rodaerios dorados. Un hombre se retorcía en el suelo. Tenía un brazo que parecía roto y quemaduras en un lado del rostro, como si el líquido negro lo hubiese salpicado allí. Intentaba desgarrarse la ropa, pero no podía hacerlo con una sola mano útil.

Ylor reconoció que aquella cosa transparente y helada se había depositado en las ropas del hombre y se apresuró a ayudarlo. Se agachó junto a él y, sacando su cuchillo de viaje de la funda interior de su abrigo, comenzó a cortar la tela. Separó como pudo los pedazos, algunos de los cuales parecían pegados a la piel de aquel hombre, e intentó hacerlo sin congelar sus propias manos con el líquido que los empapaba.

Cuando consiguió desnudarlo, lo arrastró como pudo hasta una zona abierta y dejó que el pálido sol lo calentase. Luego, cuando sus ideas parecieron ordenarse, se quitó el abrigo y lo colocó sobre el cuerpo del hombre que exudaba vapor a medida que se calentaba el líquido transparente que lo había alcanzado.

Entonces se dio cuenta de que aquel hombre era igual a él en todo, excepto en que carecía de pelaje. Pensó que, tal vez, aquellas sustancias eran las responsables, pero algo no parecía encajar. Sabía cómo se veía su piel quemada, por las heridas de una mitad de su rostro, y sabía como lucía en él la quemadura de frío, por su abdomen y parte de su espalda. Pero el resto de su cara y cuerpo parecían estar bien y apenas si tenía pelo en la cabeza y vello en el rostro.

—¿Quién eres? —le preguntó, acuclillándose a su lado.

Pero el hombre, exhausto, se había dormido envuelto en su cálido abrigo.

 

*

 

Entraron al pueblo cuando anochecía. Ylor llevaba al extraño caminando a su lado y apoyado sobre sus hombros. Había intentado adelantarse para pedir ayuda, pero el hombre parecía aterrado ante la perspectiva de quedarse solo. Así que caminaron con gran lentitud hasta los portales de madera sin resguardo, que eran más una decoración que un sistema funcional en aquel poblado que se alargaba en torno al puerto.

Finalmente llegaron a la posada en la que Ylor solía quedarse cuando iba a entregar sus mercancías. El viejo Ronna lo recibió con la afabilidad de siempre, hasta que vio su rostro adusto y al extraño que se apoyaba sobre sus hombros.

—¡Vamos!, ¡vamos! Traeré a la curadora, no al médico. Ya sabes cómo son los del pueblo con los extraños —el viejo pareció pensar un poco y agregó—. Sí, traeré a Botta, ella ha curado a marineros de tantos lugares distintos que sabrá cómo curar a este extranjero.

Ylor agradeció que el posadero fuera tan reservado y discreto. En verdad él no hubiese tenido idea de qué hacer en un pueblo. En su aldea, sí, por supuesto, pero no aquí.

Después de ayudar al extraño a acostarse en la hamaca, se sentó en los cojines del suelo y entrecerró los ojos sin dejar de observar a aquel hombre que parecía entrar y salir del sueño con demasiada facilidad. Pensó en su abedígrado, al que había cuidado desde la infancia. Se lo había regalado su padre cuando solo era un huevo tan nacarado como una perla o el mismo cielo. Ahora ya no tenía padre ni abedígrado. Estaba solo. Completamente solo. Metió su rostro entre las manos y se puso a llorar como cuando era un niño.

Cuando se despertó, comprendió que los gritos con los que había estado soñando eran reales y provenían del extraño. Una mujer, ataviada con el uniforme de una curadora estaba estirando su brazo roto para acomodarlo antes de colocar la medicina.

—¡Ayúdame, amigo! —le dijo la mujer con desesperación, intentando en vano que el hombre se mantuviera quieto— ¡No puedo sola con él!

Ylor saltó de los cojines y se puso de pie con un solo y grácil movimiento. Luego, con la fuerza propia de un herrero, abrazó al hombre por el pecho para inmovilizarlo mientras la curadora lograba el ansiado chasquido de las articulaciones que estaba buscando.

—No está roto, sólo salido —aclaró—. No es… exactamente como nosotros, pero se nos parece lo suficiente como para poder medicarlo. No me entiende, ¿no es así?

Ylor negó con la cabeza y empezó a liberar al extraño.

—Supongo que tendrás que cuidarlo tú. Porque él no podrá hacerlo por un largo tiempo, amigo.

Ylor asintió, pero su atención estaba en otro lado. En el insólito pero agradable olor que el extraño le había dejado en el pelaje.

Era de madrugada cuando el hombre por fin se durmió. Le había costado convencerlo por señas de que bebiera el elixir que le había dejado la curadora, pero luego de un par de horas de haberlo tomado, se notaba que el hombre ya no sufría tanto dolor.

—Voy a ver si quedó algo de mi carga, luego del… accidente con el carro del extranjero. Por favor, no deje que salga de la habitación —le rogó a un Ronna medio dormido que comenzaba con las faenas del día.

—No te hagas problemas, muchacho. Lo último que quiero aquí son un montón de curiosos en busca de un fenómeno.

Ylor le agradeció, pero se quedó pensando en la palabra que el posadero había utilizado: “fenómeno”. ¿Acaso creía que había rescatado a un monstruo? El extraño era solamente eso: diferente. ¿Qué había de malo en ser diferente?

Cuando llegó al sitio, ya no había signos del líquido negro ni del transparente. Tampoco quedaba de su abedígrado más que unos cuantos huesos. Y, a pesar de que la mayor parte de su carreta se había desintegrado igual que el animal, varias cajas se habían salvado cayendo al costado del camino. Tendría que pedirle disculpas a le jefe de estación, porque el asiento para el lounge que le habían hecho con Jolha estaba irreconocible. El arado se había derretido y, con él, el mayor ingreso que tendría en meses. Suspiró. De las tres sillas de montar que le había encargado vender Asmy, quedaban dos. Gracias al cielo que todas las ollas y cuencos de barro de Brosnä estaban intactas en su caja. La vela de vientos que había reparado la maestra de redes, Waoss, estaba milagrosamente bien, salvo por su envoltura, pero eso no era un problema. Por supuesto, las aves de corral de Buorr habían desaparecido de la jaula medio deshecha. Pero no eran muchas. Calculó que con la venta de los cuchillos y linternas que se habían salvado, cubriría su costo y también el de la silla de montar faltante, y le sobraría para pagar la posada e, incluso, algo de ropa para el extraño. Lo que ignoraba era cómo iba a volver a la aldea sin carreta ni abedígrado.

Afianzó la carga, distribuyéndola alrededor de la única rueda del carro que Ronna le había prestado. El viejo aparato era primitivo, pero aún servía. Cuando logró equilibrar el peso, la gruesa rueda comenzó a moverse con facilidad. Estaba bien aceitada y se notaba que sólo la habían utilizado para llevar pasajeros por el puente entre la estación de tren y los embarcaderos, si hasta tenía el surco central para encajar en la monovía.

Miró a su alrededor y pensó que para cualquier transeúnte aquello apenas si parecería un paisaje que se había quedado sin plantas por alguna razón, pero nada más.

Lo único fuera de lugar seguía siendo aquella enorme esfera de porcelana envuelta en una telaraña de grietas. Tal vez si… Tomó un trozo grande de metal amorfo, lo que quedaba de una de sus linternas deshechas, y lo arrojó contra el aparato. La esfera pareció resistir bien el formidable golpe, pero una parte de ella cedió. Una oquedad circular se había formado a un lado. Resultaba obvio para él que aquello era una puerta.

Ylor ingresó tras declarar a voz en cuello que sus intenciones no eran agresivas. Lo hizo en los tres idiomas del puerto que conocía. Pensó en encender una de las linternas buenas que le quedaban, pero adentro estaba bien iluminado. No parecía haber signos de los líquidos, aunque sí de su paso. Aquí y allá aparatos exóticos, llenos de luces de colores y cuadros móviles, mostraban los destrozos del calor y el hielo.

No encontró camas ni ninguna otra comodidad más que algunas sillas acolchadas. Aquello parecía un barco pequeño.  Uno que, al menos una vez, había conseguido volar. Pero, ¿cómo? Y, ¿de dónde provenía?

Recogió cosas fáciles de reconocer como enseres personales y ropas. También objetos diferentes con hojas unidas en lugar de plegadas. Y, con un poco de reluctancia, una serie de objetos por completo desconocidos. Muchos de ellos como de vidrio o poblados de luces. Metió todo en un saco y lo subió a la rueda. Imposible hacer algo para ocultar la esfera. Debería resignarse a dejarla así.

No sólo le pareció imposible tratar de destruirla para que no la encontrasen, sino un verdadero horror. Aquello era el fruto de una gran sabiduría y era, a su modo, hermosa. Además, le pertenecía al extraño.

Volvió al pueblo con el sol ya alto y se apresuró a los muelles, a comerciar los bienes de sus vecinos y lo poco que había salvado de sus productos. Obtuvo un buen precio por todo gracias a que las lluvias del pasado transotoño habían dejado intransitables los caminos del puerto de oriente. Agradecido al cielo, regresó a la posada al caer la tarde con la rueda vacía y lo que había rescatado de la esfera.

—Aun duerme, creo. Respira bien, pero no ronca. No creo que duerma en realidad. Pienso que finge hacerlo.

Ese había sido el parte de Ronna mientras comía un potaje frío en la cocina.

Ylor subió la rampa a la carrera y se encontró con el extraño sentado en los cojines del suelo.

Sonrió sin proponérselo. De algún modo se había preocupado por él.

—Veo que estás mejor —le dijo cuando el hombre alzó la vista hacia él. Por supuesto, no le entendió—. El brazo —dijo moviendo su propio brazo derecho— parece sanar y tu cara… —se señaló el perfil del mismo lado— ¿duele? —Pulsó con los dedos, uniéndolos y separándolos. Podía no saber cómo se sentía aquel hombre, pero sabía muy bien cómo se sentían las quemaduras, sobre todo en la forja.

Se agachó a su lado y el hombre no se apartó, aunque no le quitaba los ojos de encima. Parecía tan intrigado como él.

Ylor se levantó la manga izquierda hasta el hombro y reveló una porción sin pelo de su piel. Un parche donde su sedoso y brillante pelaje color azul aciano daba lugar a una gran serie de cicatrices grises tan perladas como el cielo y onduladas como el mar.

—Una colada de hierro, cuando era un aprendiz —aclaró sin esperanzas de ser entendido, pero como gesto de empatía.

El hombre hizo algo inesperado, se acercó y colocó una mano sobre el hombro de Ylor, sus dedos recorrieron aquellas cicatrices sin pudor ni repugnancia. Ylor jamás había mostrado aquella cicatriz a nadie y mucho menos la habían tocado. De pronto se sintió desnudo ante aquella mano tan lampiña como su vieja herida. El hombre alzó la vista hasta sus ojos cuando él comenzó a temblar y retiró la mano. Asintió y dijo algo.

Aquella voz lo sorprendió. Era baja y madura, como un instrumento de viento. Nada de lo que dijo tuvo sentido para él, pero Ylor agradeció con un gesto de su cabeza el regalo de su confianza.

—Esto —dijo trayendo hasta él el saco con las cosas que había sacado de la esfera— es tuyo.

El hombre abrió la bolsa con cuidado y luego, al mirar dentro, comenzó a sacar, ansioso, todo lo que había adentro. Parecía excitado. Revisó un par y se colocó una prenda sobre su torso con gran dificultad. Luego se concentró en un objeto particularmente estropeado. Tras darle un par de vueltas, lo arrojó al suelo con frustración.

—No sirve, ¿eh?

El otro pareció recordar de pronto que él también estaba allí y lo miró con algo parecido a la vergüenza.

—No sirve —repitió Ylor ahora como una afirmación—, por supuesto.

—No-o Zirve.

El hombre había formado aquellas palabras de manera imprecisa, como tanteando. Ylor lo miró tan sorprendido como si fuese un abedígrado el que le hubiera hablado de pronto.

Entonces ambos sonrieron al unísono, y eso fue más asombroso aún.

—Ylor —dijo poniéndose una mano en el pecho—.Ylorapaguchi-inoranda.

El otro asintió. La voz sonó más segura y extraña que nunca cuando replicó:

—Iain Beizama… Iain.

Entonces cada uno probó el nombre del otro en su boca. Saboreando las vocales y mordiendo las consonantes o aplastándolas contra el paladar para extraer todo su jugo fonético. Había acentos en lugares incorrectos y énfasis exagerados, pero aquello fue un festín para ambos. Y cuando hubieron terminado de intercambiar sus nombres, el extraño tomó su mano con la suya, como cuando rezan los norteños, pero sólo la apretó. Ylor respondió el gesto y el hombre volvió a sonreír.

Luego de intentar otras palabras con más o menos éxito, Ylor le comunicó que iba a buscarle ropa más apropiada y comida. Volvió un rato después con un paquete y dos cazuelas calientes de pescado y frutas. Era un plato típico con sabores simples que esperó que el hombre reconociera.

Iain miró, olió y tanteó con los cubiertos, como un alubro salvaje al que se da de comer por primera vez. Finalmente probó el potaje, mordiendo los trozos de pez saltador y masticando los frutos rosas y comenzó a asentir con verdadera felicidad. En pocos minutos se había comido hasta la última gota e, incluso, el pan oscuro del día anterior que Ylor había traído como acompañamiento.

Con la ropa hubo más problemas. Anatómicamente eran idénticos incluso en tamaño, salvo por el pelaje. Así que los calzoncillos, los pantalones, la camisa y el abrigo le quedaban bien, pero el problema eran las costuras. Sin pelo que lo protegiera, todo le rozaba, lastimaba o rasguñaba la piel expuesta.

Salvo por el vello púbico y facial, las axilas y la cabeza, el hombre era casi lampiño. Apenas unos pelos en los brazos y piernas, desperdigados sin patrón ni coherencia alguna.

—¡Cielos! —exclamó Ylor— ¡Te vas a congelar en inverno!

Entonces comenzó a desnudarse. El hombre lo miró con verdadera confusión. Ylor siguió quitándose la ropa sin dar explicaciones. Finalmente le tendió su camisa mientras acariciaba las costuras internas. Iain pasó la mano por el mismo sitio. Aquellas ropas tan usadas tenían las costuras pulidas y desgastadas.

Prenda a prenda intercambiaron la totalidad de sus atuendos, incluida la ropa interior. Cuando terminaron, Iain acercó su nariz a la tela del abrigo que tenía puesto y tomó una bocanada de aire. Cerró los ojos por un momento, como evocando algo, y susurró una palabra con anhelo. Entonces miró a Ylor con mucha intensidad antes de tomar otra bocanada de aire cargado con el olor del muchacho y esbozar la más grande y fascinante de las sonrisas.

Ylor acercó la nariz a su propio abrigo y asintió. Él también tenía en sus ropas el aroma del otro.

Hubo un silencio entre ambos. Ninguno supo lo que el otro estaba pensando. Quizás tampoco era necesario.

 

*

 

El estruendo de voces y gritos en la calle, frente a la posada, se escuchaba hasta su cuarto. Ylor se asomó a la escueta ventana y vio un tiro de unos diez abedígrados con sus escamas reluciendo en rojo, magenta y dorado, que se esforzaban bajo la lluvia para arrastrar por el barro de la calle la enorme esfera de porcelana. Los rodeaban una cohorte de mirones, niños curiosos que saltaban sobre los tejados y los tres hombretones con el pelaje gris oscuro empapado que parecían conducirlos.

Ylor vio al posadero salir por la puerta, justo bajo su ventana, y preguntar algo.

—No sé qué cosa es, viejo. Pero seguro que se la vamos a vender por un buen precio a los kraken.

Hubo risotadas y hasta palmadas como respuesta del público que seguía aumentando pese a la densa lluvia.

En realidad, Ylor se había sorprendido de que hubiesen tardado tanto en descubrirla. Habían pasado un par de las semanas largas desde la caída de aquel barco aéreo, si es que le había entendido a Iain cuando intentó explicarle quién era y de dónde venía.

Él se asomó a su lado, enfundado en la capucha que le habían hecho coser a su abrigo. Hubo una queja muy débil, casi como de dolor físico, al ver a la esfera arrastrada directo hacia los muelles.

De pronto se escuchó un sonido curioso, como el canto de un pez muy pequeño. Hubo un leve chispazo en la esfera, casi imperceptible, y un salir de aire u otra cosa que burbujeó en el barro. Nadie pareció advertir nada de aquello. Ylor miró a Iain con intriga.

—Seguro de no abrir nada… ninguno —le explicó él en su rudimentario manejo de la lengua y le mostró el pequeño aparato con el que le había estado apuntando a la esfera. Entonces se quedó observando con melancolía cómo las fuerzas de los abedígrados radiantes alejaban su única vía de escape de él.

—Sé cómo se siente —le comentó Ylor.

Iain cerró sus ojos cargados de agua.

—Gracias —respondió. Aquella había sido la primera palabra que había aprendido y, según Ylor, eso decía mucho de él.

La curadora emergió por la misma puerta, allá abajo, los miró a ambos por un breve momento y salió corriendo bajo la lluvia con su pelaje blanco cuajado de gotas relucientes.

—¿Podemos… ir? —peguntó Iain.

—Sí, podemos irnos ya.

 

*

 

—Es mi pareja. Mi esposo en realidad. Nos elegimos cuando fui al puerto. ¡No me mires así! Somos dos hombres adultos y compatibles, ¿qué más se necesita?

Jolha se quedó mirándolo con estupor. La mano aún sopesando las monedas recibidas por el banco de madera y hierro que supuestamente le había vendido a le jefe de la estación del puerto.

—Pero…

—¿Qué? Pero, ¿qué? —la acorraló Ylor.

Hubo un suspiro. Un intento de hablar. Y luego:

—¿Así de feo? ¿En serio? No parece muy normal, está…

—¡Cuidado! —interrumpió Ylor.

Jolha dio un paso hacia atrás. Ylor no mostraba los caninos muy frecuentemente. En realidad, no recordaba que alguna vez lo hubiese hecho y menos con ella.

—Ya, ya… Entiendo… —Miró al extraño esposo de su mejor amigo, sentado al otro lado del taller, jugando con un cachorro de ponteo que ella se había quedado como mascota— él es bienvenido en mi casa y en mi mesa cuando quieran. ¡Esta noche si así lo desean! Para festejar la buena nueva y el buen trabajo.

Ylor pareció avergonzarse de haberse ofuscado.

—Bien, claro que vendremos. Hay mucho que festejar, por supuesto.

Entonces se abrazaron un largo rato. Alguna vez hasta se habían propuesto ser pareja, sólo para tener hijos, pero habían terminado riéndose de la idea.

—Bueno —dijo Jolha—, ¡hecho! Prepararé lo mejor que sé y tu traerás los dulces y el pan —Alzó la mano y gritó— ¡Bienvenido, Iaini!

El hombre se puso en pie de un salto, y soltó una risa sonora, gritó su perfecto “Gracias” y devolvió el saludo con verdadera euforia.

 

*

 

Llegaron a la casa riendo. Había sido una buena comida y las bromas fueron auténticas y divertidas. Además, Iain había disfrutado bastante del agua de flores y estaba un poco borracho y mucho más locuaz.

—¿De dónde les dijiste que voy?

—Que vienes —corrigió Ylor con el mismo tono festivo—. De una isla muy lejana y ardiente, donde suelen nacer personas sin pelo.

—Con razón me preguntaban si podía navegar un junco… Dije que sí, pero… pienso que una vela de sol no es algo muy frecuente aquí.

—No, supongo que no creían que tu isla estuviera tan lejos.

Ambos comenzaron a reír más y más. Ya no sabían por qué.

Ylor se apoyó en la pared de la cabaña de piedra que ahora compartían como esposos ante los ojos del resto de la aldea. Señaló las estrellas y preguntó:

—¿Cuál?

Iain se calmó y apuntó justo hacia el cenit.

—No se ve sin una lente de espanto… no, no, de aumentar.

Hubo un intento de risa, luego silencio cuando permanecieron observando el centro de la bóveda celeste cuajada de estrellas. Muchas de ellas parecían tan grandes como una guinda y eran azules.

—Tu pelo —dijo Iain señalando a las estrellas gigantes que conferían un cariz azulino a todas las cosas—, tu piel.

—Mi nombre —replicó Ylor— es por la tercera hacia allá, la que tiene una envoltura como de gasa celeste.

—¿Verdad? —dijo Iain asombrado— ¡Excelente! Muy bello. —Entonces agregó algo rápido, antes de abrir la puerta y entrar apresurado— Como tú.

Ylor tardo unos segundos en comprender aquellas palabras. Entró a la cabaña siguiendo el aroma de Iain, al que se había acostumbrado tanto, como a su propia respiración. Lo encontró en su habitación, preparando la hamaca y se le acercó en silencio. Sin decir una palabra lo abrazó por detrás, cruzando sus brazos sobre los de Iain. El hombre no reaccionó de ningún modo hasta que Ylor apoyó la frente sobre su nuca. Entonces Iain reclinó su cabeza hacia atrás, exponiendo su cuello lampiño y suave, el monte pronunciado de su manzana de Adán. Las manos de Ylor subieron por la planicie de su pecho hasta envolver aquella desnudez con su mano y entonces pasó algo asombroso: escuchó a Iain gemir de placer. Un sonido gutural e inconfundible. Lo había oído en otros hombres, en sí mismo cuando se abandonaba al placer, pero nunca lo había escuchado así de… ¡bello!

Y entonces lo comprendió. Iain no sólo era deseable, para él era hermoso. En un arrebato de claridad dejó que sus manos bajaran hasta el sitio más deseado y se presionó contra la espalda y las piernas y los glúteos de aquel ser raro y precioso.

Iain arqueó aún más la espalda, aunque no parecía posible, y apoyó su nuca sobre el hombro de Ylor. Luego giró la cabeza hasta mirarlo y acercó sus labios a los del muchacho. Ylor jamás había experimentado aquello. De pronto la boca de Iain parecía querer comer la suya, pero no le causaba dolor sino un inmenso placer. Sintió cada fibra de sus músculos electrizarse, su respiración se aceleró e intentó con delicadeza participar de aquel juego exquisito con su propia boca. Dejó que el cuerpo procediera solo y no se controló. E Iain hizo lo mismo.

Se movieron el uno en torno al otro en un enjambre de caricias y palpaciones y roces y rasguños y succiones y lamidas y besos, muchos, muchos de esos nuevos besos. Cada uno era un territorio completamente nuevo e inexplorado para el otro. Saliva y transpiración y semen, todo en uno. Uno en ambos. Ambos en cada uno.

Una serie de gruñidos y suspiros los acompañaron hasta el primer amanecer, hasta que el primer sol del color de la manteca tiñó de blanco el cielo repujado de estrellas gigantes. Se durmieron y se despertaron uno en brazos del otro. Pero no se detuvieron hasta que ese sol se puso y amaneció el segundo sol, el que sólo brillaba en primavera, con su tonalidad de cobre viejo, el ámbar de un sitio íntimo cubriendo el mundo con su frescura.

—Despierta —susurró Ylor en su oído y le mordisqueó el hombro, dejando que sus colmillos le marcaran surcos blancos sobre la piel. Iain abrió los ojos en el hueco de su abrazo azul y, tras un momento de confusión que le quitó el aliento a Ylor, sonrió, y esa sonrisa iluminó el rostro de su compañero. Iain demoró un beso sobre sus labios hasta que las lenguas de ambos quedaron juntas y quietas, ancladas. La lengua de Ylor aferró con un par de vueltas la de Iain. Degustando a qué sabía el amor del otro. Hasta que se miraron mirarse. Hasta que no pudieron más que volver a comenzar.

 

*

 

El tronco del árbol era blanco, salpicado de grandes manchas marrones y negras, pero el sol del primer anteotoño hacía que pareciera plata repujada tachonada de bronce y azabache. Las hojas largas y rizadas brillaban como seda verde sosteniendo las gotas de agua que parecían gemas enredadas en sus volutas pilosas.

La llovizna no llegaba a la parte más interna de la fronda, ni a los pies del sauce. Allí se habían refugiado Iaini, que es como lo conocían en la aldea, e Ylor.

Una serie de marcas nacaradas, como de agua, brillaban en uno de los lados del rostro lampiño del hombre, evidenciando la curación de sus heridas. Ylor pasó la lengua sobre ellas con calculada morosidad, en un gesto de cariño ya habitual en él. Iain sonrió y le retribuyó con un beso delicado y sutil sobre los labios.

Ambos se sentaron sobre el césped verde azulado, uno frente al otro, con las tiernas ramas y hojas del sauce envolviéndolos y acariciándolos de manera sutil, casi como dándole la bienvenida a unos viejos amigos. Aún recurrían a los árboles para hablar fluidamente entre ellos, porque a Iain le resultaba difícil entender ciertas sutilezas de la conversación e Ylor encontraba impronunciable el idioma natal de su nuevo amigo y más reciente amante.

Iain comenzó a hablar en su lengua un buen rato. Ylor miraba sus labios moverse y el sonido bajo de su voz, pero prestaba atención a los susurros de las hojas que traían significados a su mente, como si tradujesen estados de ánimo y percepciones estéticas junto con las ideas. Encontraba fascinante los bruscos contrastes entre una cadena de ideas y la siguiente, los claroscuros abruptos en su modo de ver las cosas y las disparidades casi contradictorias de su ánimo.

Por su parte, Iain entraba en un estado de embeleso difícil de ignorar cuando se sumergía en la fluidez coherente y suave de las inquisiciones y respuestas de Ylor. Un estado de arrobo que hacía que su cuerpo comenzara a oler igual que lo hacía durante las largas horas en las que los dos se abrazaban, tendidos en la hamaca.

—¿Alguna vez te dije lo mucho que anhelé toda mi vida conocer el mundo? Ir más allá… Navegar… ¿Lo hice?

Iaini negó con la cabeza y todas las hojas susurraron “¡Cuéntame!”.

—El problema es que, a pesar de la intensidad de mi deseo, soy como una madera que flota a la deriva o una flor de té suspendida en el aire, a la espera de la corriente correcta que las haga avanzar. No es algo malo ni bueno, es el modo en que encajo con el mundo, la forma de relacionarme con el resto de la existencia. No obstante, cuesta mucho esperar.

Hubo una pausa, Iain jamás había escuchado al muchacho azul hablar tanto o exponer de esa manera lo más íntimo de su ser.

—Cuando vi la señal de tu llegada, tuve miedo. Pero no por lo que pudiera suceder, sino porque sabía que la corriente correcta por fin había llegado.

Iain contuvo el aliento y, como nada sucedía, empezó a hablar, pero Ylor lo detuvo con un gesto.

Estaba luchando contra algo dentro suyo, intentando romper alguna clase de cerco. De pronto el árbol entero suspiró e hizo un profundo silencio.

Iain no necesitó la ayuda del sauce para poder entender el significado de aquellas palabras.

—Por favor, Iain, enséñame a volar.

 

*

 

Los planos eran tan extraños como él, y eso fascinaba a Ylor. Había cálculos y caracteres y signos de otro mundo. El trozo de corteza que los contenía era más grande que la mesa sobre la que Iain intentaba explicarle la física de aquel aparato.

Ylor se concentró en su rostro y no pudo evitar preguntarse mil cosas: ¿por qué ya no parecía querer regresar al sitio del cual provenía? ¿Estaba escapando de algo? ¿Tenía una misión que no podía contarle?

Se dio cuenta entonces de que Iain había dejado de hablar y lo miraba.

El barco se mecía lentamente bajo sus pies y el mundo oscilaba con pereza a su alrededor.

—Desearía un sauce ahora mismo.

Ylor sonrió con la cita que Iain había hecho de aquella antigua fórmula de su cultura.

—No es más que hojarasca en el viento —respondió Ylor, y un gesto de su mano dejó en claro que aquello no revestía importancia.

Pero Iain ya lo conocía demasiado bien como para creerle aquel gesto.

—Algo camina por tus pensamientos hace demasiado tiempo como para que no lo haya notado en tus ojos.

El mundo subía y bajaba afuera del bote. El mar relucía gris y encrespado de espuma. El cielo se derramaba por todas partes, sin ninguna contención, en ese horizonte absolutamente abierto. E Ylor se animó a preguntarle al hombre que amaba desde hacía mucho más tiempo del que había imaginado (tal vez, desde la primera vez que lo había visto y se había dejado llevar por su corazón):

—¿Me amas?

Porque todo lo demás podía esperar por siempre.

La vela era una mancha de plata radiante en lo alto de la barcaza que flotaba en el aire, cada vez más alejada del agua. E Iain pareció izarse como el junco y brillar como la vela solar que lo impulsaba hacia arriba apenas oyó aquella pregunta.

Apartó los planos de la mesa y se sentó sobre la tabla, con aquella curiosa manera que tenía Iain de doblar las piernas, entrelazándolas por delante  y exponiendo su erección.

—Había una vez un hombre cansado, equivocado y perdido,  que se encontró en medio de un naufragio estelar y dejó que la vida lo arrastrase a su final sin saber que aquello era un nuevo inicio…

Y siguió hablando y hablando mientras ascendían, narrando la extraña historia de un hombre extraño que a Ylor le resultaba muy distinto del hombre al que amaba. Un hombre con una historia larga y turbulenta redimida por el amor.

Cuando Iain por fin llegó al final de aquella historia, las nubes los envolvían y el sol naranja de otoño se ponía en un juego de rojos, ocres y violetas que hacían que el mundo pareciera hecho de magia y vapor.

 

*

 

—Dicen que vieron la esfera en la ciudad que los kraken tienen sobre el lado sur de los fiordos.

Iain ponderó aquella noticia. Se mesó la barba rojiza enhebrada de blanco que le llegaba hasta el pecho y clavó sus ojos negros en los inmensos ojos claros de Ylor. Volvió a dar un golpe sobre el yunque antes de responderle:

—No sé si quiero recuperarla.

Ylor tomó asiento en un banco que cojeaba, el primero que Iain había hecho con sus manos tras decidir quedarse junto a él exactamente como lo que se suponía que era: su esposo.

Luego de su regreso, la gente de la aldea no había tardado mucho en pasar del estupor ante el hombre extraño, a la curiosidad y, de allí, a la completa aceptación. “Iaini” era uno más entre ellos. Compartía su comida, sus lágrimas y sus fiestas, y ayudaba sin preguntar por qué. Así que nadie le preguntó cómo o por qué, jamás.

—Tu mundo, tu cielo… —susurró Ylor.

Iain dejó la fragua y se quitó el delantal de cuero. Su piel desnuda aún mostraba las cicatrices de aquel aterrizaje forzoso. Igual que la mitad derecha de su rostro. El brazo jamás había quedado del todo bien, pero él no se quejaba.

Iain se acuclilló a su lado. Uno de los abedígrados de escamas color jade, esmeralda y azabache asomó la cabeza por la ventana del taller y él comenzó a acariciarla.

—Tú eres mi mundo —respondió con una pronunciación tan perfecta como la de cualquier otro que sí hubiese nacido bajo esos soles y esas estrellas—. Y este, —dijo abarcando con los brazos el paisaje, el abedígrado, el taller y el bosque florecido y susurrante que se colaba por la puerta abierta— este es mi mundo —luego, tomando las manos de Ylor entre las suyas completó—. Iaini-inoranda’ve me gusta mucho más que Emperador Iain Beizama Quinto.

Pasó su encallecida mano por la nuca de Ylor y lo atrajo hasta su boca donde se enzarzaron en un beso brusco, dulce y, pese a los años, todavía ansioso.



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